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Aunque soy demasiado mayor para montar el numerito de darle un ultimátum a tu novio y amenazarlo con dejarlo, me alegró que hubiésemos pospuesto cualquier decisión relativa a lo de vivir juntos.

Marcena pasó fuera la noche del sábado pero regresó al día siguiente, acicalada como una gata, exuberante tras sus veinticuatro horas con Romeo Czernin. Se presentó en casa de Morrell justo cuando yo estaba poniendo una fuente de pasta en la mesa, hablando atropelladamente sobre lo que había visto y aprendido en el South Side. Cuando contó lo increíble que era conducir un camión tan enorme, Morrell le preguntó si había punto de comparación con la vez en que, en Bosnia, se las había arreglado para llevar un tanque desde Vukovar hasta Cerska.

– Oh, Dios mío, cómo nos divertimos aquella noche, ¿verdad? -Rió y se volvió hacia mí-. Te lo habrías pasado en grande, Vic. Nos quedamos mucho más tiempo del que estábamos autorizados y nuestro conductor se esfumó. Pensamos que igual sería nuestra última noche en la Tierra hasta que dimos con uno de los tanques de Milosevic, abandonado pero todavía en marcha, y menos mal, porque no tengo ni idea de cómo demonios se pone en marcha uno de esos cacharros, y aun así me las ingenié para conducir el puñetero tanque hasta la frontera.

Correspondí a su sonrisa; realmente era la clase de cosa que yo hubiese hecho, y con su mismo entusiasmo, además. Sentí esa punzada de envidia. Mis aventuras tampoco es que fuesen insulsas, precisamente, pero nada de lo que yo había hecho podía compararse con conducir un tanque a través de una zona de guerra.

Morrell soltó un casi inaudible suspiro de alivio al ver que, para variar, Marcena y yo sintonizábamos.

– ¿Y en qué se diferencia un tráiler de un tanque?

– Hombre, el tráiler no ha sido ni la mitad de excitante que el tanque, nadie disparaba contra nosotros, aunque dice Bron que alguna vez le ha ocurrido. Pero tiene sus bemoles conducirlo; no quería dejar que lo sacara del estacionamiento y, luego, después de casi demoler una especie de caseta, tuve que admitir que llevaba razón.

Bron. Ése era su verdadero nombre; no había conseguido recordarlo. Pregunté si los Czernin la habían invitado a pasar la noche en su casa, pero dudaba de que el culto que profesaba April Czernin a la periodista inglesa fuese a perdurar si se enteraba de que su padre se acostaba con Marcena.

– En cierto modo -dijo Marcena con displicencia.

– ¿Has pasado la noche en la cabina del tráiler? -pregunté-. Algunos de esos camiones modernos llevan casi un apartamento incorporado.

Me dedicó una sonrisa provocativa.

– Tú lo has dicho, Vic, tú lo has dicho.

– ¿Crees que tienes una historia ahí? -terció Morrell de inmediato.

– Por supuesto que lo creo. -Se ahuecó la espesa melena con los dedos y exclamó que Bron era la clave de una auténtica experiencia americana-. O sea, todo encaja -añadió-, no exactamente a través de él, pero sí en torno a él. Resumiendo: el dolor, la pena que causan esas chicas imaginando que el baloncesto podría sacarlas del barrio, el propio instituto y luego la historia de Bron Czernin, un camionero intentando mantener a una familia con esos salarios. Su esposa también trabaja, en By-Smart, y mi siguiente paso es, justamente, By-Smart. Por descontado, sé unas cuantas vaguedades sobre esa empresa: tiene a los pequeños comerciantes de Europa temblando de miedo desde que hace tres años lanzaron su ofensiva transatlántica. Pero lo que desconocía es que la casa matriz se encontraba precisamente aquí, en Chicago, o al menos en uno de los suburbios. Rolling no sé qué. Fields, me parece.

– Rolling Meadows -dije.

– Exacto. Bron me ha dicho que el viejo señor Bysen es increíblemente piadoso y que en la oficina central la jornada comienza con una sesión de plegarias. ¿Te lo imaginas? Es absolutamente Victoriano. Me muero por verlo con mis propios ojos, así que estoy tratando de organizar una entrevista.

– Quizá debería acompañarte. -Expliqué mis esfuerzos para reclutar a la empresa como patrocinadora del equipo-. Billy el Niño quizá nos consiga una cita con su abuelo.

– Oh, Vic -dijo loca de entusiasmo-, será genial si lo consigues.

Terminamos la velada en relativa armonía, lo cual fue una bendición, pero aun así no dormí bien. Me escabullí del piso de Morrell a primera hora de la mañana, mientras él aún dormía, para que me diera tiempo a pasar por mi casa y sacar a los perros a correr antes de iniciar la jornada: me tocaba dirigir el entrenamiento en el Bertha Palmer y había prometido a Josie Dorrado que después hablaría con su madre.

Fui corriendo con los perros hasta Oak Street y luego de regreso a casa: unos diez kilómetros en total. Los tres necesitábamos un poco de ejercicio y pensé que me encontraba mucho mejor hasta que el señor Contreras, mi vecino de abajo, me dijo que tenía mala cara.

– Creía que con Morrell de vuelta te animarías, tesoro, pero tienes peor aspecto que nunca. Ahora hazme el favor de no irte pitando a trabajar sin tomar antes un buen desayuno.

Le aseguré que estaba bien, estupendamente, ahora que Morrell estaba en casa y recobrándose de sus heridas, que mi agobio presente sólo sería temporal, hasta que encontrara un entrenador de verdad para las chicas del Bertha Palmer.

– ¿Y cómo vas a conseguirlo, tesoro? ¿Ya tienes algún candidato?

– Estoy tanteando el terreno -repuse, a la defensiva. Aparte de reunirme con Patrick Grobian en By-Smart, había hablado con las mujeres con quienes juego partidillos los sábados y con una conocida que lleva un programa de voluntariado para chicas. Por el momento seguía con las manos vacías, pero si Billy el Niño lograba sacarle unos dólares al abuelo quizás alguno de mis contactos se mostrara más entusiasmado.

Huí del apartamento antes de que el señor Contreras metiera la directa y me retuviera una hora más, no sin antes prometerle que tomaría un buen desayuno. Al fin y al cabo, el lema de mi familia es no saltarse nunca una comida. Justo debajo del escudo de armas de los Warshawski: un tenedor y un cuchillo cruzados sobre un plato.

En mi fuero interno, me había ofendido que me dijeran que tenía mal aspecto. Cuando subí al coche, estudié mi rostro en el espejo retrovisor. Desde luego, tenía mala cara: estaba ojerosa y la falta de sueño hacía que los pómulos me sobresalieran como los de una modelo de pasarela anoréxica. En lugar de ocho horas de cama, lo único que necesitaba era un buen corrector y un poco de base de maquillaje, aunque no en ese momento, cuando me disponía a pasar dos horas con dieciséis adolescentes en una cancha de baloncesto.

– Morrell piensa que soy guapa -refunfuñé en voz alta, aunque en ese instante Marcena Love debía de estar delante de él, pensé, guapísima y perfectamente arreglada; seguramente iba maquillada cuando requisó el tanque y enfiló hacia la frontera. Me abroché el cinturón de seguridad con tanta fuerza que me pellizqué el pulgar, y giré en redondo para sumarme al tráfico. Cuando llegue mi turno de conducir un tanque, yo también me pondré pintalabios.

Paré en un bar a tomar unos huevos revueltos y un café expreso doble y llegué a mi oficina alrededor de las diez. Me concentré en los archivos de la Securities Exchange Comission y comprobé las fichas de detenidos de todo el país en busca de un hombre que uno de mis clientes quería contratar. Por primera vez en una semana, realmente conseguí concentrarme en mi verdadero trabajo, finalizando tres encargos e incluso enviando las facturas correspondientes.

Desbaraté mi precario buen humor intentando llamar a Morrell mientras aguardaba en un semáforo rojo de la calle Ochenta y siete a que me respondiera su contestador automático. Seguramente había ido con Marcena al jardín botánico de Glencoe; lo habían comentado la noche anterior. Eso no me planteaba ningún problema, ni por asomo. Era fantástico que se sintiera con fuerzas para levantarse y salir. Pero la idea incrementó la ferocidad con que arremetí contra Celine y April al principio del entrenamiento.