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Volví a meterme en la cama, pero dormí de manera irregular, el dolor del hombro me despertaba con un sobresalto cada vez que cambiaba de postura. A la una y media abrí los ojos y advertí que estaba sola en la cama; Morrell seguía trabajando. Me levanté, saqué la botella de Armagnac y llené sendas copas rojas venecianas que habían sido de mi madre. Morrell me dio las gracias, pero no apartó la vista de la pantalla: estaba totalmente absorto en la reconstrucción de sus notas. Mientras él escribía, yo miré a William Powell y Myrna Loy corriendo por San Francisco para resolver crímenes con su leal terrier Asta.

– Myrna Loy resolvía crímenes con trajes de noche y tacones altos; a lo mejor ése es mi problema: paso demasiado tiempo con vaqueros y zapatillas de deporte.

Morrell me sonrió con aire ausente.

– Estarías preciosa con uno de esos vestidos de los años cuarenta, Vic, pero seguramente tropezarías cada dos por tres al perseguir a gente por los callejones.

– ¿Y qué me dices de Asta? -proseguí-. ¿A qué se debe que Peppy y Mitch no se las ingenien para encontrar pistas que la gente les tira por las ventanas?

– Más vale que no los animes a hacerlo -murmuró mirando su ordenador con el ceño fruncido.

Me terminé el Armagnac y volví a la cama. Me desperté a las nueve con Morrell profundamente dormido a mi lado. Había sacado el brazo izquierdo de debajo de las sábanas y me quedé un rato sentada mirando la cicatriz irregular que le recorría el hombro allí donde había penetrado una de las balas. Conrad tenía cicatrices parecidas, mas viejas, menos inflamadas, una en la parte inferior del pecho, otra en el vientre. También solía observarlas mientras dormía.

Me levanté bruscamente y trastabillé un poco cuando el dolor me alcanzó, pero conseguí llegar al cuarto de baño sin caerme. Haciendo caso omiso de las instrucciones que me diera la joven doctora, me di una ducha caliente envolviéndome el hombro con una bolsa de la lavandería a fin de proteger la herida. De pronto comprendí que yo también tendría mi pequeña cicatriz, discretamente escondida en mi espalda. Una delicada cicatriz propia de una dama, como la que Myrna Loy podría haber mostrado y aun así resultar atractiva con sus vestidos sin espalda.

Peppy me dio unos golpecitos con el hocico mientras me ponía trabajosamente un sujetador y una blusa. Antes de empezar a preparar el desayuno la dejé salir por la puerta de atrás. Esa mañana tenía previsto ir a la tienda. No había pan. Nada de fruta, ni siquiera una manzana vieja. Ni yogur. Sólo un poco de leche rancia. La vertí en el fregadero y me preparé un café que tomé en el porche trasero, estrechando los brazos para protegerme de la fina neblina, y me comí unas cuantas galletas de centeno para engañar el estómago.

Pasé casi todo el día holgazaneando, llamando a clientes, haciendo lo que podía desde casa con mi portátil, hasta que por fin, entrada la tarde, me aventuré a salir a comprar comida. Había confiado en ir al Bertha Palmer para el entrenamiento pero tuve que llamar al colegio para cancelarlo. El viernes, para mi fastidio, aún tenía tanta anestesia en el cuerpo que seguía demasiado grogui para hacer gran cosa, pero el sábado me levanté pronto. La idea de pasar un día más encerrada en casa sin hacer nada me provocaba un ataque de nervios.

Morrell todavía dormía. Terminé de vestirme, poniéndome incluso el cabestrillo que me habían dado en el hospital junto con el alta, y escribí una nota que dejé apoyada contra el ordenador de Morrell.

Cuando bajé a la calle, el señor Contreras se alegró de verme pero mostró su contrariedad cuando le anuncié que iba dar una vuelta con Peppy. Aunque está muy bien adiestrada y me sigue sin tirar de la correa, él opinaba que debería pasar el fin de semana en la cama.

– No voy a hacer ninguna tontería, pero me volveré loca si me quedo en casa. Ya llevo casi tres días en cama y eso sobrepasa con creces mi capacidad de no hacer nada.

– Ya, ya, nunca has hecho caso de lo que te he dicho, ¿por qué ibas a comenzar ahora? ¿Qué vas a hacer cuando te encuentres en la autopista y ese hombro tuyo no te deje hacer girar el volante lo bastante deprisa para apartarte del camino de algún chiflado?

Le pasé el brazo bueno por los hombros.

– No pienso meterme en la autopista. Sólo iré a la Universidad de Chicago, ¿de acuerdo? No pasaré de setenta por hora y me quedaré en el carril derecho tanto a la ida como a la vuelta.

Contándole mis planes sólo conseguí aplacarlo un poco, pero él sabía que iba a irme tanto si refunfuñaba como si no; me dijo entre dientes que él sacaría a Mitch a pasear y me dio con la puerta en las narices.

En cuanto llegué a la acera recordé que mi coche seguía en South Chicago. Estuve a punto de pedirle al señor Contreras que se encargara de Peppy, pero no me vi con ánimos de enfrentarme a él otra vez. Como está prohibido llevar perros en transporte público, bajé hasta Belmont a probar suerte con los taxis. El cuarto que detuve estuvo dispuesto a llevarme hasta el lejano South Chicago con un perro. El conductor era de Senegal, según me explicó durante la carrera, y tenía un rottweiler que le hacía compañía, así que no le importaba que Peppy dejara la tapicería cubierta de pelos rubios. Se interesó por mi brazo en cabestrillo y chasqueó la lengua con preocupación cuando le conté lo ocurrido. A cambio le pregunté cómo era que estaba en Chicago, y escuché una larga historia sobre su familia y sus optimistas esperanzas de que su estancia en la ciudad los hiciera ricos.

Mi Mustang seguía en Yates, donde lo había aparcado el martes por la noche. Había tenido suerte: conservaba las cuatro ruedas, y las portezuelas y ventanillas estaban intactas. El taxista tuvo la gentileza de aguardar con el motor en marcha a que Peppy y yo estuviésemos dentro de mi coche.

Conduje hasta South Chicago Avenue para ver los restos de Fly the Flag. La fachada seguía más o menos intacta, pero faltaba un trozo bastante grande de la pared trasera. Había fragmentos de bloques de hormigón desparramados por doquier, como si un gigante borracho hubiese metido la mano por la ventana para arrancar pedazos del edificio. Anduve resbalando sobre ceniza y los restos de las telas y lonas que habían ardido en el incendio. Con el brazo en cabestrillo, mantener el equilibrio no era tarea fácil, y terminé tropezando con una varilla de acero que sobresalía del hormigón, aunque me las ingenié para aterrizar sobre el hombro sano. El dolor hizo que se me saltasen las lágrimas. Si me lastimaba el brazo derecho ya no podría conducir, lo cual supondría que el señor Contreras no se cansaría de repetir «ya te lo dije» hasta la saciedad.

Me quedé tumbada sobre los escombros, mirando el cielo plomizo, flexionando el brazo y el hombro derechos. No era más que una magulladura, nada que no pudiera ignorar si me lo proponía. Me volví y me senté en uno de los bloques de hormigón, revolviendo distraídamente los restos que me rodeaban: trozos de cristal, un rollo entero de tela milagrosamente intacto, fragmentos alabeados de metal que quizás habían sido carretes, una jabonera de aluminio con forma de rana…

Un momento… Resultaba muy extraño encontrar algo así en semejante lugar, a menos que el cuarto de baño se hubiese hecho añicos y aquello hubiese volado hasta el almacén de telas. Pero el cuarto de baño de la fábrica era un agujero repugnante: no recordaba haber visto nada tan caprichoso como una jabonera en forma de rana. Me la metí en un bolsillo del chaquetón y me puse de pie. Menos mal que para aquella aventura en concreto llevaba vaqueros y zapatillas en lugar de un traje de noche sin espalda: los vaqueros podían meterse en la lavadora.