Andrés negó con la cabeza.
– Sería conveniente que se dedicara a entrenar a las chicas del equipo de baloncesto en lugar de entrometerse en esos asuntos.
Fue una bofetada bastante dolorosa.
– Esos asuntos están relacionados directamente con las chicas y su baloncesto, reverendo. Rose Dorrado es miembro de su congregación, así que seguro que conoce su preocupación por quedarse sin empleo. Su hija Josie juega en mi equipo; me llevó a casa de su madre y ésta me pidió que investigara el sabotaje. Como ve, es una historia muy simple.
– South Chicago está lleno de historias simples, y todas empiezan con la pobreza y terminan con la muerte.
Esta vez sí me sonó petulante, no poético o natural; pasé por alto el comentario.
– Y ahora hay algo aún más raro -dije-. Rose ha cogido un segundo empleo, cosa que le impide estar con sus hijos por la tarde. No se trata sólo de que sus hijos la necesitan, sino de que me da la impresión de que la han coaccionado para que coja ese empleo, sea el que sea. Usted es su pastor; ¿no podría averiguar cuál es el problema?
– No puedo obligar a nadie a que me haga confidencias contra su voluntad. Y tiene dos hijas lo bastante mayores para ocuparse de la casa. Ya sé que en el mundo ideal donde usted vive las chicas de quince y dieciséis años deberían contar con la supervisión de sus madres, pero aquí esas chicas se consideran adultas.
Estaba comenzando a hartarme de la gente que se comportaba como si South Chicago fuese un planeta distinto, imposible de comprender para el resto de los mortales.
– Las chicas de quince años no deberían ser madres, vivan en South Chicago o en Barrington Hills. ¿Sabe que a una adolescente que tiene un bebé su capacidad de ganarse la vida se reduce a la mitad? Julia ya tiene un bebé. No creo que ayude mucho a Rose, ni tampoco a Josie, que ésta empiece a vagar por las calles y quede embarazada.
– Es necesario que esas chicas confíen en Jesús y que se mantengan puras hasta el matrimonio.
– Sería estupendo que lo hicieran, pero no lo hacen. Y puesto que usted lo sabe tan bien como yo, sería realmente encomiable que dejara de decirles que no usen anticonceptivos.
Apretó los labios.
– Los hijos son un regalo del Señor -dijo-. Usted cree que hace bien, pero sus ideas vienen de una mala corriente de pensamiento. Es mujer y no está casada, así que no sabe nada sobre estas cuestiones. Concéntrese en enseñar a esas chicas a jugar al baloncesto y no lastime sus almas inmortales. Creo que es mejor…
Se interrumpió para mirar por encima de mi hombro a alguien que estaba detrás de mí. Al volverme vi a un muchacho que caminaba sin prisa hacia nosotros por la calle Noventa y uno. No reconocí su rostro huraño de niño bonito pero había algo en él que me resultó vagamente familiar. Andrés sí que lo conocía, y le gritó algo en español, tan deprisa que no logré comprenderlo, aunque oí que le preguntaba «por qué» y le decía que se marchara. El muchacho miró con resentimiento a Andrés, pero finalmente se encogió de hombros, dio media vuelta y se fue.
– Chavo banda -masculló Andrés en español.
Eso lo entendí de mi época de abogada de oficio, cuando tuve que defender a jóvenes mexicanos rebeldes.
– ¿Ese punki? Lo he visto por ahí, pero no recuerdo dónde. ¿Cómo se llama?
– Su nombre es lo de menos, ya que no es más que eso: un punki de esos que roban en las obras o hacen trabajillos para matones mas importantes. No quiero verle por esta obra, a la que por cierto tengo que volver.
– Dígale a Billy que me llame -grité a sus espaldas-, y que lo haga antes de que termine el día, para que pueda transmitirles el mensaje a sus padres.
Aunque a decir verdad, con el mal humor que me había puesto, me habría encantado ver a la poli derribar la puñetera puerta de Andrés.
Me hizo una seña con la mano que no supe interpretar (¿acuerdo, rechazo?), porque siguió hacia la obra dándome calabazas. Sabía muchas cosas el pastor Andrés, eso por descontado; cosas sobre Billy, sobre los «chavos banda» del barrio, sobre Fly the Flag y, ante todo, sobre el bien y el maclass="underline" era mejor por mi bien que me ocupara de mis asuntos, había dicho, que no me entrometiera en nada más, lo cual significaba que sabía por qué Frank Zamar no quería que la policía investigara los sabotajes en su fábrica.
Regresé a mi coche. ¿Tenía que dejarlo correr? Sí, era lo mejor. No tenía tiempo ni ganas de investigarlo. Y quizá, si el pastor no hubiese dicho que era una soltera que no debería saber ni decir nada sobre el sexo, lo habría dejado correr. Tropecé con un trozo de hormigón e hice una especie de pirueta para no caer al suelo.
Ojalá mi español hubiese sido mejor. Se parece al italiano y más o menos podía seguirlo, pero últimamente no hablaba muy a menudo italiano, y tenía ambas lenguas un tanto oxidadas. Una corazonada me decía que Andrés conocía al chavo banda de algo más que de verlo rondar por el barrio; tenía la impresión de que Andrés no había querido que yo le viera en su compañía. La semana siguiente me dedicaría a averiguar quién era aquel chavo.
Aquella tarde, durante el entrenamiento, no conseguí que nadie prestara atención al juego. Josie, en concreto, estaba en ascuas. Supuse que el montón de responsabilidades que su madre le había echado encima la estaba sacando de quicio, pero eso no me hizo que me resultara más fácil trabajar con ella. Puse fin al partidillo veinte minutos antes de lo habitual y aguardé impaciente a que salieran de las duchas para poder marcharme.
Billy el Niño me telefoneó mientras abandonaba la casa de la entrenadora McFarlane. No quiso decirme dónde estaba; de hecho, apenas me dijo nada.
– Pensaba que podía confiar en usted, señora War… shas… ky, pero luego va y se pone a trabajar para mi padre, y para colmo ha ido a molestar al pastor Andrés. Soy adulto, puedo cuidar de mí mismo. Tiene que prometerme que va a dejar de buscarme.
– No puedo hacerlo, Billy. Si no quieres que tu padre sepa dónde estás, supongo que no es pedir demasiado asegurarle que nadie te está reteniendo contra tu voluntad.
Le oí resoplar.
– No me han secuestrado ni nada por el estilo. Y ahora prométamelo.
– Estoy tan harta de todos los Bysen que me parece que pondré un anuncio en el Herald-Star prometiendo no volver a decir jamás a ninguno de ellos nada sobre su propia familia ni sobre ninguna otra cosa.
– ¿Se supone que es una broma? Porque yo no le veo la gracia. Sólo quiero que le diga a mi padre que estoy en casa de unos amigos y que si envía a alguien a buscarme empezaré a llamar a los accionistas.
– ¿A llamar a los accionistas? -repetí sin comprender-. ¿Qué significa eso?
– Usted déle mi mensaje exacto.
– Antes de colgar deberías recordar algo sobre tu teléfono móviclass="underline" emite una señal GPS. Una agencia de investigación con más recursos que la mía tendrá el equipo necesario para rastrearlo. Igual que el FBI.
Guardó silencio un momento. De fondo se oían sirenas y el llanto de un bebé: los sonidos del South Side.
– Gracias por el consejo, señora War… shas… ky -dijo finalmente -. Quizá la haya juzgado mal.
– Quizá-dije-. ¿Quieres que…?
Pero colgó sin que pudiera terminar de preguntarle si quería que nos viéramos.
Me detuve junto al bordillo para pasar el mensaje de Billy a su padre. Como era de esperar, el señor William no se puso nada contento y su reacción adoptó la forma de una furiosa intimidación:
– ¿Eso es todo? ¿Se cree que le pago para que me falte al respeto con semejantes mensajes? Quiero ver a mi hijo sin tardanza.
Sin embargo, cuando le dije que me veía obligada a renunciar al encargo, dejó de quejarse sobre el mensaje y me exigió que siguiera trabajando.
– No puedo, señor William; he prometido a Billy que dejaría de buscarlo.