– Creo que Sandra Czernin iría a cualquier parte si creyera que así le daba a April una posibilidad de salir adelante. Lotty, no dejo de pensar que tendría que haber notado algo antes de que sufriera el colapso.
Sacudió la cabeza.
– A veces puede darse un desmayo, y me has dicho que según la madre tuvo uno en verano, pero estos colapsos suelen producirse de repente, sin previo aviso.
– Me da miedo ir al instituto el lunes -confesé-. Me da miedo pedir a esas chicas que corran por la cancha. ¿Y si hay otra con una bomba de relojería en el pecho… o en el cerebro?
Morrell me estrechó la mano.
– Di a la dirección que es imprescindible que hagan pruebas a las chicas antes de seguir con los entrenamientos. Seguro que las madres estarán de acuerdo, al menos en número suficiente para obligar al instituto a tomar medidas.
– Tráelas a la clínica y les haré unos electrocardiogramas, y si no lo hago yo, lo hará Lucy -ofreció Lotty.
Había quedado con Max Loewenthal para cenar; nos había invitado a Morrell y a mí, cosa que a ambos nos pareció un sugerente cambio de rutina. Fuimos a uno de los pequeños restaurantes que han surgido como hongos en el North Side, uno que tenía una carta de vinos muy del agrado de Max, y demoramos la sobremesa dando buena cuenta de una botella de Cote du Rhóne. Pese a mi herida y a mis preocupaciones, fue la velada más agradable que había pasado desde la llegada de Marcena.
En el taxi de regreso, me dormí apoyada en el hombro de Morrell. Una vez en casa, aguardé amodorrada en la acera sosteniendo su bastón mientras él pagaba al conductor. De ese modo en que uno no se fija realmente en las cosas cuando está adormilado, vi un Bentley al otro lado de la calle con un chófer de uniforme al volante. Vi luces en mi sala de estar y no le di mayor importancia, pero cuando hubimos subido lentamente los tres tramos de escalera y descubrí la puerta del apartamento entreabierta, desperté de golpe.
Miré a Morrell y susurré:
– Voy a entrar. Si no he salido en dos minutos llama a la policía.
Pretendió discutir quién de nosotros tenía que ser el héroe o el idiota, pero tuvo que aceptar que entre mis heridas y las suyas, yo era quien estaba en mejor forma; además, también era quien conocía mejor las tácticas de pelea callejera.
Antes de que ninguno de los dos pudiera hacer nada heroico ni estúpido, Peppy y Mitch se pusieron a ladrar y gemir desde el otro lado de la puerta. La abrí de una patada y me arrimé a la pared. Los dos perros salieron a recibirnos. Apreté los labios, con más irritación que miedo, y entré.
Capítulo 20
Buffalo y su chica: ¿salimos esta noche?
El señor Contreras estaba sentado en la butaca de mi sala de estar. Delante de él, en el sofá, estaban Buffalo Bill Bysen y su secretaria personal, Mildred. Aunque eran las diez de la noche de un sábado, iba muy maquillada. El señor Contreras me miró con la misma expresión de desafío culpable que adoptan los perros cuando han estado cavando el jardín.
– De modo que éste es el motivo por el que hay un Bentley aparcado en Belmont: aguarda al director de una de las empresas más grandes del mundo, que ha venido a visitarme -me froté las manos con fingido entusiasmo-. Es un honor que hayan pasado a verme, pero me temo que voy a acostarme. Sírvanse del mueble bar, están en su casa, y, por favor, no pongan la música muy alta: los vecinos son un poco quisquillosos.
Me acerqué a la puerta para decirle a Morrell que el terreno no estaba exactamente despejado pero que aun así podíamos entrar.
– Lo lamento, encanto -dijo el señor Contreras, que me había seguido-. Cuando se han presentado diciendo que necesitaban verte, bueno, tú siempre me dices que no me entrometa, así que no he querido decirles que no por si habíais quedado; hoy no has querido que supiera nada de tus planes.
Le mostré los dientes con una sonrisa maliciosa.
– Qué atento de su parte. ¿Cuánto hace que han llegado?
– Una hora, quizás un poco más.
– Tengo un móvil, ¿sabe?, y le he dado el número.
– ¿Me haría el favor? -Mildred se reunió con nosotros en el pasillo-. La jornada del señor Bysen comienza muy temprano por la mañana. Tenemos que resolver esto para poder regresar a Barrington.
– Faltaría más. Morrell, te presento a Mildred; me temo que no sé su apellido; es la factótum de Buffalo Bill Bysen. Mildred, le presento a Morrell. Nunca usa su nombre de pila.
Morrell le tendió la mano, pero Mildred se limitó a asentir mecánicamente y se volvió para que la siguiéramos al interior de mi apartamento.
– Mildred y Buffalo Bill llevan más de una hora esperando en la sala de estar -dije a Morrell-. El señor Contreras los ha dejado pasar pensando que era una emergencia cuando se han presentado sin ser invitados, y ahora están muy contrariados porque no hemos usado nuestra percepción extrasensorial para dejar lo que estábamos haciendo y venir corriendo a casa a atenderles.
– Para usted es el señor Bysen -dijo Mildred torciendo el gesto-. Si trata a todos sus clientes de forma tan grosera, me sorprende que tenga alguno.
La miré pensativa.
– ¿Usted es cliente mía, Mildred? ¿Lo es Buffalo Bill? No recuerdo que me contrataran. Como tampoco recuerdo haberles dado mi dirección particular.
– El señor Bysen -dijo con énfasis-, le explicará lo que necesita que haga por él.
Una vez todos dentro, presenté a Bysen y a Morrell y ofrecí bebidas.
– Esto no es una visita de cortesía, jovencita -dijo Bysen-. Quiero saber dónde está mi nieto.
Negué con la cabeza.
– No lo sé. Si eso es cuanto quería, podría haberse ahorrado el viaje desde Barrington.
Mildred se sentó de nuevo en el sofá al lado de Bysen y abrió su portafolio de piel dorada, pluma en ristre, lista para tomar notas u ordenar una ejecución instantánea.
– Habló con usted el jueves. Usted le llamó y hablaron. Ahora va a decirme dónde está.
– Fue Billy quien me llamó, no a la inversa. No sé dónde está ni tengo el número de su móvil. Además, le prometí que no lo buscaría mientras creyera que estaba sano y salvo y que nadie lo retenía contra su voluntad.
– Vaya, eso está muy bien, habla con el chico por teléfono y sabe que está sano y salvo. ¿Sólo lo ha visto dos veces y lo conoce tan bien que le basta con oír su voz por teléfono para saber que está bien? ¿Tiene idea de cuánto le gustaría a un secuestrador raptar a uno de mis nietos? ¿Sabe cuánto vale ese muchacho?
Me apreté el puente de la nariz con el índice y el pulgar de la mano derecha, como si con ello fuera a meter ideas en mi cerebro.
– No lo sé. Calculo que el valor de la empresa ronda los cuatrocientos mil millones, y si usted la ha repartido en partes iguales. Tiene seis hijos, ¿verdad? Eso nos da sesenta y siete mil millones por cabeza, y si luego el señor William está siendo justo con sus propios hijos, supongo que…
– ¡Esto no es una broma! -bramó Buffalo Bill poniéndose en pie-. Si mañana a esta hora no me lo ha entregado voy a…
– ¿Qué hará? ¿Cortarme la asignación? Puede que no sea una broma, pero usted lo está convirtiendo en una farsa. Su hijo me contrató para que buscara a Billy, y en un momento de descuido acepté. Cuando Billy se enteró por medio de alguien del South Side, me llamó y me dijo que le dijera al señor William que lo dejara en paz o que él, Billy, empezaría a llamar a los accionistas.