– O sea que pudo haber sellado las cerraduras con pegamento él mismo cuando salió la noche anterior -dije sin andarme con rodeos.
Me miró desconcertada.
– ¿Por qué iba a hacer algo así?
– Para obligar a la fábrica a cerrar de una manera que le permitiera cobrar el seguro.
– Él no haría algo así -protestó, demasiado deprisa-. Eso sería malvado y, la verdad, es un buen hombre, se esfuerza mucho.
– ¿Piensa que alguna persona de las que despidió podría estar haciéndolo para vengarse?
– Todo es posible -dijo-. Por eso yo… Por eso quería saber, cuando Josie me dijo que una mujer policía se encargaba del entrenamiento en vez de la señora McFarlane… ¿Usted no podría ir allí y descubrir qué pasa?
– Sería mucho mejor que avisara a la policía, a la policía de verdad. Ellos pueden preguntar.
– ¡No! -soltó en voz tan alta que al bebé le entró hipo y rompió a llorar.
– No -repitió en voz más baja, acunando al bebé contra su hombro-. El señor Zamar me dijo que nada de policías, no quiso dejarme llamar. Pero usted, usted se crió aquí, podría hacer unas cuantas preguntas, a nadie le importará que le pregunte la señora que ayuda a las chicas a jugar al baloncesto.
Negué con la cabeza.
– Sólo soy una persona que trabaja por su cuenta y una investigación como ésta requiere mucho tiempo, es cara.
– ¿De cuánto estamos hablando? -preguntó-. Yo podría pagarle algo, quizá cuando acabe de pagar el hospital de Julia.
Me faltó valor para decir que mi tarifa habitual era de ciento veinticinco dólares la hora, no podía decírselo a una persona que se consideraba afortunada por poder alimentar a cinco niños ganando trece dólares a la hora. Incluso aunque a menudo hago trabajos pro bono, demasiado a menudo según dice mi contable sin parar, no veía el modo de emprender una investigación en un taller cuyo propietario no quería saber nada de mí.
– Pero ¿no se da cuenta de que si usted no lo descubre, si no paramos esto, la fábrica cerrará? ¿Y qué será entonces de mí y de mis hijos? -exclamó con lágrimas en los ojos.
Julia se encogió más dentro de su camiseta ante tal exabrupto y el bebé berreó aún más alto. Me rasqué la cabeza. La idea de una obligación más, de una cuerda más tirando de mí hacia mi antiguo barrio, me dio ganas de sentarme con Julia en el sofá y enterrar la cabeza en un mundo imaginario.
Con una mano que pesaba lo indecible, saqué mi agenda de bolsillo del bolso y eché un vistazo a mis compromisos.
– Puedo venir mañana temprano, digo yo, pero sepa que tendré que hablar con el señor Zamar, y si él me ordena que me vaya de la fábrica no tendré más remedio que marcharme.
Rose Dorrado me sonrió aliviada. Seguramente supuso que si daba el primer paso me vería comprometida a efectuar todo el viaje. Esperé con toda mi alma que estuviera equivocada.
Capítulo 8
Vida industrial
Estreché mi cazadora contra el pecho y me colé por un agujero abierto en la alambrada. El pálido acero del alba otoñal apenas comenzaba a iluminar el cielo, y el aire era frío.
Cuando le dije a Rose Dorrado que esa mañana iría a Fly the Flag, mi plan inicial era llegar hacia las ocho y media para interrogar al personal. No obstante, la víspera, mientras le explicaba la situación a Morrell, me di cuenta de que debía ir temprano: si alguien estaba haciendo sabotaje antes de que llegaran los del turno de la mañana quizá consiguiera sorprenderlo in fraganti.
Esa noche volví a acostarme tarde: entre la demora en el instituto por la riña entre mis jugadoras, la visita a Rose y, por último, pasar a ver a Mary Ann McFarlane, cuando enfilé hacia el norte eran las tantas. Aunque una empresa de servicios domiciliarios enviaba a una persona cuatro veces por semana para que se encargara de la colada y otras tareas difíciles, había adquirido la costumbre de llevarle comida, a veces la cena, a veces algún capricho que ella echaba de menos y que a nadie se le ocurría comprar.
Mary Ann vivía al norte de mi antiguo barrio, en un apartamento como el mío: cuatro habitaciones a los lados de un estrecho pasillo en un edificio de ocho plantas. Cuando llegué estaba en la cama, pero me llamó con una voz aún lo bastante fuerte como para que se oyera desde la entrada. La saludé a gritos mientras me agachaba para acariciar a Scurry, su dachshund, que se alegraba mucho de verme.
Lo que haría con el perro cuando tuviese que mudarse de allí, si se veía obligada a hacerlo, era otra de mis preocupaciones. Yo ya tenía una golden retriever y a su gigantesco hijo mestizo de labrador. Un tercer perro haría que el departamento de sanidad se echara sobre mí, no por los perros sino para encerrarme a mí en un manicomio.
Cuando fui a su habitación, mi antigua entrenadora ya se había levantado de la cama y venido a mi encuentro. Se cogía del borde del tocador, pero rehusó con un ademán el brazo que le ofrecí y siguió jadeando hasta que recobró el aliento. A la tenue luz del dormitorio se la veía muy desmejorada, con las mejillas hundidas y la piel del cuello extraordinariamente flácida. Había sido una mujer baja y fornida; ahora el cáncer y la quimioterapia habían sorbido la vida de su cuerpo. A causa de la quimio había perdido el cabello, que le estaba volviendo a crecer, cubriéndole el cráneo de una pelusa pelirroja con mechones canos. Sin embargo, hasta cuando estaba tan calva como Michael Jordán se negaba a ponerse peluca.
La primera vez que la vi así quedé impresionada: estaba tan acostumbrada a su energía muscular que no podía imaginarla enferma ni anciana. Tampoco era que fuese anciana, sólo tenía sesenta y seis, según averigüé para mi sorpresa. Por alguna razón, cuando era mi entrenadora y mi profesora de latín me había parecido tan formidablemente vieja como un busto de César Augusto.
Guardó silencio hasta que hubo ido a la cocina y tomado asiento ante la vieja mesa esmaltada. Scurry saltó a su regazo. Conecté la pava eléctrica para preparar el té y saqué de la bolsa los comestibles que le había comprado.
– ¿Qué tal el entrenamiento de hoy? -preguntó.
Le conté lo de la pelea; asintió aprobando el modo en que lo había resuelto.
– A la escuela le trae sin cuidado que esas chicas jueguen o no. Ni siquiera que asistan a clase; con la normativa contra el fracaso escolar, Celine Jackman está haciendo bajar el nivel de exigencia de los exámenes, así que habrían estado la mar de contentos si la hubieses echado, pero el baloncesto es su tabla de salvación. No la expulses si puedes evitarlo. -Hizo una pausa para recobrar el aliento y añadió-: No estarás preparando esa bazofia con tofu, ¿verdad?
– No, señora.
Cuando empecé a cocinar para ella intenté prepararle sopa de miso con tofu pensando que le sería más fácil de digerir y que tal vez la ayudara a recobrar fuerzas, pero le pareció asquerosa. Era una mujer de carne con patatas hasta la médula, y aunque últimamente no podía comer mucho estofado, seguía gustándole mucho más que la «bazofia» con tofu.
La dejé comiendo y fui al dormitorio para cambiarle las sábanas. No soportaba que viera la cama manchada de sangre y pus, de modo que ambas fingíamos que yo no veía nada. Los días en que estaba demasiado débil para levantarse de la cama, su vergüenza por el estado de las sábanas era más dolorosa que el propio tumor.
Mientras lo metía todo en una bolsa para la lavandería, eché un vistazo a los libros que había estado leyendo: una novela de misterio de Lindsay Davis, el último volumen de la biografía de Lindon B. Johnson, una colección de crucigramas en latín, sin una sola palabra en inglés. A Mary Ann sólo le estaba fallando el cuerpo.
Al volver a la cocina le conté la historia de Rose Dorrado.
– Tú que conoces a todo el mundo en South Chicago, ¿qué puedes decirme de Zamar? ¿Crees que sabotearía su propia fábrica?
– ¿Frank Zamar? -Negó con la cabeza-. No puedo poner la mano en el fuego por nadie, Victoria. Aquí la gente se desespera y hace cosas propias de gente desesperada. Aunque no creo que sea capaz de hacerle daño al prójimo: si está intentando destruir su propio negocio, no lo hará mientras haya alguno de sus empleados en el local.