Выбрать главу

– Muchas de las chicas de mi equipo pertenecen a familias en las que las madres trabajan sesenta horas semanales sin percibir horas extra. Quizás estén en su almacén o en su tienda de la Noventa y cinco, señor Bysen, o en McDonald's, pero le aseguro que trabajan de firme, más que yo, más que usted. No andan por las esquinas pidiendo limosna.

William intentó interrumpirme, pero lo fulminé con una mirada más fiera que la que jamás hubiese recibido de su padre.

– Déjeme terminar y luego escucharé sus objeciones. Esas mujeres desean que sus hijas dispongan de una oportunidad como Dios manda para labrarse un futuro mejor. Una buena educación es la mejor baza que esas chicas tendrán para conseguir esa clase de oportunidad, y el deporte es un factor clave para mantenerlas en la escuela; quizás incluso sirva para que algunas puedan acceder a la universidad. Para ustedes, financiar un programa que facilitara a mis dieciséis chicas un equipamiento decente, un entrenador competente y unas instalaciones donde no corran el riesgo de romperse una pierna cada vez que efectúan un lanzamiento rápido, sería una gran obra de beneficencia. Su coste sería una nimiedad hasta para su tienda de South Chicago; para el conjunto de la empresa, una nadería, pero en cambio les proporcionaría una publicidad magnífica.

– Acabo de oír al señor Roger convencer a un proveedor de que les suministre no sé qué a seis centavos menos de lo que pedía. El señor Gary Bysen está molesto porque una empleada se ha mordido la lengua tras pasarse toda una noche encerrada. Cuando estas cosas salen a la luz, hacen que ustedes parezcan el Scrooge de Norteamérica, pero si apoyaran un programa importante en el barrio del propio señor Bysen, en su propio instituto, podrían presentarse como héroes.

– Tiene usted mucho coraje, hay que reconocerlo -dijo William con su voz aflautada.

Bysen frunció el ceño.

– ¿Y usted cree que cincuenta y cinco mil dólares es «una nimiedad», señorita? Su negocio debe de ir viento en popa para que esa suma le resulte trivial.

Hice unos cálculos rápidos en la hoja de papel que tenía delante.

– Seguro que el señor Linus le dará las cifras exactas, así que no voy a entrar en detalles, pero si hubiese manera de cortar un dólar en cuarenta mil trozos, uno de esos cuarenta mil trozos sería el equivalente de lo que tendrían que invertir. Y eso sin contar las deducciones fiscales, ni intangibles como el beneficio publicitario.

Gary y William intentaron hablar a la vez; el teléfono móvil de Linus Rankin sonó al mismo tiempo y el propio Bysen se puso a rugir cuando Marcena abrió la puerta de la sala de juntas y entró la mar de contenta.

Me guiñó un ojo con la intención de que el gesto fuese tan sutil que nadie reparase en él, y se volvió hacia Bysen.

– He venido con la señora Warshawski; Marcena Love; su Pete Boyland me estaba hablando sobre el departamento de compras y me he retrasado. ¿Es usted el que está junto al Thunderbolt en la foto de ahí fuera? Mi padre fue piloto de Hurricanes en Wattisham.

Buffalo Bill resopló.

– ¿Wattisham? Pasé dieciocho meses allí. El Hurricane era un buen aparato; nunca se le otorgó el respeto que merecía. ¿Cómo se llamaba su padre?

– Julián Love. Escuadrón Tigre Setenta.

– Mmm… Usted y yo vamos a tener que hablar, señorita. ¿Trabaja con esta muchacha del baloncesto?

– No, señor. He venido de visita desde Londres. He recorrido South Chicago, de hecho con uno de sus conductores, perdón, quería decir camioneros. Lo siento, no acabo de pillar del todo la jerga norteamericana.

El acento de Marcena se iba haciendo más marcado a medida que hablaba. Bysen se estaba bañando en él pero sus hijos no mostraban tanto entusiasmo.

– ¿Quién le deja subir a la cabina de uno de nuestros camiones? -inquirió William-. Eso contraviene la ley además de la política de la empresa.

Marcena levantó la mano como dando el alto.

– Lo siento. ¿Usted está a cargo de los camiones? No sabía que estaba quebrantando la ley.

– Aun así quiero su nombre -dijo William.

Marcena adoptó una expresión compungida.

– He metido la pata, ¿verdad? No quiero causarle problemas a nadie, así que dejémoslo en que no volveré a hacerlo. Señor Bysen, ¿hay alguna posibilidad de que pueda reunirme con usted antes de regresar a Inglaterra? Crecí escuchando las batallas aéreas de mi padre; me encantaría oír su versión de esos años; mi padre estaría contentísimo de que hubiese conocido a uno de sus viejos camaradas.

Bysen se pavoneó y resopló un poco y le pidió a Mildred que le buscara un hueco durante la semana siguiente antes de volverse para fulminarme con la mirada.

– Y en cuanto a usted, jovencita, ya recibirá noticias nuestras.

Linus había estado hablando por su teléfono móvil durante la actuación de Marcena; se levantó para pasarle una hoja de papel a Bysen. El viejo le echó un vistazo y puso cara de pocos amigos.

– Veo que ha arruinado un buen puñado de negocios importantes, jovencita, y que se ha inmiscuido en asuntos que no eran de su incumbencia. ¿Siempre se mete donde no la llaman?

– El joven Billy quiere que me inmiscuya en el baloncesto de las chicas, señor Bysen, y con eso me basta. Me consta que estará ansioso por saber cómo ha ido nuestra conversación.

Bysen me sostuvo la mirada, como si sopesara los deseos de Billy contra mi entrometimiento.

– Aquí ya hemos terminado, jovencita. William, Roger, aseguraos de que se marcha.

William dijo a su hermano que se encargaría de mí. Cuando salimos de la sala de juntas, su mano apoyada en mi nuca, me dijo:

– Mi hijo es, en esencia, un buen chico.

– Le creo. Lo vi en el almacén y me impresionó el modo en que le respondían los empleados.

– El problema es que es demasiado confiado; la gente se aprovecha de él. Por añadidura, mi padre siempre ha sido tan indulgente con él que todavía no se hace cargo de cómo funciona en realidad el mundo.

No acababa de ver adonde estaba yendo aquello, de modo que dije cautamente:

– Es un problema frecuente en los hombres hechos a sí mismos como su padre: son demasiado estrictos con sus hijos pero la tercera generación no se ve sujeta a las mismas restricciones.

Se mostró sorprendido, como si hubiese revelado una inasible verdad sobre su vida.

– Así pues, ha reparado en el modo en que lo trata el viejo. Ha sido la misma historia desde que Billy nació: cada vez que intento, no ya establecer los mismos límites que papá fijó para nosotros, sino tan sólo orientarlo un poco, papá mete baza a la baja y luego me culpa por…, bueno, eso no viene al caso. Soy el director financiero de la empresa.

– Y salta a la vista que se le da muy bien, dadas las cifras que manejan.

Estábamos siendo tan acaramelados que me sentí como si nos estuviéramos bañando en melaza.

– Si dispusiese de verdadera autoridad, superaríamos a Wal-Mart, sé que podríamos, pero mis decisiones en la empresa son como las que tomo como padre; de todos modos, quiero saber cuándo tiene previsto ver a Billy y qué piensa decirle.

– Voy a transmitirle exactamente lo que se ha dicho en la reunión y a pedirle que me lo interprete: ustedes son perfectos desconocidos para mí, de manera que no siempre entiendo qué quieren decir con lo que dicen.

– Ése es el quid -apuntó William-. Todos decimos cosas, pero trabajamos juntos como una familia. Mis hermanos y yo, me refiero: crecimos peleando, el viejo pensó que eso nos haría fuertes, pero dirigimos esta empresa como una familia. Y como familia nos presentamos ante la competencia.

De modo que no debía hacerme eco de las desavenencias entre los hermanos ante un público más amplio. Ya había destruido algunos negocios importantes con mi entrometimiento; debía tener claro que By-Smart no me iba a dar cuartel si intentaba hacer algo contra ellos.