Выбрать главу

Coraje, sí, supongo que uno necesitaba coraje para no acabar arrollado por las ruedas del sufrimiento que asolaba el barrio, pero Rose Dorrado tenía coraje de sobra; lo que necesitaba era un empleo. Al reflexionar en la carga que soportaba, en todos aquellos niños y en la fábrica cerrada, sentí todo su peso sobre mis propios hombros.

Los feligreses participaban activamente en el sermón gritando «amén» o «sí, señor», lo que al principio tomé por una afirmación dirigida a Andrés, hasta que caí en la cuenta de que se dirigían a Dios. Había quien se ponía de pie en los bancos o saltaba a los pasillos señalando al cielo con la mano; otros gritaban versículos de la Biblia.

Cuando el sermón ya se había prolongado por espacio de veinte minutos, comenzó a aburrirme. Sentía el banco de madera a través del abrigo, el suéter de punto me apretaba el hombro y los huesos de la pelvis me empezaron a doler. Me sorprendí deseando que el Espíritu me impulsara a ponerme de pie.

Eran casi las doce; estaba pensando que hubiera sido una buena idea llevarme una novela, cuando advertí que la gente se volvía en los bancos para mirar a otro recién llegado. También yo volví la cabeza.

Para mi asombro, vi a Buffalo Bill, bastón en mano, avanzando con decisión por el pasillo. El señor William iba detrás de él, del brazo de una anciana con abrigo de pieles. A pesar del abrigo y de los pendientes de diamantes, presentaba el aspecto de una viejecita dulce y afable. Tenía que ser May Irene Bysen, la abuela que había enseñado a Billy sus modales y su fe. En ese momento parecía un poco apabullada, y hasta asustada, por el ruido y el entorno desconocido, pero miraba alrededor, tal como había hecho yo, tratando de localizar a su nieto.

Cerraba la comitiva la tía Jacqui, del brazo de tío Gary. En lugar de abrigo, Jacqui llevaba una especie de cárdigan hasta los muslos con mangas murciélago. Quizás había optado por las botas altas por encima de las rodillas y los leotardos gruesos para cerrar la brecha entre su minifalda y la indignación de su suegra o de Buffalo Bill. El efecto, el atuendo era lo bastante llamativo como para interrumpir la excitación de los feligreses ahora que el discurso de Andrés se aproximaba al clímax.

Un cuarto hombre, corpulento y con toda la pinta de un policía retirado, avanzaba cerrando el cortejo. El guardaespaldas de Buffalo Bill, supuse. Me pregunté si habrían conducido ellos mismos o si habían dejado a alguien en el Bentley. Quizá tuvieran un vehículo diferente para ir a South Chicago, un blindado o algo por el estilo.

Bysen no reparó en mí mientras apartaba a la concurrencia por el pasillo. Encontró un banco parcialmente vacío en las primeras filas. Sin volverse para comprobar que su esposa e hijos le siguieran, tomó asiento, apoyó las manos en las rodillas y fulminó a Andrés con la mirada. Jacqui y Gary encontraron sitio detrás de Buffalo Bill, pero el señor William acomodó a su madre al lado de su padre. El guardaespaldas tomó posiciones contra la pared que había al otro lado del banco, desde donde podría vigilar, o intentar vigilar, a la multitud.

El pastor Andrés no titubeó. De hecho, con todo el jaleo de los pasillos, la gente que se sentaba y se ponía de pie, que bailaba, que invocaba a Jesús, quizá ni siquiera reparase en la llegada de los Bysen. Su sermón estaba cobrando fervor.

– «Si hay un criminal entre nosotros, si él es suficientemente fuerte para dar un paso adelante y confesar sus pecados a Jesús, los brazos de Jesús lo sostendrán…»

Andrés parecía el profeta Isaías, la voz tonante, el brillo de los ojos. La congregación respondió con una ola de éxtasis tan fuerte que me arrastró consigo. Repitió su llamamiento, con un vozarrón tan exultante que hasta yo pude seguirlo:

– Si hay un criminal entre nosotros, si es lo bastante fuerte como para salir y confesar sus pecados a Jesús, los brazos de Jesús serán lo bastante fuertes para sostenerlo. Jesús lo llevará adelante. Venid a mí, vosotros que trabajáis duro y soportáis pesadas cargas, éstas son las palabras que dijo el Salvador. Todos los que trabajáis duro y soportáis pesadas cargas, deshaceos de esos yugos, ¡entregádselos a Jesús, dádselos a Jesús, venid a Jesús!

– ¡Venid a Jesús! -gritaba la congregación-. ¡Venid a Jesús!

El armonio tocaba acordes más fuertes, insistentes, apremiantes, y una mujer salió al frente trastabillando. Se arrojó a los pies de Andrés, sollozando. Los hombres sentados con él se levantaron y extendieron las manos sobre su cabeza, rezando en voz alta. Otra mujer fue dando traspiés pasillo arriba y se desplomó al lado de la primera, y, al cabo de un momento, un hombre se sumó a ellas. La banda eléctrica hacía retumbar algo semejante a un ritmo de discoteca y el coro cantaba, se balanceaba, gritaba. Hasta Billy se había puesto en movimiento. Y la congregación seguía clamando:

– ¡Venid a Jesús! ¡Venid a Jesús!

Me palpitaba el pecho de intensa emoción. Estaba sudando y apenas podía respirar. Justo cuando pensé que no iba a soportarlo más, una mujer se desmayó en el pasillo. Con la cabeza dándome vueltas, me incorporé para ir en su ayuda, pero dos mujeres con uniforme de enfermera corrieron a su lado. Le pusieron debajo de la nariz un frasco de sales y, cuando fue capaz de sentarse, la acompañaron a la parte trasera de la iglesia y la acomodaron en un banco.

Al ver que le servían un vaso de agua fui a pedir otro para mí. Las enfermeras quisieron darme a oler las sales, pero les dije que sólo necesitaba un vaso de agua y un poco de aire; me hicieron sitio en el banco de atrás: mi desvanecimiento me convertía en una de las almas salvadas. Al cabo de un ratito, cuando me pareció que podía sostenerme en pie sin problemas, salí a la calle: necesitaba aire frío y silencio.

Me apoyé contra la puerta de la iglesia respirando a bocanadas. Al otro lado de la calle había un Cadillac gigantesco en marcha, con la forma y el tamaño de un yate. El chófer de Bysen estaba al volante, con una pantalla de televisión, o quizás un DVD, apoyada en el salpicadero. A su manera, el Cadillac llamaba aún más la atención que el Bentley, aunque supuse que ningún granuja asaltaría un yate frente a una iglesia una tarde de domingo.

Me quedé fuera hasta que el frío se coló por mi abrigo y mis medias y empecé a temblar. Al regresar me pareció que el nivel de excitación por fin estaba disminuyendo. Los oficiantes se estaban calmando y nadie más parecía dispuesto a salir a escena. El armonio tocó unos cuantos acordes, Andrés alzó los brazos hacia la congregación, pero nadie se movió. El pastor estaba regresando a su asiento cuando Buffalo Bill se puso de pie. La señora Bysen le cogió por el brazo, pero él se zafó de un tirón.

El organista tocó unos acordes esperanzadores mientras Bysen avanzaba por el pasillo. La directora del coro, que se había sentado y se estaba abanicando, apuró un vaso de agua y regresó a su sitio en el borde de la tarima. La congregación comenzó a batir palmas de nuevo, dispuesta a quedarse toda la tarde si otro pecador se aproximaba a Dios.

Bysen no se arrodilló en la tarima. Le estaba chillando a Andrés, según podía verse, pero por supuesto era imposible oír nada con aquella música. En la segunda fila del coro, Billy se quedó petrificado, blanco como la nieve.