Torció el gesto.
– ¿Tú? No necesito tu ayuda para nada, Victoria Iffy-genio Warshawski. Te quedaste sin marido, no pudiste tener hijos y ¿ahora intentas meterte en mi familia? Vete al infierno.
Había olvidado aquel viejo insulto que de pequeña me repitieron hasta la saciedad. Mi segundo nombre, Iphigenia, fue mi cruz. ¿Quién lo había soltado en el patio, para empezar? Y luego mi madre y su ambición de que fuese a la universidad, el apoyo de profesores como Mary Ann McFarlane, mi propio empuje, algunos chicos pensaban que era una mocosa, una empollona, un genio sospechoso. Ser prima y colega de Boom-Boom me vino muy bien en el instituto aunque no me libré de todas aquellas burlas, quizá por eso hice las cosas que hice, para intentar demostrar al resto de la escuela que no era sólo un cerebrito, sino que podía ser tan idiota como cualquier adolescente.
Pese a su rencor, entregué a Sandra una tarjeta de visita.
– Aquí tienes mi móvil. Llámame si cambias de idea.
Sólo eran las seis cuando salí del hospital. No podía creer que fuese tan temprano. Estaba tan apaleada que creía que llevaba toda la noche trabajando. Busqué desorientada mi coche por Cottage Grove Avenue preguntándome si me habría olvidado de conectar la alarma cuando de pronto recordé que todavía estaba en el instituto, que había ido hasta Hyde Park en la ambulancia.
Cogí un taxi en la parada que había al otro lado de la calle y pedí al conductor que me llevara hacia el sur a toda prisa. Durante todo el trayecto por la carretera Cuarenta y uno el taxista no paró de darme la tabarra sobre el peligro que corría y ¿quién iba a pagarle la carrera de regreso al norte?
Decidida a no enredarme en una nueva discusión, me acurruqué en el asiento con los ojos cerrados confiando en que eso le hiciera callarse. Tal vez siguiese dando rienda suelta a sus quejas, pero me dormí como un tronco y no desperté hasta que paramos frente al instituto.
Conseguí llegar a casa más por suerte que por destreza y volví a caer dormida en cuanto cerré la puerta. Mis sueños no fueron plácidos. Volvía a estar en el gimnasio con quince años. Estaba oscuro, pero sabía que estaba con Sylvia, Jenny y el resto de mi antiguo equipo de baloncesto. Habíamos corrido tantas veces a lo largo de la pista que evitábamos automáticamente los bordes afilados de las gradas, el potro y las vallas apoyadas contra la pared. Sabíamos dónde estaban las escaleras de mano y cuál de ellas sostenía los rollos de cuerdas de trepar.
Yo era la más fuerte: me encaramé a la estrecha escalera de acero y descolgué las cuerdas para trepar. Sylvia se desenvolvía con las cuerdas con la habilidad de una ardilla. Se aferraba con los muslos izando las bragas y el cartel. Jenny, que vigilaba la puerta del gimnasio, sudaba a mares.
Al día siguiente se celebraba la fiesta de inauguración del curso a la que acudirían los ex alumnos, y el sueño pasó a esa escena. Incluso en mi sueño, estaba muy resentida con Boom-Boom: había prometido llevarme y se había rajado. ¿Qué le veía a Sandy, además?
Fue el descubrimiento que aguardaba en un rincón de mi mente lo que me despertó. No iba a permitirme soñar hasta el final, hasta el enfado de Boom-Boom y mi propia vergüenza. Me senté en la cama, sudorosa, jadeante, viendo a Sandy Zoltak otra vez tal como era entonces, dulce, rellenita, con una sonrisa maliciosa para las chicas y otra sexy para los chicos, con su reluciente vestido de raso azul a juego con sus ojos, entrando en el gimnasio del brazo de Boom-Boom. Aparté aquel recuerdo y, en cambio, pensé que no habría reconocido a Sandy por la calle. Desde luego, no la había reconocido en el hospital.
Debió de ser esta idea la que me hizo pensar en el punki que había visto en la calle mientras hablaba con el pastor Andrés, el chavo banda a quien éste había regañado por presentarse en la obra donde trabajaba.
Claro que le había visto antes: estaba en Fly the Flag el martes anterior por la mañana. «Un punki que uno ve por ahí, robando en las obras o incluso haciendo trabajillos»; algo así había dicho Andrés.
Alguien le había contratado para que hiciera destrozos en Fly the Flag. ¿Andrés, Zamar o un conocido del primero? Eran las cuatro de la mañana. No iba a emprender el largo trayecto hasta South Chicago para ver si el chavo volvía a hacer de las suyas en Fly the Flag. Pero la idea me acompañó durante el resto de mi inquieto sueño. Durante todo el martes, a pesar de la apretada agenda de la agencia, seguí haciéndome preguntas sobre el chavo y la fábrica de banderas, sobre las cajas de cartón que estaban sacando de la planta y que no habían querido que viera la última vez que había estado allí.
Entrada la tarde, una vez terminado mi verdadero trabajo, no pude resistir la tentación de volver a Fly the Flag para comprobar lo que estaba ocurriendo. Y mientras merodeaba sigilosamente en torno a la planta al amparo de la noche, vi la explosión.
Capítulo 16
El jefe en acción
Eso fue lo que le conté a Conrad, prácticamente todo, prácticamente nada. Cuando terminé de hablar ya era media tarde. La anestesia que circulaba por mi organismo me seguía provocando bajones y de tanto en tanto me quedaba dormida. Una de esas veces, al despertar encontré a Conrad durmiendo tendido en el suelo. Comprobé divertida que el señor Contreras había sido lo bastante compasivo como para ponerle un cojín debajo de la cabeza; mi vecino se había marchado mientras ambos dormíamos, pero regresó al cabo de una media hora con un gran cuenco de espaguetis.
Al principio, Conrad no paraba de desafiarme; interrogarme le hacía perder pie y se mostraba nervioso, agresivo, interrumpiéndome cada dos por tres. Yo estaba demasiado cansada y demasiado dolorida como para presentar batalla. Cuando me interrumpía, me limitaba a aguardar a que acabara y luego retomaba la última frase desde el principio. Finalmente se calmó y ni siquiera me gritaba cuando contestaba al teléfono, aunque mi larga conversación con Morrell le hizo salir de la habitación. Por supuesto, Conrad también recibió no pocas llamadas, de la oficina del médico forense, de su secretaria, del concejal de la Décima Circunscripción y de unos cuantos periódicos y canales de televisión.
Mientras atendía a los medios de comunicación me di un baño y me puse ropa limpia, ardua tarea debido a las punzadas de dolor que me bajaban por el brazo izquierdo desde el hombro. Me arriesgué a mojar el apósito lavándome el pelo, que apestaba a humo, y me sentí mucho mejor cuando no quedó rastro de mugre en mi cuerpo.
Hablé hasta enronquecer Tampoco es que le contara a Conrad todos los pormenores; no tenía por qué saber nada sobre mi vida privada o mi complicada relación con Marcena Love. Ni tenía por qué enterarse de mi pasado con Bron Czernin y Sandy Zoltak, y no le serví a Billy el Niño o al pastor Andrés en bandeja. Aun así, referí lo fundamental, incluyendo muchos más detalles de los que le interesaban sobre el programa de baloncesto del Bertha Palmer, sobre todo cuando sugerí que la Policía del Distrito Cuarto podría adoptar al equipo como parte de su vinculación con la comunidad.
No oculté nada de lo que había descubierto en Fly the Flag, ni siquiera mi propio allanamiento la semana anterior ni lo del chavo banda con que me había topado ni la negativa de Frank Zamar a que llamara a la policía. Le conté a Conrad que, para empezar, Rose Dorrado me había pedido que fuese a la fábrica de banderas para luego ordenarme que me mantuviera alejada. Y le aseguré que Andrés conocía al chavo banda de vista.
– ¿Y ésa es toda la verdad, señora Warshawski, y que Dios la asista? -preguntó Rawlings cuando hube terminado.
– Últimamente hay demasiada gente haciendo cosas raras en nombre de Dios -rezongué-. Digamos que he hecho un relato sincero ateniéndome a los hechos.
– ¿Dónde encaja Marcena Love en esta historia?