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Me acerqué hasta la pared trasera, pero el aspecto ruinoso del interior me quitó las ganas de entrar a explorar. La fachada estaba intacta, pero el fuego había comenzado en la parte de atrás, en el lado del edificio que daba a la autopista y no se veía desde la calle. Podría haber penetrado trepando hasta el muelle de carga pero para eso necesitaba los dos brazos, y sentí una punzada tremenda en el hombro al intentarlo.

Regresé al coche frustrada por mi restringida movilidad y me dirigí al norte procurando ir despacio para poder conducir con una sola mano. Cuando llegué a Hyde Park aparqué frente al campus de la Universidad de Chicago y dejé que Peppy persiguiera ardillas durante un rato. A pesar del frío, bastantes estudiantes estaban sentados al aire libre con vasos de café y libros de texto. Peppy efectuó la ronda de rigor mostrando a la gente aquella mirada suya tan conmovedora que parecía decir: «Puedes dar de comer a este perro o volver la página». Antes de que la llamara al orden logró gorronear medio bocadillo de mantequilla de cacahuete.

Una vez que la hube encerrado de nuevo en el coche me dirigí a la vieja facultad de Ciencias Sociales para sacudirme la ceniza de la ropa y lavarme las manos: no podía ir a ver a April como un demonio necrófago salido de Halloween. Al volverme para salir, vi el tajo en el hombro de mi chaquetón de cuando lo cortaron en la sala de urgencias. No parecía un demonio necrófago, pero sí una pordiosera.

Capítulo 18

Horas de visita

Los globos y animales de peluche alineados en el suelo manchado de los corredores del hospital pediátrico, parecían ofrendas desesperadas a los arbitrarios dioses que juegan con la felicidad humana. Mientras seguía las indicaciones de los pasillos y escaleras pasaba ante salitas donde los adultos esperaban sentados, en silencio, inmóviles. Al pasar ante las habitaciones oía retazos de charlas demasiado animadas, madres que intentaban persuadir a sus hijos de que debían recobrar la salud.

Cuando llegué a la cuarta planta no tuve el menor problema para dar con la habitación de Apriclass="underline" Bron y Sandra Zoltak Czernin discutían en una salita cercana.

– Ibas por ahí tirándote a esa zorra mientras tu hija se moría. ¡Ahora no me vengas con que la quieres!

Sandra procuraba susurrar, pero su voz llegaba más allá de donde estaba yo; una mujer que paseaba por el pasillo con una niña pequeña conectada a un gota a gota los miró inquieta y trató de conducir a su hijita hacia donde no alcanzaran sus voces.

– Ni siquiera llegaste al hospital antes de la medianoche.

– Vine en cuanto me enteré. ¿Has visto que saliera del hospital un solo segundo desde entonces? Sabes de sobra que no puedo recibir llamadas en el teléfono del camión, no me jodas, y cuando llegué a casa tú no estabas, la niña tampoco, no había ningún mensaje tuyo. Supuse que April y tú habíais salido, siempre te la llevas por ahí a comprar porquerías para las que no tenemos dinero.

Por lo que a ti respecta, yo no existo. Sólo soy un salario para saldar las facturas que no puedes pagar. Ni siquiera tuviste el sentido común o la decencia de llamarme a mí, que soy el padre de la niña. Tuve que recibir la noticia a través del contestador, y no fuiste tú quien llamó sino la maldita bruja de Warshawski. Así fue como me enteré de que mi niña está enferma, no a través de mi propia esposa. No te des tantos aires, doña Remilgos, te has vuelto más pureta que la Virgen María, y luego te preguntas por qué busco mujeres de carne y hueso en otra parte.

– Al menos puedes estar seguro de que April es hija tuya, que es más de lo que Jesse Navarro o Lech Bukowski pueden decir de sus hijos, con todo el tiempo que has pasado con sus mujeres, y ahora, ahora me dicen que mi April tiene eso en el corazón, esa cosa, y no podrá volver a jugar al baloncesto -una mueca de dolor torció el demacrado rostro avejentado de Sandra.

– ¿Baloncesto? ¿Tiene una enfermedad de caballo y te disgustas porque no puede jugar a un maldito juego de pelota? ¿Qué pasa contigo, tía? -Bron golpeó la pared con la palma de la mano.

Una enfermera que hacía la ronda se detuvo a mi lado a calibrar el nivel de ira en la salita y luego siguió su camino sacudiendo la cabeza.

– ¡Me importa un pimiento el puto baloncesto, fracasado! -exclamó Sandra-. Para April era el pasaporte a la universidad. Sabes de sobra que con tu salario no podrá ir. Y no voy a dejar que haga lo que yo, pasarse la vida casada con un cerdo que se baja la bragueta a la primera de cambio y se mata a trabajar en By-Smart porque no sirve para nada mejor. Mírame bien, parezco tan vieja como tu madre, y hablando de Nuestra Señora la Madre de Dios, así es como ella te ve, y yo… yo se supone que tengo que arrodillarme y dar las gracias por haberme casado contigo como si me cayese la baba, cuando ni siquiera eres capaz de mantener a tu hija.

– ¿Qué quieres decir con que no puedo mantenerla? ¡Que te zurzan, bruja! ¿Alguna vez ha ido a la escuela con hambre o…?

– Pero ¿tú has oído a los médicos? Costará cien mil dólares arreglarle el corazón, eso sin contar los medicamentos, ¡y el seguro sólo paga diez mil! ¿De dónde piensas sacar ese dinero, si puede saberse? ¿Has pensado en el dinero que podríamos haber ahorrado si no te lo hubieses gastado invitando a copas a tus compadres y a las putas que te tiras por ahí, y…?

Bron parecía a punto de estallar de ira.

– ¡Conseguiré el dinero que haga falta para curar a April! Y no te consiento que vuelvas a decirme que no quiero a mi propia hija.

La mujer con la niña pequeña se acercó a ellos tímidamente.

– ¿Podrían hacer un poco menos de ruido, por favor? Están haciendo llorar a mi niña, con esos gritos.

Sandra y Bron la miraron; la niñita del gota a gota lloraba; sus silenciosos hipidos y sollozos eran más turbadores que un berreo. Bron y Sandra apartaron la vista y entonces fue cuando Bron advirtió mi presencia.

– Vaya, la puñetera Tori Warshawski. ¿Qué cojones hacías presionando a mi niña hasta conseguir que le diera un colapso?

Su voz se convirtió en tal bramido que padres y enfermeras salieron corriendo al pasillo.

– Hola, Bron. Hola, Sandra, ¿cómo está April? -pregunté.

Sandra me dio la espalda, pero Bron se acercó a mí a toda prisa y me empujó con tanta fuerza que me arrojó contra la pared.

– ¡Le has hecho daño a mi niña! ¡Te lo advertí, Warshawski, te advertí que si te metías con April tendrías que vértelas conmigo!

La gente miraba horrorizada mientras yo me erguía con cuidado. El dolor que me recorría el brazo izquierdo hizo asomar lágrimas a mis ojos, pero las contuve pestañeando. No iba a enzarzarme en una pelea con él, mucho menos en un hospital, y con el brazo izquierdo en cabestrillo, y con un tipo tan angustiado e impotente que buscaba pelea con cualquiera que lo mirase siquiera de soslayo. Pero tampoco iba darle el gusto de que me viera llorar.

– Sí, ya te oí. Lo que no recuerdo es qué dijiste que harías si le salvaba la vida.

Bron se dio un puñetazo en la palma de la mano.

– Si le salvabas la vida… Si le salvabas la vida, que te den…

Me volví hacia Sandra.

– Te he oído decir que ha sido el corazón. ¿Qué ocurrió? Nunca la había visto débil o sin aliento en los entrenamientos.

– Qué otra cosa ibas a decir, ¿verdad? -masculló Sandra-. Dirías cualquier cosa con tal de cubrirte las espaldas. Tiene algo mal en el corazón, algo de nacimiento, pero la hiciste correr demasiado, por eso tuvo el colapso.

Se me heló la sangre en las venas a causa de un miedo que Bron no había conseguido inspirarme: aquellas palabras sonaban como el preludio de una demanda judicial. El tratamiento de April iba a costar más de cien mil dólares, de modo que necesitaban dinero; podían demandarme. Mis bolsillos no estaban muy llenos, pero seguro que más que los de los Czernin.