– ¿Y eso qué tiene que ver? -Estaba perplejo-. Ha sido una buena estratagema: ahora no sospechará de usted.
– Le he dado mi palabra, señor William; yo no poseo tres mil tiendas para ir tirando cuando vienen mal dadas. Mi palabra de honor es mi único activo. Si lo pierdo, bueno, para mí sería un desastre mayor que para usted perder todas esas tiendas, porque no tendría ningún capital con el que volver a empezar.
Siguió sin dar muestras de entenderlo: estaba dispuesto a pasar por alto mi insolencia, pero quería ver a su hijo sin más demora.
– Que le den morcilla -mascullé pisando el gas a fondo. Hacia la mitad de Lake Shore Drive, camino de casa de Morrell, decidí desconectarme de todo, de los Bysen, del South Side, incluso de mis clientes de pago y de mi enmarañada vida amorosa. Necesitaba estar a solas, dedicar tiempo a mí misma. Fui a mi apartamento y recogí a los perros. En vista de que Morrell no contestaba al teléfono, le dejé un mensaje en el buzón de voz, dije a un aturullado señor Contreras que regresaría el domingo a última hora y me marché al campo. Terminé en una pensión en Michigan, llevé a los perros a dar paseos de quince kilómetros a orillas del lago, leí una novela de Paula Sharpe. De vez en cuando me preguntaba por Morrell, pero ni siquiera esos pensamientos enturbiaron el placer de mi fin de semana en solitario.
Capítulo 15
Colapso
Conservé el buen humor y la calma hasta el lunes por la tarde, cuando April Czernin sufrió un colapso en pleno entrenamiento. Al principio pensé que Celine Jackman había arremetido contra ella en una escalada de su enfrentamiento, pero Celine se hallaba en el extremo opuesto de la cancha; April estaba en una jugada bajo la cesta cuando se desplomó como si le hubiesen pegado un tiro.
Hice sonar el silbato para interrumpir el juego y corrí a su lado. Tenía la piel lívida en torno a la boca y no le encontraba el pulso. Me puse a practicarle una reanimación cardiorrespiratoria tratando de mantener la mayor calma posible para que entre mis jugadoras no cundiera el pánico.
Las chicas se apiñaron alrededor de nosotras.
– ¿Qué ha pasado, entrenadora?
– ¿Está muerta?
– ¿Le han disparado?
El rostro de Josie apareció junto al mío.
– ¿Qué le pasa, entrenadora?
– No lo sé -repuse-. ¿Sabes… si April tiene algún problema de… salud?
– No, no sé nada, es la primera vez que la veo así.
Josie estaba pálida de miedo; le costaba trabajo hablar.
– Josie -dije sin dejar de oprimir el diafragma de April-, tengo el móvil guardado en el bolso que está en el escritorio -aparté las manos un segundo para darle las llaves-, ve por él, llama al 911, diles dónde estamos exactamente. ¡Repite lo que te he dicho!
Cuando hubo repetido mis instrucciones, le dije que se diera prisa. Salió corriendo en busca del móvil. Sancia fue tras ella invocando a Jesús.
A continuación envié a Celine al despacho de la directora: tal vez por ser una pandillera, era la que tenía más sangre fría de todo el equipo. Quizá la enfermera del colegio aún no se hubiera marchado, quizá supiese algo sobre el historial médico de April. Josie regresó con el móvil, torciendo el gesto y blanca como la nieve: estaba tan nerviosa que no atinaba a usar el aparato. Le fui indicando los pasos a seguir, sin interrumpir el masaje sobre el pecho de April, y le hice ponerme el teléfono en la oreja para que pudiera hablar con la operadora yo misma. Aguardé lo necesario para confirmar que se enteraban de dónde nos encontrábamos y luego pedí a Josie que telefoneara a los padres de April.
– Están los dos trabajando, entrenadora, y no sé cómo encontrarlos. La madre de April es cajera en el By-Smart de la Noventa y cinco y, bueno, ya sabe, su padre es camionero, así que no sé dónde está -se le quebró la voz.
– De acuerdo, chiquilla, no pasa nada. Marca… el número que voy a darte y pulsa el botón de llamada. -Procuré serenarme lo suficiente para recordar el número de Morrell. Cuando por fin di con él, hice que Josie lo marcara-. V. I. -dije sin dejar de dar masaje al pecho de April-. Emergencia… la hija de Romeo… tengo que encontrar a Romeo. Pregunta… Marcena, ¿vale? Si logra… localizarlo… que llame… a mi móvil.
Años en los campos de batalla hicieron que Morrell aceptara lo dicho sin perder tiempo con preguntas inútiles. Se limitó a decir que ya estaba en ello y dejó que siguiera con lo que me tenía ocupada. No supe qué más hacer mientras esperaba a que llegase la ambulancia, de modo que seguí dando masaje en el pecho a April y practicando la respiración boca a boca.
Natalie Gault, la subdirectora, se presentó en el gimnasio. Las chicas le abrieron paso a regañadientes para que llegara hasta mi lado.
– ¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Otra pelea?
– No. April… Czernin… se ha… desmayado. ¿Tienen algo… sobre su historia médica… en los archivos? -El sudor me corría por el cuello y tenía la espalda empapada.
– No lo he mirado, he pensado que se trataba de otro episodio de su guerra de bandas.
Me faltaban energías para desperdiciarlas enojándome.
– Pues no. Ha sido cosa… de la naturaleza. Me preocupa… su corazón. Compruebe su ficha, avise… a su madre.
Gault me miró como preguntándose si debía aceptar una orden mía. Por suerte, en ese momento ocurrió uno de los mayores milagros del South Side: llegó una ambulancia en menos de cinco minutos. Agradecida, me puse de pie y me enjugué el sudor de los ojos.
Mientras daba a los sanitarios una breve explicación de lo ocurrido, éstos se situaron junto a April con un desfibrilador portátil. La tendieron en una camilla y le levantaron la camiseta húmeda para pegarle los electrodos, uno debajo del pecho izquierdo, el otro sobre el hombro derecho. Las chicas se aproximaron, preocupadas y excitadas al mismo tiempo. Como si estuviésemos en una película, los sanitarios nos pidieron que nos apartásemos; hice retroceder a las chicas mientras los sanitarios le aplicaban una descarga. Igual que en una película, April se convulsionó. Observaron el monitor con inquietud; ni un latido. Tuvieron que darle otras dos antes de que el músculo volviera a la vida e iniciara un perezoso latido, como un motor arrancando poco a poco en un día muy frío. En cuanto estuvieron seguros de que respiraba, los sanitarios recogieron su equipo y echaron a correr por el gimnasio con la camilla.
Mientras trotaba a su lado pregunté:
– ¿Adonde la llevan?
– Universidad de Chicago; es el centro pediátrico más cercano. Necesitarán a un adulto para ingresarla.
– Ahora mismo están tratando de localizar a sus padres -dije.
– ¿Usted está en posición de autorizar un tratamiento?
– No lo sé. Soy la entrenadora de baloncesto; ha sufrido el colapso durante el entrenamiento, pero no creo que eso me dé ningún derecho legal.
– Allá usted, pero esta chica necesita un acompañante adulto y un abogado.
Ya estábamos fuera. La ambulancia había atraído a una multitud de estudiantes, que se apartaron cuando los sanitarios abrieron la puerta y metieron a April dentro. Enseguida comprendí que no podía dejar que se marchara sola.
Subí a la trasera y le cogí la mano.
– No pasa nada, pequeña, te pondrás bien, ya verás.
Seguí murmurando y estrechándole la mano mientras ella continuaba semiinconsciente.
El monitor cardiológico emitía los pitidos más fuertes del mundo, más que el de la sirena, más que el de mi móvil que no paró de sonar hasta que un sanitario me dijo que lo apagara porque podía interferir con los instrumentos. Los pitidos irregulares rebotaban en mi cabeza como una pelota de baloncesto. April está viva pero inestable, April está viva pero inestable. Ahogaba cualquier otro pensamiento ya fuese sobre By-Smart, sobre el pastor Andrés o sobre el paradero de Romeo Czernin. Los sonidos parecieron eternizarse, de modo que cuando llegamos al hospital me sorprendió comprobar que habíamos recorrido diez kilómetros en doce minutos.