– Cosa que seguramente hacen, de todos modos -apuntó el señor Roger-. Quizá deberíamos sacar a Billy del almacén y enviarlo a la sucursal de Westchester o a la de Northlake.
– No pienso irme de South Chicago -dijo Billy-. Os comportáis como si tuviera nueve años, no diecinueve, y ni siquiera sois lo bastante educados como para hablar con mi invitada u ofrecerle una silla o una taza de café. No sé qué diría la abuela al respecto, pero no es eso lo que me ha enseñado durante todos estos años. Lo único que os importa es el precio de las acciones, no las personas que hacen que nuestra empresa funcione. Cuando llegue el día del Juicio Final, a Dios no le importará el precio de las acciones, podéis estar seguros de ello. -Se abrió paso a empujones entre su abuelo y sus tíos y se detuvo un instante para estrecharme la mano y asegurarme que hablaría conmigo en persona-. Tengo mi propio fondo de inversiones, señora War… shas… ky, y me importa de veras lo que ocurra con ese programa.
– Tienes un fondo que no puedes tocar hasta que cumplas veintisiete, y si así es como vas a ir por la vida te lo congelaremos hasta los treinta y cinco -gritó su padre.
– Vale. ¿Crees que me importa? Puedo vivir de mi sueldo como hace todo el mundo en el South Side.
Billy salió hecho una furia del despacho.
– ¿Qué les dais de comer Annie Lisa y tú a vuestros hijos, William? -preguntó el tío Gary-. Candace es una yonqui, y Billy, un crío exaltado.
– Ya, bueno, al menos Annie Lisa ha criado una familia. No se pasa la vida delante del espejo probándose trapos de cinco mil dólares.
– Reservad la mala leche para la competencia, chicos -gruñó Buffalo Bill-. Billy es un idealista. Sólo tiene que canalizar esa energía en la dirección adecuada. Y no vuelvas a amenazarlo así a propósito de su fideicomiso, William. Mientras yo esté en este planeta, me encargaré de que el chico reciba su parte de la herencia. Cuando llegue el día del Juicio Final, seguramente Dios querrá saber cómo traté a mi nieto.
– Sí, diga lo que diga y haga lo que haga, estoy seguro de que tú lo rebajarás -dijo William fríamente-. Y usted, quienquiera que sea, creo que ya lleva suficiente rato merodeando por nuestras oficinas.
– Si es una de las personas que está influyendo sobre Billy, creo que será mejor averiguar quién es y qué le está diciendo -dijo el señor Roger.
– Mildred, ¿tenemos tiempo para eso?
La secretaria pulsó un par de teclas del ordenador.
– En realidad no lo tienen, señor Bysen, sobre todo si quiere atender las llamadas del consejo.
– Diez minutos, entonces, podemos tomarnos diez minutos. William llamará luego al consejo, no hace falta ser un genio para decirles que están dejando que un simple rumor los amilane.
Las mejillas del señor William se tiñeron de rojo.
– Si se trata de algo tan trivial, que se ocupe la propia Mildred de hacerlo. Ya tenía la agenda muy apretada antes de que Billy le prendiera fuego a la casa.
– Eh, no te lo tomes tan a pecho, William. Eres muy susceptible, siempre lo has sido. Veamos, ¿me repite su nombre, señorita?
Repetí mi nombre y repartí tarjetas de visita a todos los presentes.
– ¿Investigadora? ¿Investigadora? ¿Cómo es posible que Billy se relacione con una detective? Y no intente escurrir el bulto con mentiras sobre baloncesto femenino.
– No he dicho más que la verdad sobre el equipo de baloncesto -repliqué-. Conocí a su hijo el jueves pasado, cuando fui al almacén a hablar con Pat Grobian para pedirle que By-Smart apoyara a las chicas. Billy se entusiasmó, como ya saben, y me dijo que viniera aquí.
Buffalo Bill me miró fijamente y luego se volvió hacia el hombre a quien llamaba Linus.
– Que alguien se ocupe de esto, veamos quién es y qué está haciendo aquí. Y mientras realizas tus llamadas, los demás iremos a la sala de juntas y tendremos una breve charla. Mildred, páseme las llamadas de Birmingham, las contestaré desde allí.
Capítulo 12
Prácticas empresariales
En la sala de juntas el grupo se distribuyó prácticamente igual que lo había hecho para las oraciones, con Bysen en la cabecera de la mesa y Mildred a su derecha. Los hijos y Linus Rankin se sentaron a los lados. La ayudante de Mildred, la mujer nerviosa del rincón de la antecámara, entró con un pliego de mensajes telefónicos, que Mildred repartió entre los hombres.
Entregué a Mildred el informe que había redactado para mi reunión en el almacén; cuando le dije que sólo había llevado dos copias, envió a su ayudante a fotocopiarlo a toda prisa. La ayudante no tardó en regresar haciendo malabarismos con una pila de copias y una bandeja con café, latas de refrescos y agua.
Durante la espera todos los hombres estuvieron pendientes de sus móviles. Linus pidió a alguien que investigara acerca de mí, y William comenzó su ronda de llamadas, hablando con miembros del consejo de administración para asegurarles que By-Smart no estaba cediendo ante los sindicatos. Roger mantuvo una animada conversación sobre un problema en una tienda donde el personal de noche se había quedado encerrado: alguien había sufrido un ataque epiléptico, según me pareció entender de lo que escuché sin reservas, y se había mordido la lengua hasta partirla porque nadie había podido abrir la puerta al servicio médico de urgencia.
– ¿Encerrados? -solté cuando colgó, olvidando que estaba intentando ser de lo más almibarado ante la plana mayor de los Bysen.
– Eso no es de su incumbencia, jovencita -espetó Buffalo Bill-. Pero cuando una tienda está en un barrio peligroso, no pongo en peligro la vida de nuestros empleados dejándolos expuestos a que los atraquen todos los drogadictos que vagan por la calle. Gary, habla con el gerente: tiene que montar un sistema de seguridad adicional para dejar que la gente salga en caso de emergencia. Linus, ¿corremos algún riesgo legal con esto?
Me mordí la lengua para no agregar nada más mientras Rankin tomaba notas. Al parecer era el abogado de la empresa.
Roger, asqueado, dejó a un lado su teléfono móvil y se volvió hacia William.
– Ahora, gracias al idiota de tu hijo, tenemos a tres proveedores que piensan que pueden cancelar sus contratos porque nuestros costes laborales van a subir, ¿qué te parece?, y saben que comprenderemos que a no ser que cierren y se larguen a Birmania o a Nicaragua no pueden satisfacer nuestras exigencias de precio.
– Tonterías -terció el viejo-. No tiene nada que ver con Billy, quieren escabullirse con el lloriqueo habitual. Para algunas personas es como un juego, quieren ver si tenemos agallas. Sois un hatajo de inútiles. No sé qué será de esta empresa cuando yo ya no pueda estar todos los días al pie del cañón.
Mildred murmuró algo al oído de Bysen, que me miró y dijo:
– Muy bien, jovencita, vayamos al grano.
Crucé las manos encima de la mesa y lo miré a los ojos.
– Tal como he dicho, señor Bysen -comencé-, me crié en South Chicago y estudié en el Bertha Palmer. De allí fui a la Universidad de Chicago tras jugar en el campeonato de institutos; eso me valió una beca por méritos deportivos que hizo posible que siguiera mis estudios superiores. Cuando usted era alumno del Bertha Palmer, y cuando años después lo fui yo, el instituto ofrecía programas de…
– Todos conocemos la triste historia del deterioro del barrio -me interrumpió William-. Y sabemos también que usted ha venido aquí esperando que demos limosna a gente que no trabaja para ganarse la vida.
Noté que me sonrojaba y olvidé mi necesidad de comportarme lo mejor posible.
– No sé si en verdad piensa eso o si no para de repetirlo para no tener que reflexionar sobre lo que realmente significa mantener a una familia cobrando siete dólares a la hora. No estaría de más que todos los que están sentados a esta mesa intentaran hacer eso durante un mes antes de juzgar tan deprisa lo que ocurre en South Chicago.