– ¿Tiene algún hijo en el instituto?
– No tiene familia, que yo sepa. Vive en el East Side. Antes vivía con su madre, pero murió hace tres o cuatro años. Es un hombre tranquilo, de cincuenta y tantos. El año pasado donó uniformes para nuestro programa. La idea seguramente se la dio la madre de Josie. Así fue como lo conocí. Rose Dorrado le pidió que fuese a ver cómo jugaba Julia. Es la hermana de Josie, como sabrás. Fue mi mejor jugadora, quizá desde que tú estabas en el instituto, hasta que tuvo el bebé. Ahora su vida es un desastre, ni siquiera va a clase.
Arrojé la esponja contra el fregadero con fuerza suficiente para que rebotara hasta el extremo opuesto de la cocina.
– ¡Esas chicas y sus bebés! Yo me crié en ese barrio, fui a ese mismo instituto. Siempre hubo alguna chica que se quedaba preñada, pero ni punto de comparación con lo que estoy viendo estos días.
Mary Ann suspiró.
– Ya lo sé. Si supiera cómo impedirlo, lo haría. Para empezar, las chicas de tu generación no erais tan promiscuas a esa edad, y teníais más posibilidades de futuro.
– No recuerdo que fueran muchos los compañeros de clase que terminaron en la universidad -repliqué.
Hizo una pausa para recobrar el aliento.
– No me refiero a eso -dijo-. Hasta las que sólo querían casarse y crear una familia sabían que sus maridos trabajarían, había buenos empleos. Ahora todos sienten que no tienen futuro. Hombres que antes ganaban treinta dólares a la hora en U.S. Steel han de trabajar por la cuarta parte en By-Smart, y eso si son afortunados.
– Intenté hablar con Sancia sobre control de natalidad; ya tiene dos hijos. Su novio la espera con los críos durante el entreno; aparenta veinticinco como mínimo, pero si la palabra «trabajo» le ha pasado alguna vez por la cabeza la ha descartado como si fuese una expresión, seguramente en desuso, en un idioma extranjero. En fin, que le sugerí a Sancia que si iba a seguir manteniendo relaciones sexuales sería bueno para su futuro en el instituto y en la vida que no tuviese más hijos, y al día siguiente su madre vino a verme y me dijo que le prohibiría a su hija que jugase al baloncesto si volvía a hablar de control de natalidad con el equipo, pero yo no puedo dejar que vayan dando bandazos sumidas en la ignorancia, ¿o tú crees que sí?
– Me encantaría que todas las chicas del instituto practicaran la abstinencia, créeme -dijo Mary Ann sin rodeos-, pero como eso es tan probable como que vuelva a haber dinosaurios, deberían disponer de información fiable sobre métodos anticonceptivos. Pero no puedes ir dando consejo sin que te lo pidan. El problema es que la madre de Sancia asiste a la iglesia pentecostal y allí creen que si usas anticonceptivos te vas de cabeza al infierno.
– Pero…
– No discutas sobre eso conmigo y, por lo que más quieras, no lo discutas con las chicas. En esas iglesias que se reúnen en establecimientos comerciales se toman su fe en serio. ¿No las has visto leyendo la Biblia antes del entrenamiento?
– Otro cambio respecto a mi juventud -dije en tono irónico-, la deserción en masa de los latinos de la misa. Había leído sobre eso, por supuesto, pero no lo había vivido hasta ahora. Y no parecen tener inconveniente en hacer prosélitos entre las demás chicas del equipo; he tenido que intervenir un par de veces.
Mary Ann sonrió mostrando su dentadura impecable.
– El de maestra es un trabajo muy duro hoy en día; has de ir con cuidado con lo que puedes decir y lo que no, lo que puede meteros a ti y al instituto en un pleito. Aun así, Rose Dorrado es una madre más práctica que la madre de Sancia. Desde que Julia tuvo el bebé, no le ha quitado los ojos de encima a Josie; comprueba con quién se ve después de clase y no la deja salir sola con ningún chico. Rose quiere que su hija vaya a la universidad. Los padres de April también están por la labor.
– ¡Vamos! -protesté-. Si Romeo Bron Czernin piensa en algo más que en su bragueta, es en sí mismo.
– Pues su madre, entonces -concedió Mary Ann-. Está empeñada en que su hija salga de South Chicago. Tolera el baloncesto por si puede ayudar a April a conseguir una beca, y te aseguro que sólo uno de cada doce padres de ese instituto hace lo que ella: bajarle los humos a su hija y obligarla a hacer los deberes cada día.
Tanta conversación acabó por agotar a mi Mary Ann. La ayudé a acostarse otra vez, saqué a Scurry a dar una vuelta a la manzana y luego regresé en mi coche al norte para ocuparme de mis perros. Mi vecino de abajo los había dejado salir pero fui con ellos hasta el lago para que pudieran correr. Después me llevé a Mitch y a Peppy a casa de Morrell, y allí los dejé cuando me levanté a las cinco de la mañana siguiente para regresar al South Side.
Pese a que la ciudad estaba aún envuelta en la oscuridad de la noche, la autovía ya iba cargada; aunque, ¿cuándo no? Camiones, gente nerviosa camino del primer turno, detectives buscando quién sabe qué, llenaban los diez carriles. No fue hasta salir en la Ochenta y siete y enfilar hacia el este que las calles se volvieron tranquilas.
Fly the Flag se encontraba junto al terraplén de la autopista en South Chicago Avenue. Supongo que hubo un tiempo en que la avenida estaba llena de prósperas fábricas y talleres en activo, pero no lo recordaba. A diferencia de la Skyway que pasaba por encima, donde el tráfico de personas que cubrían una considerable distancia entre su lugar de residencia y el de su trabajo era denso, la avenida estaba desierta. Había unos pocos coches estacionados, o mejor dicho, abandonados junto a las aceras; capós abiertos, ejes en ángulos imposibles. Dejé mi Mustang en una calle lateral para que no destacara demasiado entre tanta chatarra y anduve dos manzanas hasta Fly the Flag. Sólo me crucé con un autobús que traqueteaba lentamente hacia el norte como un oso avanzando contra el viento.
Salvo por una fundición cuyas vallas protegían una moderna planta en expansión, la mayor parte de los edificios parecían sostenerse de pie sólo gracias a una desafiante oposición a la gravedad. Vi ventanas sin vidrios o clausuradas con tablas; tiras de aluminio oscilando al viento. Que hubiese gente trabajando en aquellas construcciones a punto de desplomarse constituía una clara señal de la desesperada escasez de empleos que padecía el barrio.
Para mi sorpresa, Fly the Flag no compartía el deterioro general de la avenida. La historia de Rose Dorrado me había convencido a medias de que Frank Zamar estaba maquinando el final de su propia empresa, pero en tal caso me habría esperado que dejase que la planta se viniera abajo por sí misma: muchos incendios provocados son fruto de negligencias malintencionadas (sobrecarga eléctrica, no reparar cables pelados, permitir que la basura se acumule en rincones estratégicos) más que de una mano incendiaria. Al menos desde fuera, Fly the Flag parecía en buena forma.
Linterna en mano, recorrí el perímetro exterior. La explanada era pequeña, lo justo para que maniobrase un tráiler y poco más. Una rampa conducía al muelle de carga situado a nivel del sótano; había dos entradas en la planta baja.
Rodeé el edificio buscando agujeros en los cimientos y desperfectos en los cables eléctricos y en las tuberías de gas, además de huellas en el suelo húmedo, pero no descubrí nada fuera de lo común. Todas las entradas estaban cerradas; cuando probé con mis ganzúas no noté ninguna obstrucción.
Miré la hora: las seis y siete. Con la linterna apuntando a la cerradura, usé mi instrumental para abrir la puerta trasera. Desde la autopista podían verme, pero no creía que a alguien le importara tanto lo que ocurría en aquel submundo como para llamar a la poli.
La distribución interior de la fábrica era bastante sencilla: una planta enorme donde se erguían las gigantescas máquinas de cortar y planchar, largas mesas donde cosían los operarios, todo dominado por la bandera estadounidense más grande que había visto jamás. Cuando la alumbré con la linterna, las barras se vieron tan suaves y brillantes que tuve ganas de tocarlas. Encaramada a una mesa y extendiendo el brazo llegué justo a tocar la barra inferior. Tenía un tacto entre sedoso y aterciopelado, tan voluptuoso que tuve ganas de envolverme con ella. La esmerada costura entre las barras mostraba que los trabajadores creían en el eslogan que colgaba en lo alto: «Hacemos patria con orgullo».