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No estaba seguro de querer ir tan lejos. Colgué y fui a la cocina para conectar la cafetera exprés. El móvil comenzó a sonar mientras cruzaba el pasillo: mi servicio de mensajes, con el número de fax de Bysen. Me detuve en el pequeño dormitorio que hacía las veces de despacho de Morrell y envié un contrato. Esta vez desconecté mi teléfono antes de volver a la cama.

– ¿Quién era tan temprano? Has tardado un montón, ¿debería preocuparme? -inquirió Morrell, arrimándose a mí.

– Pues sí. Ya he conocido a su padre y a su hijo; en cambio, nunca he visto a tu familia pese a que ya hace tres años que estamos juntos.

Me mordió el lóbulo de la oreja.

– Ah, sí, mi hijo, ese asuntillo que tenía intención de contarte… En fin, al menos conoces a mis amigos. ¿Has conocido a los amigos de ese tío?

– Me parece que no tiene ninguno, al menos no tan enrollado como Marcena.

Cuando finalmente llegué a mi oficina, poco antes de las diez, encontré un fax de William esperándome: había firmado el contrato, aunque no sin antes tachar varias condiciones, incluido el mínimo de cuatro horas, y el apartado sobre gastos.

Silbando por lo bajo, le envié un correo electrónico lamentando no poder encargarme del caso, aunque estaría encantada de hablar con ellos en el futuro si necesitaban un detective privado. No es que nunca negocie mis honorarios, pero jamás con una empresa cuyas ventas anuales superan los doscientos mil millones de dólares.

Aprovechando que estaba conectada a Internet, comprobé cómo iban las acciones de By-Smart. Habían caído diez puntos al final de la jornada anterior y aquella mañana ya habían bajado otro. La pregunta sobre si By-Smart iba a abrir sus puertas a los sindicatos se había convertido en el gran titular de última hora de la CNN en primera página. No era de extrañar que estuvieran haciendo rechinar los dientes a propósito de Billy en Rolling Meadows.

Hacia las once, Mamá Oso resolvió que podía satisfacer mis condiciones. Entonces quiso que dejara lo que estuviera haciendo y saliera pitando hacia Rolling Meadows. By-Smart estaba tan acostumbrada al desfile de vendedores que lo ofrecían todo, incluso sus primogénitos, con tal de tener ocasión de hacer negocios con el mismo Belcebú, que el joven señor William realmente era incapaz de asimilar que alguien no quisiera pasar por el aro. Al final, después de una absurda pérdida de tiempo discutiendo, tras haber colgado una vez y amenazado con hacerlo otras dos, contestó a mis preguntas.

No habían visto a Billy desde que abandonara la reunión el día anterior. Según Grobian, Billy fue al almacén, trabajó ocho horas y luego se marchó. Normalmente regresaba a la residencia Bysen de Barrington Hills hacia las siete como muy tarde, pero la noche anterior no apareció, no contestaba a su teléfono móvil, no llamó a su madre. Al levantarse aquella mañana a las seis descubrieron que no había regresado. Fue entonces cuando Mamá Oso me llamó por primera vez. Menos mal que había dejado mi móvil en la sala de estar.

– Tiene diecinueve años, señor Bysen. Casi todos los chavales de su edad asisten a la universidad, si no están trabajando, y aunque vivan en casa de sus padres tienen su propia vida, sus propios amigos. Sus propias novias.

– Billy no es de esa clase de chicos -dijo su padre-. Va al templo, su madre le regaló su propia Biblia y su anillo para sellar sus votos. Nunca saldría con una chica si no tuviera intención de casarse con ella.

Me abstuve de decir que los adolescentes que juran castidad presentan el mismo índice de enfermedades venéreas que los que no lo hacen. En lugar de eso pregunté si Billy había pasado alguna noche fuera de casa en el pasado.

– Por supuesto, cuando ha ido de acampada o a visitar a su tía a California o…

– No, señor Bysen, quiero decir de esta manera, sin avisar a usted o a su madre.

– Por supuesto que no. Billy es muy responsable. Pero nos preocupa la posibilidad de que ese predicador mexicano que ayer estuvo aquí le haya sorbido el seso, y puesto que usted pasa mucho tiempo en South Chicago hemos decidido que sería la persona más indicada para efectuar indagaciones para nosotros.

– ¿Nosotros? -repetí-. ¿Se refiere a usted y su esposa? ¿A usted y sus hermanos? ¿A usted y su padre?

– Hace demasiadas preguntas. Quiero que se ponga a trabajar y lo encuentre cuanto antes.

– Tendré que hablar con su esposa -dije-, así que necesito el número de teléfono de casa, de su despacho, del móvil, me da igual.

Esta petición suscitó comentarios de indignación; estaba trabajando para él, su esposa ya estaba bastante preocupada sin que yo la atosigara.

– Usted no me necesita a mí, lo que necesita es un poli sumiso -espeté-. Seguro que tiene cincuenta o sesenta de ellos esparcidos por la ciudad y los suburbios. Romperé el contrato y se lo haré llegar por mensajero.

Me dio el teléfono de su casa y me dijo que lo llamara a las doce para informarle de las novedades.

– Tengo otros clientes, señor Bysen, que han esperado mucho más tiempo que usted a que los atienda. Si cree que la vida de su hijo corre peligro inminente, lo que necesita es al FBI o a la policía. De lo contrario, le informaré en cuanto sepa algo.

De verdad que detesto trabajar para los poderosos: piensan que son los amos del mundo entero, como solíamos decir en South Chicago, y que eso los convierte en tus amos.

Mientras hablaba con Bysen por teléfono, Morrell me había preparado un capuchino y una pita con us y aceitunas. Me senté a su escritorio y fui comiendo mientras hablaba con la esposa de Bysen. Con una vocecilla casi de niña, Annie Lisa Bysen no me contó nada: sí, claro, Billy tenía amigos, todos del mismo grupo de la iglesia, a veces iban juntos de acampada, pero nunca sin decírselo antes a ella. No, no tenía novia; repitió lo de su afiliación a El Amor Verdadero Espera y lo orgullosos que estaban de Billy después de lo que habían pasado con su hija. No, no sabía por qué no había vuelto a casa, no había hablado con ella, pero su marido creía que estaba con ese predicador de South Chicago. Habían pedido a su propio pastor, Larchmont, que llamara a la iglesia de South Chicago, pero Larchmont aún no había conseguido comunicarse con nadie de allí.

– Seguramente fue una equivocación ese programa de intercambio con las iglesias de las zonas urbanas deprimidas; hay muchos chicos malos que pueden ejercer una mala influencia sobre Billy. Es muy impresionable, muy idealista, pero Papá Bysen quería que Billy fuese a trabajar al almacén. Allí fue donde inició su negocio, y todos los hombres de la familia tienen que pasar por allí. Intenté decirle a William que debíamos dejar que Billy fuese a la universidad, tal como deseaba, pero sería más fácil hablar con las Cataratas del Niágara que lograr que Papá Bysen cambie de parecer, de modo que William ni siquiera lo intentó y envió a Billy allí abajo, y desde entonces todo es el pastor Andrés esto, el pastor Andrés lo otro, como si Billy estuviese citando la mismísima Biblia.

– ¿Y qué hay de su hija, la hermana de Billy? ¿Es posible que ella sepa dónde está?

Una prolongada pausa al otro extremo de la línea.

– Candace… Candace está en Corea. Aunque no fuese tan complicado ponerse en contacto con ella, Billy no lo haría; sabe lo mucho que a William… Lo mucho que a nosotros nos disgustaría.

Deseé disponer de tiempo para coger el coche y plantarme en el coto de los Bysen. Hay tantas cosas que te dice el lenguaje corporal y que te pierdes hablando por teléfono… ¿Realmente creía que su hijo evitaría a su hermana porque lo dijeran sus padres, sobre todo si estaba huyendo de casa? ¿Hacía Annie Lisa todo lo que Papá Bysen decía? ¿O acaso oponía alguna clase de resistencia pasiva?

Intenté conseguir la dirección de correo electrónico de Candace, o un número de teléfono, pero Annie Lisa se negó incluso a darse por enterada de mi petición.