Cuando cortó la comunicación, le brillaban los ojos.
– Hablando de South Chicago, ése era uno de mis contactos en el barrio. Hay una reunión a la que quiero acudir, así que os dejaré para que disfrutéis de una velada íntima. Pero antes, Vic… Quiero ir contigo a lo de mañana.
– Ya me lo figuro -dije sin convicción-, pero voy a marcharme a las seis y media. Me han dicho que tengo que llegar antes de las siete y cuarto y no quiero dejar pasar la oportunidad de hablar con Buffalo Bill.
– ¿Buffalo Bill? ¿Así es como le llaman? Ah, claro, porque es un bisonte. No hay problema. ¿A qué hora vas a levantarte, dices? ¿Tan pronto? Si no estoy levantada a las seis, despiértame, ¿vale?
– El despertador está al lado de la cama -dije sin poder ocultar mi enfado.
Sonrió de oreja a oreja.
– Si vuelvo muy tarde puede que no lo oiga.
Cinco minutos después se marchó. Morrell y yo fuimos a comer sarnosas y curry a un restaurante de Devon Avenue, pero me costó lo mío recuperar el buen humor.
Capítulo 10
¿Sindicatos? ¡Ni mentarlos!
– Padre que estás en los cielos, Tu poder nos intimida y sin embargo te dignas amarnos. Derramas Tu amor sobre nosotros y como prueba de ello nos enviaste a Tu amado Hijo como una valiosa ofrenda para que nos acercáramos a Ti.
La voz del pastor Andrés era grave y hosca; amplificada en exceso por el micrófono y con su leve acento hispano resultaba difícil de entender. Al principio me esforcé por seguirlo, pero al cabo de un rato dejé de prestarle atención.
Cuando Andrés apareció en la sala de reuniones con Billy el Niño me llevé tal sobresalto que me desperté en el acto: el pastor era el hombre con quien había chocado la mañana anterior en Fly the Flag, el mismo que me había preguntado si estaba borracha a las nueve de la mañana. Su iglesia, la Mount Ararat, era la de Rose Dorrado y sus hijos. Sabía que los ministros de esas iglesias fundamentalistas ejercían una tremenda autoridad sobre las vidas de sus feligreses, y cabía la posibilidad de que Rose le hubiese confiado a Andrés sus temores a propósito del sabotaje. Y que Andrés hubiera convencido al propietario de la planta de que le explicase por qué no quería que la policía investigara el caso.
Me resultó imposible abrirme paso entre el gentío que me rodeaba para hablar con él antes del oficio; lo intentaría antes de que se fuera, al terminar. Eso si alguna vez terminaba. Cada pocos minutos, lo que parecía el advenimiento del clímax me hacía recobrar la conciencia de golpe, pero la voz profunda del pastor, con su particular acento, constituía una nana perfecta que me adormilaba sin remedio.
– Con Tu Hijo, nos muestras el camino, la verdad y la luz; con Él guiando nuestros pasos venceremos todos los obstáculos de la vida para avanzar hacia ese lugar donde no habrá obstáculos ni aflicciones, donde Tú enjugarás todas nuestras lágrimas.
A mi alrededor otras cabezas asentían o miraban la hora en sus relojes de pulsera, tal como solíamos mirar a hurtadillas los exámenes de los compañeros de clase en el instituto, siempre convencidos de que nadie se daría cuenta de que no teníamos la vista puesta en nuestros respectivos pupitres.
En la primera fila, tía Jacqui tenía las manos piadosamente juntas, pero alcancé a ver que movía los pulgares. Llevaba un austero vestido negro que no acababa de casar con el ambiente evangélico de la reunión, a pesar del color: era una prenda ceñida que realzaba su esbelta cintura, y abotonada hasta la altura de los muslos, lo que permitía ver el calado de las medias que cubrían sus piernas.
A mi lado, Marcena parecía recogida en oración, pero en realidad estaba durmiendo; sin duda se trataba de una habilidad que había aprendido en su colegio de niñas bien, allá en Inglaterra.
Cuando a las seis y media salimos del piso de Morrell, Marcena tenía el rostro macilento, y al desplomarse en el asiento del acompañante, soltó un gemido.
– No puedo creerme que esté yendo a misa al alba tras dormir apenas tres horas. Esto es como regresar al Queen Margaret intentando que la directora no se enterara de que había vuelto al dormitorio a las tantas. Despiértame diez minutos antes de llegar a By-Smart para que mejore mi aspecto.
Yo sabía lo poco que había dormido porque estaba al corriente de la hora a que había regresado la noche anterior: las tres y cuarto. Y lo sabía porque Mitch se había puesto a ladrar. Peppy lo había secundado de inmediato, y Morrell y yo nos pusimos a discutir sobre quién tenía que levantarse y hacerlos callar.
– Son tus perros -dijo Morrell.
– Es tu amiga.
– Ya, pero ella no nos ha despertado con sus ladridos.
– Pero ha sido ella quien los ha provocado -rezongué, y aun así no pude evitar ir a calmarlos.
Marcena estaba en la cocina bebiéndose otra cerveza y dejando que Mitch jugara al tira y afloja con sus guantes. Peppy se mantenía alerta, bailando y gruñendo porque no participaba en el juego. Marcena se disculpó por despertarnos a todos.
– Deja de jugar con Mitch para que pueda ordenarles que se callen -espeté-. ¿Qué clase de reunión se ha prolongado hasta tan tarde?
Le quité los guantes a Mitch y obligué a ambos perros a tenderse y callar.
– Oh, estuvimos inspeccionando distintos lugares del barrio -contestó Marcena arqueando las cejas-. ¿A qué hora tenemos que salir? ¿Seguro que se tarda una hora? Si no me he levantado a las seis, llama a mi puerta, por favor.
– Lo haré si me acuerdo.
Regresé arrastrando los pies a la habitación donde Morrell volvía a dormir como un tronco. Me acurruqué pegada a él pero sólo gruñó y me abrazó sin despertarse.
De la insinuante sonrisa de Marcena deduje que «inspeccionando distintos lugares» significaba que había rondado por ahí en el vehículo de Romeo Czernin y que se había enrollado con él en el campo de golf o quizás en el estacionamiento del instituto. ¿A qué venía dárselas de lista por eso? ¿Era porque estaba casado o porque era un obrero? Era como si estuviera convencida de que yo era una mojigata a quien esa clase de burlas ofendía. Quizá fuese porque los chicos hablaban de su aventura o como se llamara.
– Déjalo correr -murmuré en la oscuridad-. Cálmate y déjalo correr.
Al cabo de un rato conseguí conciliar de nuevo el sueño.
Cuando a las cinco y media me levanté para sacar un rato a los perros, Morrell seguía durmiendo. Tras regresar de nuestra carrera hasta el lago, abrí la puerta del cuarto de invitados para que Mitch y Peppy despertasen a Marcena mientras yo me duchaba. Me puse el único conjunto formal que tenía en casa de Morrell. Era un estupendo traje de lana oscura, pero cuando Marcena apareció con una atrevida chaqueta a cuadros rojos sí que no pude evitar sentirme una mojigata a su lado.
No hay un trayecto fácil para ir desde casa de Morrell a orillas del lago hasta la vasta zona urbanizada, más allá de O'Hare, donde By-Smart tenía su oficina central. Con los ojos enrojecidos de fatiga, me abrí paso por calles secundarias que, aun a esas horas, estaban muy concurridas. Llevaba encendida la radio, que me mantenía despierta con Scarlatti y Copeland mezclados con cuñas publicitarias y alarmantes advertencias sobre los atascos de tráfico. Marcena durmió todo el tiempo, ajena a la radio, ajena a la mujer cuyo Explorer casi se estrella contra nosotras al salir de su garaje sin mirar, al hombre del Beeper que se saltó un semáforo en rojo en Golf Road para luego hacerme un gesto obsceno con el dedo por tocarle la bocina.
Incluso durmió, o fingió hábilmente dormir, cuando a las siete menos cuarto Rose Dorrado me llamó.
– ¡Rose! Le debo una disculpa. Lamento haber insinuado que usted tuviera algo que ver con los actos de sabotaje en la planta; estuvo muy mal de mi parte.
– No me importa, no se preocupe -dijo entre dientes, casi sin oírla debido al ruido del tráfico-. Me parece que me preocupo sin motivo por lo que está sucediendo. Unos pocos accidentes y ya me imagino lo peor.