– ¿Se trata de un funeral o algo así?
– Una obra. Trabaja para nosotros tres días a la semana. Si necesita ponerse en contacto con él, puedo darle su número al encargado.
La mujer no quiso indicarme dónde estaba la obra, de modo que le di mi número de móvil. Pocos minutos después, Andrés me llamó. Los ruidos de la obra en su lado de la línea dificultaron nuestra conversación; le costó entender quién era yo y qué quería, pero «Billy el Niño», «Josie Dorrado» y «baloncesto femenino» parecieron llegar a su oído, y me dio la dirección de donde estaba trabajando, en la Ochenta y nueve con Buffalo.
Cuatro casas unifamiliares se alzaban en medio de una larga manzana vacía. Las pequeñas casas que emergían de entre los escombros del barrio presentaban un gallardo optimismo y salpicaban de esperanza el agrisado porvenir de la zona.
Una de las casas parecía casi terminada: un pintor retocaba las molduras y había dos tipos encima del tejado. Saqué un casco del maletero -siempre tengo uno a mano porque visito infinidad de recintos industriales- y me dirigí hacia el pintor de molduras. No apartó la vista de su trabajo hasta que le llamé; al preguntarle por Andrés, señaló con la brocha hacia el edificio contiguo y reanudó su tarea sin decir esta boca es mía.
No había nadie fuera de la segunda casa, pero dentro se oían una sierra eléctrica y voces que gritaban. Me abrí paso entre cañerías oxidadas y trozos de hormigón, restos de lo que hubiese habido antes allí, y me encaramé hasta el hueco donde se colocaría la puerta principal.
Una escalera arrancaba delante de mí; los peldaños parecían recién serrados; los clavos, nuevos y brillantes. Oía martillear con desgana en la siguiente habitación pero opté por seguir el sonido de los gritos que llegaban por la escalera. Me vi rodeada de vigas y viguetas, el esqueleto de la casa. Delante de mí, tres hombres se disponían a colocar en su sitio un tabique de mampostería sin mortero. Se agacharon y corearon en español al unísono la cuenta atrás. Al llegar a «cero» levantaron el tabique para moverlo hacia su emplazamiento. Era un trabajo pesado; reparé en el temblor de sus trapecios pese a tratarse de obreros musculosos. En cuanto el tabique estuvo en pie, otros dos hombres saltaron a los extremos y comenzaron a encajarlo a martillazos. Sólo entonces me aproximé para preguntar por el pastor Andrés.
– Roberto -bramó un obrero-, aquí la señora pregunta por ti.
Andrés atravesó lo que en su debido tiempo sería otro tabique. No lo habría conocido con el casco y el mandil, pero al parecer él me reconoció de nuestro encuentro del martes en el patio de Fly the Flag: en cuanto me vio, giró en redondo y se fue a la otra habitación. Al principio pensé que huía de mí, pero resultó que sólo estaba avisando al capataz que se tomaba una pausa ya que regresó un momento después sin mandil y me indicó por señas que bajásemos la escalera.
Buffalo Avenue estaba relativamente tranquila a media tarde. Una mujer con dos críos venía hacia nosotros empujando un carrito lleno de ropa para lavar, y en la otra esquina, dos hombres discutían acaloradamente. Su equilibrio era tan precario que dudé de que fueran capaces de darse un puñetazo si llegaban a las manos. En South Chicago los ánimos no se caldean de veras hasta que se pone el sol.
– Usted es la detective, me parece, pero no recuerdo cómo se llama.
Cara a cara, Andrés hablaba sin levantar la voz y su acento apenas se notaba.
– V. I. Warshawski. ¿Se dedica a dar consejo espiritual en las obras del barrio, pastor?
Se encogió de hombros.
– Una iglesia pequeña como la mía no puede pagarme un sueldo completo, así que hago trabajos de lampistería para llegar a fin de mes. Jesús era carpintero; estoy contento de seguir sus pasos.
– Estuve en By-Smart ayer por la mañana y asistí al oficio. Su sermón desde luego electrizó a la congregación. ¿Se había propuesto soltar un discurso sobre sindicatos al abuelo de Billy?
Andrés sonrió.
– Si me pusiera a predicar sobre sindicatos, cuando me diese cuenta habría alentado a los piquetes a presentarse en lugares de trabajo como ése. Pero sé que eso es lo que cree el viejo Bysen, y también que el pobre Billy, que sólo quiere hacer el bien, discutió con su familia por culpa de lo que dije. Intenté llamar al abuelo, pero no quiso hablar conmigo.
– ¿Sobre qué predica usted, entonces? -pregunté.
– Sólo sobre lo que dije: que es preciso tratar con respeto a todo el mundo. Pensé que sería un mensaje simple y seguro para esos hombres, pero está claro que me equivoqué. Este barrio sufre mucho, hermana Warshawski. Necesitamos que el Espíritu se derrame sobre nosotros y cubra nuestros huesos con carne y les insufle alma, pero los hijos del hombre deben poner algo de su parte.
Lo dijo en tono coloquial; no estaba rezando ni sermoneándome, sino que decía las cosas tal como las veía.
– De acuerdo. ¿Qué cosas en concreto deberían hacer los hijos e hijas del hombre y la mujer?
Permaneció unos instantes con expresión pensativa.
– Ofrecer empleos a quienes necesitan trabajar -dijo al cabo-. Tratar a los trabajadores con respeto. Pagarles un salario digno. En realidad, es muy sencillo. ¿Por eso ha venido a verme hoy, porque el padre y el abuelo de Billy están buscando tres pies al gato? No he estudiado tanto como para hablar en clave ni con acertijos.
– Ayer por la mañana Billy se sintió muy ofendido por el modo en que su padre y su abuelo le trataron a usted. Decidió no regresar a su casa por la noche. Su padre quiere saber si le ha dado usted cobijo.
– ¿Así que ahora trabaja para la familia Bysen?
Iba a responder que no, y entonces me di cuenta de que sí, estaba trabajando para la familia Bysen. ¿Por qué debía sentirme avergonzada? Si las cosas seguían tal como iban, en cuestión de una década el país entero acabaría trabajando para By-Smart.
– Dije al padre de Billy que trataría de localizarle, en efecto.
Andrés sacudió la cabeza.
– Me parece que si en este momento Billy no quiere hablar con su padre, está en su derecho. Está intentando crecer, verse a sí mismo como un hombre, no como un niño. No causará ningún mal a sus padres que pase unas cuantas noches fuera de casa.
– ¿Está parando en la suya?
Como Andrés se volvió con intención de regresar al trabajo, me apresuré a añadir:
– No se lo diré a la familia si Billy realmente no quiere que se sepa, pero me gustaría oírselo decir en persona. Por otra parte, ellos piensan que ha acudido a usted. Tanto si les digo que no logro encontrarlo como que está a salvo pero que quiere que lo dejen en paz, tienen recursos para complicarle la existencia.
Me miró por encima del hombro y dijo:
– Jesús no tuvo en cuenta las complicaciones cuando decidió seguir su camino hacia la cruz, y hace mucho tiempo prometí que seguiría sus pasos.
– Eso es admirable, pero si envían a la policía de Chicago, al FBI o a un empresa privada de seguridad a derribar su puerta, ¿será lo mejor para Billy o para los fieles de su iglesia, que cuentan con usted?
Eso hizo que se volviera hacia mí con un amago de sonrisa.
– Hermana Warshawski, se le da muy bien el debate, he de reconocerlo. Puede que sepa dónde está Billy y puede que no; lo que si sé es que no puedo decírselo a alguien que trabaja para su padre porque me debo a Billy. Pero a partir de las cinco, si el FBI derriba mi puerta sólo encontrará a mi gato, Lázaro.
– He de hacer un montón de cosas entre ahora mismo y las cinco; no tendré tiempo de llamar a la familia antes de esa hora.
Inclinó la cabeza con un saludo diplomático y echó a caminar hacia la casa. Lo seguí.
– Antes de volver a entrar ahí, ¿podría contarme algo acerca de Fly the Flag? ¿Le explicó Frank Zamar por qué no quiere llamar a la policía para que investigue los sabotajes en su fábrica?