– Por ahora hemos empezado con una tanda de betabloqueantes para estabilizarle el corazón. -Emprendió una larga explicación sobre la acumulación de iones de sodio y la función de los betabloqueantes como estabilizadores del intercambio de iones, para luego agregar-: Deberían pensar en un marcapasos, en un desfibrilador cardioverter implantable. De lo contrario, me temo que, bueno, sólo es cuestión de tiempo que le sobrevenga otro episodio grave. -Su busca sonó-. Si necesitan cualquier cosa, no duden en avisarme. Estaré encantado de hablar con ustedes en cualquier momento. El lunes daremos de alta a April, si el ritmo cardiaco se estabiliza, y de momento seguiremos con los betabloqueantes.
– Como si pudiera permitírmelos -masculló Sandra-. Aun con el descuento de empleada, la medicación costará cincuenta pavos a la semana. ¿Qué se creen, que sólo los ricos se ponen enfermos en este país?
Procuré decirle lo mucho que lo sentía, pero volvió a tomarla conmigo; nuestro breve paréntesis de entendimiento había tocado a su fin. También había un límite para la cantidad de tiempo que podía dedicarle a servir de chivo expiatorio, y hacía un buen rato que lo había sobrepasado. Le dije que me mantendría en contacto y enfilé el pasillo hacia la escalera.
Al salir por la puerta principal casi choqué con una adolescente alta que entraba procedente de Maryland Avenue. Estaba absorta en mis pensamientos y no la miré hasta que soltó un grito ahogado:
– ¡Entrenadora!
Me detuve.
– ¡Josie Dorrado! Me parece estupendo que hayas venido a ver a April. Va a necesitar mucho apoyo estas próximas semanas.
Para mi asombro, en lugar de contestar se ruborizó y dejó caer la maceta de margaritas que llevaba. Entreabrió la puerta y se puso a sacudir la mano derecha indicando a alguien que había fuera que se marchara enseguida. Pasé por encima de la planta y de la tierra desparramada y abrí la puerta.
Josie me cogió por el brazo izquierdo, el que tenía lastimado, tratando de impedir que saliera. Pegué tal chillido que del susto me soltó, y la aparté bruscamente para ver quién había en la calle. Un Miata azul oscuro se alejaba por Maryland, pero un grupo de mujeres corpulentas que cruzaba lentamente la calle me impidió ver la matrícula.
Me volví hacia Josie.
– ¿Quién te ha traído? ¿A quién conoces que pueda permitirse un coche deportivo como ése?
– He venido en autobús -se apresuró a decir.
– Ah, ¿sí? ¿En cuál?
– En el… eh… el… no me he fijado en el número. Pregunté al conductor.
– ¿Si podía dejarte frente a la entrada del hospital? Josie, me avergüenza que me mientas. Estás en mi equipo; tengo que poder confiar en ti.
– No lo comprende, entrenadora. No es lo que se imagina, ¡en serio!
– Disculpen -las tres mujeres que acababan de cruzar la calle nos miraron con expresión autoritaria-. ¿Podrían quitar esta porquería? Nos gustaría entrar en el hospital.
Nos arrodillamos para recoger las flores. La maceta era de plástico y había sobrevivido a la caída. Con un poco de ayuda del vigilante de recepción, que me pasó una escoba, volvimos a meter casi toda la tierra en la maceta y recompusimos las flores; parecían medio muertas, pero vi en la etiqueta que Josie las había comprado en By-Smart por un dólar con noventa y nueve: nadie consigue flores frescas por dos pavos.
Al terminar, levanté la vista hacia su rostro enjuto.
– Josie, no puedo prometer que no vaya a decirle nada a tu madre si estás saliendo con un hombre mayor que ella no conoce o no aprueba.
– Lo conoce, le gusta, pero ella no puede…, no puedo decírselo, entrenadora, tiene que prometerme…
– ¿Te estás acostando con él? -pregunté a bocajarro aprovechando su vacilación.
Volvió a ruborizarse.
– ¡Qué va!
Apreté los labios pensando en su familia, en el segundo empleo de su madre, con el que ahora tendría que mantener a todos porque Fly the Flag ya no existía; pensé en el bebé de su hermana y en el pastor Andrés y sus críticas contra el control de natalidad.
– Josie, te prometo que de momento no diré nada a tu madre si me prometes una cosa.
– ¿El qué? -preguntó recelosa.
– Antes de acostarte con él, o con cualquier otro chico, tienes que hacer que se ponga un condón.
Se puso más colorada todavía.
– Pero, entrenadora, yo no puedo… ¿cómo puede…? Además, la catequista, que nos recomienda abstinencia, asegura que ni siquiera funcionan.
– Pues te ha dado un mal consejo, Josie. No son cien por cien efectivos, pero dan resultado casi siempre. ¿Quieres acabar como tu hermana Julia, mirando telenovelas todo el día? ¿O quieres intentar tener una vida mejor que la de ser madre soltera y trabajar de dependienta en By-Smart?
Abrió los ojos asustada, como si le diera a elegir entre cortarse la cabeza o hablar con su madre. Seguramente se había imaginado cariñosos abrazos, una boda, cualquier cosa menos lo que significaba acostarse con un chico. Miró la puerta, miró el suelo, y de repente subió disparada la escalera hacia el interior del hospital. Observé mientras el vigilante de la entrada la paraba, pero cuando se volvió a mirarme no pude soportar ver el miedo reflejado en su rostro. Di media vuelta y eché a andar hacia la fría tarde.
Capítulo 19
El hospitalario señor Contreras
Dejé que Peppy volviera a salir del coche para que persiguiera ardillas por el campus mientras me sentaba en la escalinata de la Bond Chapel, el oratorio de la universidad, con el mentón apoyado en las rodillas y la dolorida espalda contra la puerta roja. Unos copos dispersos de nieve caían con desgana del cielo plomizo; los alumnos habían abandonado los patios interiores. Me subí el cuello del chaquetón para taparme las orejas, pero el frío se colaba por el tajo del hombro.
Me pregunté qué señales de alarma debería haber percibido en April. ¿Acaso corría peligro alguna otra jugadora del equipo? Ni siquiera sabía si el instituto llevaba a cabo una revisión médica de los deportistas antes de permitirles competir, aunque una institución que carecía de fondos para pagar al entrenador y comprar pelotas seguramente tampoco tendría presupuesto para electrocardiogramas y radiografías.
Si Sandra decidía ponerme una demanda, bueno, ya lo resolvería llegado el momento, pero tenía que anotar unas cuantas cosas cuanto antes, mientras aún las tuviera frescas en la memoria: el desvanecimiento que había sufrido April el verano anterior, la historia de la propia Sandra. «Las chicas siempre se desmayan», había dicho; a ella le había ocurrido a menudo, aunque yo no lo recordaba. Quizá se había desvanecido entre los brazos de Boom-Boom. Aunque seguro que éste no se había acostado con ella. La idea me enfurecía. Pero ¿qué estaba haciendo, convirtiéndolo en un santo? Todos esos años había dado por supuesto que sólo la había llevado al baile para castigarme, pero eso se debía a que nunca había querido aceptar que tuviese una vida aparte de la mía. Sandra se acostaba con cualquiera, todos lo sabíamos, así que ¿por qué no iba a hacerlo con Boom-Boom? Y él era un as de los deportes, y no podía decirse que llevara una vida monacal, precisamente.
Peppy se acercó y me acarició con el hocico, preocupada por mi aletargamiento. Me levanté y le lancé un palo lo mejor que pude. Se dio por satisfecha; fue en busca del palo y se echó sobre la hierba a roerlo.
Me di cuenta de que estaba tan apaleada por las iras de Bron y Sandra como por mis dolencias físicas. ¿Alguna vez se habrían abrazado para mirarse a los ojos con ternura? Sandra tenía treinta años cuando April nació, de modo que no había sido un embarazo adolescente lo que los empujó al altar. Había sido alguna otra cosa, pero ya no tenía amistades en el barrio que pudieran contármelo. ¿Bron le era infiel porque ella lo desdeñaba? ¿Ella lo despreciaba a causa de sus infidelidades? ¿Cuál era el huevo y cuál la gallina ocultos detrás de tanta hostilidad?