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Fui avanzando a empujones entre el gentío que atestaba el pasillo central hasta el de la izquierda, que estaba vacío, y seguí a paso ligero hasta la parte delantera de la iglesia. La banda también se encontraba en ese lado. La directora del coro y los músicos dieron muestras de saber que algo estaba yendo maclass="underline" el organista cortó el insistente ritmo discotequero del llamamiento a la salvación optando por algo más meditativo y la mujer comenzó a entonar en armonía, tanteando la melodía de una canción. ¿Qué cántico sería apropiado para magnates arengando a un ministro de Dios durante el oficio?

Me abrí paso entre los cables eléctricos hasta el coro. Los niños que habían desfilado por Jesús golpeaban aburridos sus sillas con los talones; dos niños se estaban pellizcando a escondidas. El organista me miró ceñudo; el hombre de la guitarra dejó su instrumento y fue a mi encuentro.

– No puede estar aquí detrás, señorita -dijo.

– Perdón. Ya me voy.

Le dediqué una sonrisa radiante y pasé por detrás de la Tropa por Jesús y de la enorme mujer que estaba delante de Billy hasta llegar al propio Niño.

Miraba fijamente a su abuelo, pero cuando le toqué el brazo se volvió hacia mí.

– ¿Por qué lo ha traído aquí? -inquirió-. ¡Creía que podía confiar en usted!

– Yo no lo he traído. Era fácil deducir que estarías aquí: has estado asistiendo a los oficios de Mount Ararat, admiras al pastor Andrés, cantas en el coro. Y luego Grobian comentó con alguien que te había visto en la calle Noventa y dos con una chica.

– Oh, ¿por qué la gente se mete donde no la llaman? ¡Los chicos pasean con chicas por la calle cada día, en todo el mundo! Si lo hago yo ¿tiene que salir en la web de By-Smart?

Ambos habíamos siseado para oírnos por encima de la música electrónica, pero ahora gimió levantando la voz. Josie nos observaba junto con el resto del coro, pero mientras éstos parecían sinceramente curiosos, a ella se la veía nerviosa.

– ¿Y ahora qué hace? -inquinó Billy.

Miré detrás de mí. Buffalo Bill estaba intentando llegar hasta su nieto, pero los cinco hombres que habían colaborado en el oficio le bloqueaban el paso. Bysen trató de golpear a uno de ellos con el bastón, pero los hombres lo rodearon y le hicieron bajar de la tarima; incluso el anciano de la cabeza ladeada y la voz temblorosa empujaba arrastrando los pies, agarrado al abrigo de Bysen.

La señora Bysen salió como pudo por el extremo opuesto del banco, con los brazos tendidos hacia su nieto. Observé que Jacqui permanecía en su asiento con la sonrisa felina de malicioso placer que siempre adoptaba en los momentos de turbación de la familia Bysen. No obstante, el señor William y el tío Gary sabían cuál era su deber, y se unieron al guardaespaldas en el pasillo. Por un instante pareció que iba a haber una batalla campal entre los hombres Bysen y los ministros de Mount Ararat. La señora Bysen estaba siendo zarandeada peligrosamente en la refriega; quería alcanzar a su nieto, pero los ministros y sus hijos la estaban estrujando entre ellos.

Billy observaba a su familia con el semblante muy pálido. Hizo un gesto de impotencia hacia su abuela y acto seguido saltó de la grada y desapareció detrás de un tabique. Trepé a la grada y le seguí.

El tabique separaba la nave de la iglesia de un espacio estrecho que conducía a la sacristía. Crucé el cuarto a la carrera mientras la segunda puerta se cerraba. Al abrirla me encontré en una gran sala donde unas mujeres iban de aquí para allá con cafeteras y jarras de zumos de frutas. Un montón de niños pequeños gateaban entre sus piernas, chupando galletas y juguetes de plástico.

– ¿Dónde está Billy? -pregunté, y entonces vi una mancha roja y una puerta que se cerraba en la otra punta de la sala.

Corrí hasta la puerta y salí a Houston Street. Llegué justo a tiempo para ver a Billy subir a un Miata azul oscuro y arrancar a toda velocidad haciendo un ruido infernal.

Capítulo 22

La vorágine de la pobreza

– Billy ha estado durmiendo aquí-dije como una afirmación, no como una pregunta.

Josie Dorrado estaba sentada en el sofá con su hermana y el bebé, María Inés. La televisión estaba encendida. Al verme entrar le quitó el sonido; por una vez Julia parecía más interesada en el drama de su vida familiar que en lo que sucedía en la pantalla.

Josie se mordía el labio inferior con nerviosismo.

– No ha estado aquí -repuso-. Mi madre no deja que ningún chico se quede a dormir.

Había conducido directamente desde la iglesia hasta el apartamento de los Dorrado y había esperado fuera del coche hasta que Rose llegó caminando por la calle con sus hijos, para luego seguirla hasta la puerta de su casa.

– Usted otra vez -dijo Rose cansinamente al verme-. Debí suponerlo. ¿Qué demonio me indujo a pedirle a Josie que la trajera a casa? Desde ese día todo ha sido mala suerte, mala suerte y más mala suerte.

Siempre viene bien tener a mano a un tercero a quien culpar de tus problemas.

– Sí, Rose, ha sido un golpe terrible, la destrucción de la fábrica. Ojala usted o Frank Zamar me hubiesen explicado con franqueza lo que estaba ocurriendo allí. ¿Sabe quién incendió la planta?

– ¿Y a usted qué le importa? ¿Recuperaré mi empleo o volverá Frank a la vida si lo averigua?

Saqué la jabonera del bolso. La había metido en una bolsa de plástico sellada; se la di a Rose y le pregunté si la reconocía.

Le echó un vistazo y negó con la cabeza.

– ¿No estaba en el aseo de empleados de la fábrica? -inquirí.

– ¿Qué? ¿Algo como esto? Teníamos un dispensador de jabón líquido en la pared.

Me volví hacia Josie, que había observado la jabonera en forma de rana por encima del hombro de su madre.

– ¿Reconoces esto, Josie?

Desplazó el peso del cuerpo de un pie al otro mirando nerviosamente detrás de ella hacia la salita donde Julia estaba sentada en el sofá.

– No, entrenadora.

Uno de los críos se puso a dar saltos.

– ¿No te acuerdas, Josie, de cuando las vimos en la tienda y…?

– Cállate, Betto, no te entrometas cuando la entrenadora me está hablando. Las hemos visto, las vimos por ahí, las tenían en By-Smart la Navidad del año pasado.

– ¿Compraste una? -insistí, desconcertada por su nerviosismo.

– No, entrenadora, qué va.

– Fue Julia -soltó Betto-. Julia la compró. Quería regalarla a…

– La compró para Sancia -se apresuró a intervenir Josie-. Antes de que llegara María Inés ella y Sancia se veían mucho.

– ¿Es verdad? -pregunté al niño.

Encogió un hombro.

– No sé. Supongo.

– ¿Betto? -me agaché para que mi cabeza quedara a la altura de la suya-. Pensabas que Julia la había comprado para una persona distinta, no para Sancia, ¿verdad?

– No me acuerdo -respondió con la cabeza gacha.

– Déjelo en paz -protestó Rose-. Fue a molestar a Frank Zamar y él murió quemado. ¿Ahora quiere molestar a mis hijos para ver qué les pasa?

Lo cogió de la mano y se marchó llevándolo a rastras. El otro niño les siguió lanzándome una mirada aterrada. Fantástico. Ahora los niños pensarían que yo era el coco y que si hablaban conmigo arderían en una hoguera.

Empujé a Josie hacia el interior del apartamento.

– Tú y yo tenemos que hablar.

Se sentó en el sofá, con el bebé entre ella y su hermana. Saltaba a la vista que Julia había estado pendiente de nuestra conversación en la puerta: estaba tensa y alerta, no apartaba los ojos de Josie.

En el comedor contiguo vi a los dos niños sentados debajo de la mesa llorando en silencio. Rose se había esfumado; estaría en el dormitorio o en la cocina. Se me ocurrió que el sofá debía de ser su cama: en mi visita anterior, había visto las camas donde dormían Josie y Julia, y los colchones hinchables para los niños en el comedor. No había otro sitio para Rose en el apartamento.