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– Me parece que en ninguna parte -dije-. Nunca la he visto cerca de la fábrica, y no hay nada que relacione a Czernin con ella. Puede que se haya enterado de algo fisgando aquí y allá en el South Side, nada más. Intuyo que un análisis somero a la contabilidad de Zamar te dirá lo que te interesa.

– ¿Es decir?

– Es decir que me pregunto si el tío no se encontraría en un aprieto y por eso lo estaban exprimiendo. Rose Dorrado me dijo que había comprado una máquina nueva de primera y que le estaba costando pagarla. Pongamos que Zamar no supo o no pudo satisfacer a sus acreedores cuando éstos metieron ratas muertas en los conductos de ventilación. Eso los molestó lo bastante para imponerle la peor sentencia, quedarse con la fábrica y con él a la vez.

Conrad asintió y apagó la grabadora.

– Es una buena teoría. Hasta es posible que sea cierta: merece la pena investigarla. Pero quiero que me hagas un favor. No, borra eso: quiero que me prometas una cosa.

– ¿El qué? -pregunté, enarcando las cejas.

– Que vas a dejar de investigar en mi territorio. Haré que nuestros contables comprueben las finanzas de Zamar, y no quiero descubrir que te has adelantado a ellos y has metido mano en sus archivos.

– Te prometo que no tocaré los archivos de Zamar. Los cuales, intuyo, se habrán salvado del fuego.

– Quiero algo más que eso, Vic. No quiero que investigues ningún crimen en mi distrito, y punto.

– Si alguien de South Chicago me contrata, Conrad, investigaré lo mejor que pueda.

Pese a la furia que sentía, a punto estuve de echarme a reír: lo último que deseaba era que South Chicago me engullera otra vez, pero en cuanto alguien me ordenaba que me mantuviese al margen, me ponía furiosa y me cerraba en banda.

– Bien dicho, tesoro -terció el señor Contreras-. No debes permitir que nadie te diga lo que puedes hacer y no hacer para ganarte la vida.

Conrad fulminó al viejo y continuó dirigiéndose a mí.

– Tus investigaciones son como la marcha de Sherman a través de Georgia: llegas a donde te propones, pero Dios se apiade de quienes estén a menos de cinco kilómetros de tu camino. Ya hay suficiente muerte y destrucción en South Chicago para que añadas tus dotes de investigadora en mi zona de guerra.

– La placa y el arma no te convierten en amo y señor del South Side -mascullé-. Todo esto es porque no soportas el recuerdo de…

El timbre de la puerta sonó sin darme tiempo a terminar mi ofensiva réplica. Peppy y Mitch se pusieron a ladrar como locos mientras daban vueltas alrededor de mí para hacerme saber que se aproximaba alguien. El señor Contreras, que se siente en su salsa cuando figuro en su lista de inválidos, corrió a abrir con los perros pisándole los talones.

La interrupción me dio tiempo de recobrar el aliento.

– Conrad, eres demasiado buen policía para sentirte amenazado por lo que yo haga. Me consta que no tienes miedo de que te robe méritos que te correspondan si averiguo algo que ayude a resolver tu caso. Y siempre has sido un compañero de trabajo generoso con las mujeres. De modo que tu reacción se debe únicamente a lo nuestro. Piensas que yo…

Me interrumpí al oír el estruendo que subía a la tercera planta por la escalera: los perros corriendo arriba y abajo mientras el señor Contreras resoplaba, y el ruido sordo de un bastón contra la dura moqueta de los escalones.

Morrell me hacía una visita. Era la primera vez que se alejaba tanto de su casa desde que había regresado al país, y me sentí conmovida y encantada. Así pues, ¿por qué me avergonzaba? Desde luego no porque Morrell me viera con Conrad, y mucho menos porque Conrad fuese a verme con Morrell. Lo cual significaba que me estaba sonrojando sin motivo.

Entonces, por encima del ruido del bastón y de los pesados andares del señor Contreras, oí la voz aguda y cantarina de Marcena, y mi vergüenza se convirtió en puro enojo. ¿Por qué me aguaba la fiesta otra vez? ¿No tenía que regresar a Inglaterra o a Faluya?

Di la espalda a la puerta y proseguí obstinadamente con mi discurso a Conrad.

– Si me has guardado rencor durante cuatro años, la verdad es que me apena. Pero, aun así, me estás pidiendo algo que no tienes derecho legal a pedirme; algo a lo que, sin duda, sabes que no me avendría aunque sirviera para poner fin a tus amargos reproches.

Conrad me miró apretando los labios mientras se devanaba los sesos en busca de una buena respuesta. Los perros entraron a la carrera antes de que se decidiera y se pusieron a bailar en torno a mí agitando las colas como pancartas: me habían traído compañía y querían mimos y alabanzas por haber sido tan listos.

Detrás de ellos oí a Marcena diciendo al señor Contreras:

– Adoro la hípica; no sabía que pudieran verse carreras de caballos en Chicago. Antes de que regrese a Inglaterra, tiene que llevarme al hipódromo. ¿Se le dan bien las apuestas? ¿No? A mí tampoco, pero nunca consigo resistirme.

De modo que ahora intentaba engatusar a mi vecino, también. Volví a ponerme de pie en cuanto ella y el señor Contreras entraron en mi pequeño vestíbulo.

– ¡Marcena! Qué alegría. Así que la hípica es otra de tus pasiones secretas, ¡como los aviones de combate de la Segunda Guerra Mundial! Ven que te presente al jefe Rawlings, cuéntale cuánto adoras los trenes en miniatura y cómo tu tío Julián, ¿o era tu tío Sacherevel?, solía dejarte jugar con su tren eléctrico por Navidad.

Conrad sentía una inusitada pasión por los trenes eléctricos; en su sala de estar había un intrincado circuito ferroviario sobre el que se volcaba cuando necesitaba desconectar, y en el garaje había montado un pequeño taller donde construía casas y modelaba paisajes en miniatura.

Conrad sacudió varias veces la cabeza, un mero acto reflejo, apabullado por mi repentino estallido de alegría, mientras Marcena me miraba entornando los ojos. Los presenté y salí al rellano en busca de Morrell. Había llegado a lo alto de la escalera y estaba recobrando el aliento antes de entrar y enfrentarse a los presentes. Peppy salió a ver qué hacíamos, pero Mitch, que también había sucumbido a los encantos de Marcena, no se separó de ella.

– Así, mi espléndida amazona, que vienes de la guerra, ¿eh? -Morrell me atrajo hacia sí y me besó-. Pensaba que la norma de la casa era que sólo uno de nosotros podía estar herido a la vez.

– Sólo es un rasguño -dije-. Ahora mismo me hace un daño horrible, pero no es nada grave. Gracias por venir. Estoy acabando con la poli; el jefe Rawlings quería todo lujo de detalles.

– Habría venido antes pero Marcena no ha regresado hasta las doce y tenía que descansar antes de volver a salir. Lamento haberla traído, cariño, pero aún no me fío de mí para conducir por la ciudad.

Una de las balas había hecho una muesca en la cadera derecha de Morrell junto a la salida del nervio ciático. El nervio había resultado dañado y aún no estaba claro si iba a recuperarse del todo. Su fisioterapeuta le había instado a aprender a usar mandos manuales para conducir, pero él se resistía, negándose a reconocer que quizá no recuperase el pleno funcionamiento de su pierna. Le di un abrazo y entramos en mi apartamento, donde Marcena acariciaba a Mitch y preguntaba a Conrad sobre su trabajo.

Conrad le contestaba lacónicamente. Tenía la mandíbula rígida y cuando me vio entrar con Morrell guardó silencio. Presenté a los dos hombres antes de dejarme caer como un fardo en el sofá; todo aquel alboroto me estaba agotando.

– De modo que te pegaron un tiro, ¿eh? -dijo Conrad mirando a Morrell-. No andarías corriendo delante de una bala destinada a Vic, ¿verdad?

– No, todas iban dirigidas a mí-dijo Morrell-. O, al menos, a cualquiera que intentase entrar en Mazare-Sharif ese día. Eso fue lo que me dijo el ejército; yo no recuerdo nada.

– Lo siento, tío, debió de ser duro. Yo recibí unas cuantas en la colina 882.

Conrad se sentía disgustado por haber permitido que sus sentimientos hacia mí le empujaran a la más burda grosería. Durante varios minutos, él, Morrell y el señor Contreras intercambiaron batallitas; mi vecino había logrado salir ileso de uno de los combates más sangrientos de la Segunda Guerra Mundial pero había visto un montón de hombres muertos y heridos. Marcena tenía su propia colección de anécdotas sobre la guerra que aportar. Como pandillera del South Side que había sido, yo había tenido mi buena ración de batallas campales, pero eran asuntos menores y personales, así que me las guardé para mí.