– Pues trabaja con más ahínco -replicó su madre con firmeza-. ¿Y qué pasa con tu cena? No puedes pedir a la señora Czernin que te dé de comer.
– Cuando el señor Czernin nos llevó a cenar con la periodista inglesa el jueves, April se llevó a casa una pizza familiar. Me ha dicho que la había guardado para que nos la comiéramos esta noche.
Sin aguardar respuesta, se marchó a la carrera de la cocina. Oímos un golpe sobre el fondo de los graves cuando Josie cerró de un portazo.
– ¿Quién es esa periodista? -me preguntó Rose mientras comprobaba la temperatura del biberón en la muñeca-. Josie me contó algo el jueves, pero perdí el hilo.
Le expliqué quién era Marcena Love y qué estaba haciendo con el equipo.
– Josie es una buena chica, me ayuda mucho, como con la pequeña María Inés; debería poder darse un gusto de vez en cuando. -Rose suspiró-. ¿Cómo le va con el equipo de baloncesto? ¿Cree que con el baloncesto podría ganar una beca para la universidad? Necesita una buena educación. No voy a permitir que acabe como su hermana.
Se le apagó la voz y dio unas palmaditas tranquilizadoras al bebé, como si intentara decirle que no era culpable de sus preocupaciones.
– Josie es muy aplicada y la veo prometedora en la cancha -dije sin agregar que las probabilidades de montar un equipo universitario eran muy remotas tal como estaban las cosas en el Bertha Palmer-. Me comentó que usted quería hablarme de un problema que tenía.
– Por favor, permítame ofrecerle algo de beber; así conversaremos más a gusto.
Ante el ofrecimiento de café instantáneo o naranjada Kool-Aid me dispuse a rehusar ambas cosas, pero entonces recordé justo a tiempo la importancia que tenía el ritual de la hospitalidad en South Chicago. Romeo Czernin estaba en lo cierto: llevaba demasiado tiempo lejos del barrio si iba a despreciar el café instantáneo. El caso es que mi madre jamás lo servía, habría pasado sin muchas otras cosas antes que renunciar a su café italiano comprado en un mercado de Taylor Street, pero eso no quitaba que el café instantáneo nunca faltase en la despensa de Houston Street cuando yo era niña.
Con el bebé apoyado en el hombro, Rose vertió parte del agua que había hervido para calentar el biberón en dos tazones de plástico. Los llevé a la sala de estar, donde Julia, con los vaqueros ya puestos, había vuelto a instalarse delante de su telenovela. Los dos hermanos pequeños de Josie también habían llegado y se peleaban con su hermana por el canal que tenía sintonizado, pero su madre les dijo que si querían ver fútbol tendrían que cuidar a la niña. Los chicos salieron disparados a la calle otra vez.
Tomé algunos sorbos del café amargo y aguado mientras Rose manifestaba su inquietud por aquellos niños sin padre. Su hermano intentaba echarle una mano, jugaba con ellos los domingos, pero ya tenía una familia propia de la que ocuparse.
Eché un vistazo a mi reloj y procuré que Rose fuese al grano. Cuando explicó la historia, resultó no ser el caso de acoso laboral que había imaginado. Rose trabajaba para Fly the Flag, una pequeña empresa de la calle Ochenta y ocho que fabricaba pancartas y banderas.
– Ya sabe, una iglesia o una escuela quiere una gran pancarta para un desfile o para colgarla en el gimnasio, pues eso es lo que hacemos. Y también las planchamos si es lo que el cliente necesita. O sea, que si usted la guarda enrollada todo el año y la necesita para el desfile de graduación, sólo nuestro taller tiene esas máquinas tan grandes para planchar la pancarta. Llevo nueve años allí. Empecé antes de que mi marido me dejara con todos estos niños, y ahora soy como la supervisora, aunque, por descontado, también sigo cosiendo.
Asentí educadamente y la felicité, pero ella le quitó importancia con un ademán y prosiguió su relato. Aunque Fly the Flag hacía banderas estadounidenses, eso sólo había sido una actividad suplementaria hasta el 11 de Septiembre. Siempre habían confeccionado las banderas de gran tamaño que a las escuelas y otras instituciones les gustaba lucir en balcones o paredes, pero antes del 11 de Septiembre esas enormes banderas habían tenido un mercado reducido.
– Después de que el Trade Center se viniera abajo, hubo una gran demanda de banderas, ¿sabe? Todo el mundo quería una bandera en su negocio; incluso algunos edificios de apartamentos para ricos querían colgarlas de los tejados, y de repente nos llovieron pedidos a montones, casi demasiados, apenas dábamos abasto, así que tuvimos que comprar otra máquina para fabricarlas.
– Me parece genial -dije-. South Chicago necesita más negocios que funcionen bien.
– Y tanto si necesitamos esos negocios. Yo necesito mi empleo: tengo cuatro hijos que alimentar y ahora también el bebé de Julia. Si este negocio cierra sus puertas, no sé qué voy a hacer.
Y entonces llegamos al meollo del asunto. Desde el verano, el trabajo había caído en picado. Fly the Flag seguía haciendo dos turnos pero el señor Zamar había despedido a once personas. La madre de Josie tenía mucha antigüedad pero le daba miedo el futuro.
– Entiendo que esté preocupada -convine-, pero no acabo de ver qué quiere que haga yo al respecto.
Rió nerviosamente.
– Seguramente son figuraciones mías. Me preocupo demasiado porque tengo muchos niños que alimentar. Gano un buen dinero en la fábrica, trece dólares la hora. Si cierran, si se van a Nicaragua o a China como piensa alguna gente, o si el señor Zamar… Si ocurriera un accidente en el edificio, ¿dónde voy a trabajar? Sólo en By-Smart, y allí empiezas con siete dólares. ¿Quién puede dar de comer a seis personas con siete dólares la hora? Y todavía estamos pagando por María Inés, por su nacimiento, quiero decir. El hospital nos carga muchos intereses, y luego necesita sus inyecciones, y todos los niños, todos necesitan zapatos…
Su voz murió en suspiro.
Mientras Rose divagaba a propósito de sus inquietudes, Julia siguió mirando la tele como si le fuera la vida en ello, pero la tensión de sus escuálidos hombros demostraba que era plenamente consciente de lo que estaba diciendo su madre. Apuré mi café hasta el último cristal sin disolver: no era cuestión de desperdiciar nada en aquel hogar.
– ¿Y qué es lo que está ocurriendo en la fábrica? -pregunté para volver a encauzar la conversación.
– Seguramente no es nada -dijo-. Quizá no sea nada. Josie no ha parado de decirme que no la molestara con esto.
Sin embargo, insistí un poco más y finalmente soltó que un día del último mes, cuando llegó al trabajo, y siempre llegaba temprano por temor a que dejaran de considerarla una buena empleada, pues si iba a haber más despidos no podía dejar que nadie dijera que tenía una mala actitud, en fin, que cuando llegó se encontró con que no pudo meter la llave en la cerradura. Alguien había llenado los ojos de las cerraduras con pegamento, y habían perdido un día entero de trabajo mientras aguardaban que un cerrajero fuera a perforarlas. En otra ocasión abrió la fábrica y la encontró llena de un olor fétido que resultó ser culpa de las ratas muertas que había en los conductos de la calefacción.
– Como siempre llego temprano, abrí todas las ventanas y así pudimos hacer algo de trabajo, no fue tan grave, ¡pero imagínese! Tuvimos suerte de que no hiciera muy mal tiempo; en noviembre, ya se sabe, podía haber una ventisca, o llover o qué sé yo.
– ¿Qué dice el señor Zamar?
Se inclinó sobre el bebé.
– Nada. Me dice que en las fábricas ocurren accidentes sin parar.
– ¿Dónde estaba él cuando metieron pegamento en las cerraduras?
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Rose.
– Quiero decir si no es sorprendente que usted descubriera que las habían tapado con pegamento. ¿Por qué no estaba él allí?
– No entra temprano porque se queda hasta tarde, hasta las siete o las ocho de la noche, por eso no acostumbra a llegar hasta las ocho y media de la mañana, a veces incluso a las nueve.