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– ¿Qué le ha dicho su cuñada, Jacqui Bysen? ¿Billy habló con ella ayer en el almacén?

– ¿Jacqui? -Annie Lisa repitió el nombre como si le hubiese hablado en chino-. Vaya, no se me había ocurrido preguntarle.

– Ya lo haré yo, señora Bysen.

Anoté los nombres de los dos jóvenes con quienes pensaba que su hijo tenía más amistad, aunque mi impresión era que los Bysen estaban en lo cierto: Papá y Mamá Oso habían insultado a un hombre a quien Billy admiraba, y el Bebé Oso seguramente había corrido a refugiarse a su lado. Si me equivocaba, supuse que tendría que empezar la nada envidiable tarea de tratar de dar con Candace Bysen. También comprobaría los hospitales de la zona porque nunca se sabe, hasta los hijos de los hombres más ricos de Norteamérica sufren accidentes. Anoté todo eso en una serie de fichas ya que había aprendido a bofetadas que no puedo seguir el hilo de tantos detalles valiéndome sólo de la cabeza.

Tenía cosas que hacer en el Loop, en el centro de Chicago, para un par de clientes importantes, pero terminé antes de la una y me fui pronto al South Side. Primero pasé por el almacén para hablar con Patrick Grobian. El y tía Jacqui estaban enfrascados en una conversación sobre ropa de cama; ninguno de los dos había visto a Billy en todo el día.

– Si no fuese un Bysen, lo pondría de patitas en la calle, se lo aseguro -espetó Grobian-. Nadie que quiera trabajar en By-Smart va y viene a su antojo.

Tía Jacqui adoptó la misma expresión maliciosa que le había visto el día anterior durante el revuelo que se había armado en la sesión de plegarias.

– Billy es un santo. Seguro que lo encuentra comiendo chapulines entre las cajas del sótano; siempre nos sermonea a Pat y a mí sobre las condiciones de trabajo que hay aquí.

– ¿Por qué? -pregunté, intentando parecer la persona más ingenua del mundo-. ¿Hay algún problema con las condiciones de trabajo?

– Esto es un almacén -dijo Grobian-, no un convento. Billy no capta la diferencia. Nuestras condiciones de trabajo cumplen todos los requisitos que ha fijado el departamento de seguridad y salud de la Administración.

Lo dejé correr.

– ¿Creen que acudiría a su hermana?

– ¿A Candace? -Jacqui enarcó las perfectamente depiladas cejas-. Nadie acudiría a Candace para nada excepto para un revolcón o cinco pavos de maría.

Me marché mientras ella y Grobian reían con complicidad de semejante agudeza. Tenía que llegar al instituto para el entrenamiento antes de las tres, la hora en que terminaba el turno de Rose. No podía dejar que las chicas me esperaran, y eso significaba que si quería hablar con Rose tendría que ir otra vez a la fábrica.

Capítulo 14

La mercenaria jubilada

A media tarde, la explanada de acceso se veía diferente que a las seis de la mañana. Había media docena de coches aparcados sobre los hierbajos, una furgoneta estacionada en la entrada de vehículos obstruía parcialmente el paso y varios hombres trajinaban cargando telas mientras se gritaban unos a otros en español. Conduje el Mustang hasta los hierbajos y lo aparqué junto a un Saturn último modelo.

Las puertas principales de la fábrica estaban abiertas, pero me dirigí al muelle de carga, donde había una furgoneta aparcada con el motor en marcha. Pasé junto a ella y subí al muelle esperando eludir tanto a Zamar como al encargado. Esbocé una sonrisa y saludé a los hombres que habían interrumpido la faena para mirarme. Habían llevado un toro elevador hasta la trasera de la furgoneta y estaban cargando unas cajas que taparon a toda prisa con una lona al advertir que los observaba. Apreté los labios preguntándome qué intentarían esconder. Quizá se tratase de alguna clase de contrabando, quizá guardara relación con las intentonas de sabotaje. En cualquier caso, me miraban con tal hostilidad que proseguí hacia el cuerpo principal de la fábrica.

A un lado de la planta de expedición un grupo de mujeres doblaba pancartas que procedía a guardar en cajones de embalaje. La suerte quiso que Larry Bailaría, el encargado, estuviese justo delante de mí gritando órdenes al personal. Pasé de largo sin detenerme, directa a la escalera de hierro. Me echó un vistazo, pero no dio muestras de reconocerme, y subí a toda prisa a la planta de producción.

Rose se hallaba en su puesto, trabajando en una bandera estadounidense tan grande como la que pendía del techo del taller. El suave tejido caía de su máquina a una caja de madera: la bandera de Estados Unidos no debía tocar el suelo. Me acuclillé a su lado para que pudiera verme la cara.

Ahogó un grito y se puso pálida.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Estoy preocupada, Rose. Preocupada por usted y por Josie. Me ha contado que usted ha tenido que coger un segundo empleo y que la ha dejado a cargo de los chicos y el bebé.

– Alguien tiene que ayudarme. ¿Cree que Julia puede hacerlo? No lo hará.

– Usted me dijo que quería que Josie fuese a la universidad. Es demasiada responsabilidad para ella, con sólo quince años, y, además, así le será muy difícil seguir estudiando.

Apretó los labios, enojada.

– Usted piensa que hace bien, pero no tiene ni idea de cómo es la vida aquí. Y no me suelte el cuento de que se crió aquí porque de todos modos sigue sin enterarse de nada.

– Puede que no, Rose, pero si que sé algo sobre lo que cuesta salir de aquí para ir a la universidad. Si no puede estar con Josie y hacer que haga los deberes, ¿qué va a ser de ella? Si acaba frustrada por el exceso de responsabilidad, podría empezar a vagar por las calles, podría volver a casa con otro crío que usted tendría que cuidar. ¿Qué trabajo es más importante que ése?

La ira y la congoja se alternaban en su semblante.

– ¿Cree que no lo sé? ¿Cree que no tengo corazón de madre? He de coger ese otro empleo. Tengo que hacerlo. Y como el señor Zamar la vea aquí, me despedirá y me quedaré sin nada para mis hijos, así que lárguese antes de arruinarme la vida.

– Rose, ¿qué ha cambiado de la noche a la mañana? El lunes quería que descubriera a los saboteadores; hoy tiene miedo de mí.

Contrajo el rostro, atormentada, sin dejar de meter la tela en la máquina.

– ¡Váyase ahora mismo o me pondré a pedir socorro a gritos!

No tuve más remedio que marcharme. Volví al coche y me quedé un rato sentada sin moverme. ¿Qué había cambiado en tres días? Una ofensa por mi parte no le habría hecho saltar de ese modo. Tenía que haber algo más, alguna amenaza que Zamar o el encargado hubiesen empleado contra ella.

¿Qué le estaban obligando a hacer? Era incapaz de imaginarlo, o imaginaba cosas morbosas pero poco probables, como redes de prostitución, esa clase de mal rollo. En cualquier caso, ¿por dónde tenían cogida a Rose Dorrado? Por su necesidad de seguir trabajando, seguramente. Quizás hubiese alguna conexión con las cajas que estaban cargando en la furgoneta, pero la furgoneta se había marchado mientras yo estaba en la planta y no tenía ni idea de cómo seguir su rastro.

Finalmente, puse el coche en marcha y recorrí lentamente la avenida hasta la iglesia de Mount Ararat, en la Noventa y nueve con Houston, sólo una manzana al sur de la casa donde me crié. Me dirigí a la iglesia por la Noventa y uno; no quería volver a ver el árbol destrozado del jardín delantero de mi madre.

En un vecindario donde veinte personas con Biblias y una tienda vacía constituyen una iglesia, no sabía muy bien qué iba a encontrarme, pero el Mount Ararat era lo bastante importante como para tener un edificio de verdad, con un campanario y unas cuantas vidrieras emplomadas. El templo estaba cerrado, pero un cartel en la puerta anunciaba los horarios (miércoles, ensayo del coro; jueves, estudio de la Biblia; viernes, reunión de AA; domingo, catecismo y oficio religioso) junto con los números de teléfono del reverendo Robert Andrés.

El primer número resultó ser el de su casa, donde atendió un contestador automático. El segundo número, para mi sorpresa, me conectó con una empresa constructora. Pregunté por Andrés, un tanto insegura, y me dijeron que estaba fuera, trabajando.