– ¿Y quién qué?
Las hermanas me miraron hoscamente, unidas en aquel asunto concreto.
– ¿Cómo que y quién qué? -dije-. ¿Es que acaso sabéis que no habrá huellas o creéis que da igual quién las dejó?
– Si Sancia se la dio a otra persona no es responsabilidad mía -dijo Julia.
– La entrenadora McFarlane me dijo que eras la mejor jugadora que había entrenado en décadas, quizás en toda su vida -dije dirigiéndome a Julia-. ¿Por qué no regresas al instituto y usas tu cerebro para labrarte un futuro en lugar de inventar mentiras para adultos como yo? Podrías volver a jugar; Sancia lo hace y tiene dos niños pequeños.
– Ya, bueno, su madre y sus hermanas la ayudan un montón. ¿Quién va a ayudarme a mí? Nadie.
– ¡Eso es muy injusto! -exclamó Josie-. ¡Yo no te dejé preñada, pero como tú fuiste y tuviste un bebé, ahora tengo que salir a escondidas como un criminal si quiero ver a un chico! ¡Y te ayudo con María Inés todo el tiempo, para que lo sepas!
Puse a María Inés en brazos de Julia.
– Juega con ella, habla con ella. Dale una oportunidad aunque no te la quieras dar a ti misma. Y si decides, si alguna de las dos se decide a contar la verdad, llamadme por teléfono.
Les di tarjetas de visita y volví a meter la jabonera en forma de rana en el bolso. Se quedaron mudas mirándome mientras yo iba al comedor en busca de Rose. Betto y Sammy retrocedieron aún más debajo de la mesa: si hablaban conmigo, los convertiría en carbón.
Rose estaba en el dormitorio de las chicas, tumbada en la cama de Josie. Pasé por debajo de la cuerda de la que colgaba la ropa de María Inés y la observé, preguntándome si necesitaba algo que justificase que la despertara. Su brillante pelo rojo desentonaba con el rojo de la bandera estadounidense que hacía las veces de funda de almohada; la jugadora del equipo de Illinois le sonreía desde la pared.
– Sé que está ahí -dijo en tono de desánimo, sin abrir los ojos-. ¿Qué es lo que quiere?
– Para empezar sólo fui a Fly the Flag porque usted quería que investigara los sabotajes que se estaban produciendo allí. Luego me dijo que lo dejara correr. ¿Qué le hizo cambiar de opinión? -pregunté en tono amable.
– Todo fue por el trabajo -dijo-. Pensé, qué sé yo, ya no me acuerdo de nada. Frank me lo dijo. Me pidió que le dijera que se marchara.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Sólo sé que dijo que podía quedarme sin trabajo si un detective merodeaba por la planta. Pero de todas formas ya no tengo trabajo. Y Frank era un hombre decente, pagaba bien, hacía lo que podía por la gente, y está muerto. Y yo me pregunto, ¿ocurrió porque llevé un detective a la planta?
– Me niego a aceptar que crea eso, Rose. No fue mi presencia lo que hizo que pusieran ratas muertas en los conductos de la calefacción o que cerraran las puertas con silicona.
Me senté en la cama de Julia. Olía levemente a los pañales de María Inés. Pese a que los Dorrado profesaban la religión pentecostal, había una pequeña Virgen de Guadalupe en la cómoda de cartón que separaba las camas. Supongo que pienses lo que pienses de Dios, todo el mundo necesita una madre que le cuide.
Rose volvió la cabeza lentamente sobre la almohada y me miró.
– Pero quizá tuvieron miedo, me refiero a quienes hacían esas cosas. Quizá cuando vieron a una detective haciendo preguntas les entró miedo y quemaron la fábrica.
Era posible; sólo de pensarlo sentí náuseas, pero aun así pregunté:
– ¿Y no tiene ni idea de quiénes eran?
Negó despacio con la cabeza, como si le pesara muchísimo y le costara trabajo moverla.
– El segundo empleo que cogió, ¿le basta para mantener a los niños?
– ¿El segundo empleo? -Soltó una carcajada que más parecía el graznido de un cuervo-. También me lo había dado Zamar. Era un segundo negocio que estaba empezando. Ahora… Oh, Dios, Dios, por la mañana iré a By-Smart y me uniré a las demás señoras de mi iglesia que cargan pesadas cajas en los camiones. ¿Qué más da? El trabajo me consumirá más deprisa, moriré antes y descansaré en paz.
– ¿Dónde estaba la segunda fábrica? ¿Por qué no organizó un turno extraordinario en Fly the Flag? -pregunté.
– Era allí mismo, aunque era otra clase de trabajo, pero montó un turno extraordinario nocturno. El martes por la noche llegué allí justo antes de que comenzara el turno. Y me encontré con que la fábrica estaba en ruinas. No podía creer lo que veía. Yo y las demás mujeres nos quedamos pasmadas, sin saber qué hacer, hasta que vino un policía y nos mandó a todas a casa.
Josie se asomó a la puerta.
– Mamá, Sammy y Betto tienen hambre. ¿Qué hay para comer?
– Nada -respondió Rose-. No hay comida ni dinero para comprarla. Hoy no almorzamos.
Detrás de su hermana, los niños empezaron a llorar de nuevo, esta vez más fuerte que antes. Rose cerró los ojos, se quedó quieta un momento, como si ni siquiera respirase, y luego se incorporó en la cama.
– Claro que hay comida, hijos míos, claro que os daré de comer; mientras corra sangre por mis venas os daré de comer.
Capítulo 23
Amantes con mala estrella
Cuando salí a la calle había dejado de nevar. Las nevadas de noviembre suelen ser ligeras, una mera advertencia de lo que le espera a la ciudad, y aquella había dejado un manto de apenas dos centímetros. Era un polvo fino y seco que volaba por las aceras desilusionando a los chiquillos que intentaban hacer bolas de nieve en los solares de la vecindad.
Me senté en el coche con el motor en marcha y la calefacción encendida, e intenté tomar notas mientras aún tenía más o menos fresca mi conversación con las Dorrado, aunque era una tarea difícil tratar de dar sentido a lo que acababa de oír.
BILLY, escribí con mayúsculas en mi bloc, y luego me quedé mirando la palabra, incapaz de pensar qué añadir. ¿Qué le estaba pasando? Cuando hablamos el jueves, me pidió que le dijera a su padre que llamaría a los accionistas si la familia no le dejaba en paz. ¿Era por eso por lo que Buffalo Bill había ido a verme la noche anterior? Y, en tal caso, ¿qué era lo que los Bysen no querían que los accionistas supiesen? En mi opinión, la empresa hacía un montón de cosas vergonzosas: encerrar a los empleados toda la noche, pagar mal, prohibir los sindicatos, dejar a familias como los Czernin en la estacada en lo que a seguro médico se refería, pero sin duda los accionistas ya sabían todo eso. ¿Qué otra cosa podía ser tan horrible como para que los accionistas huyeran en desbandada?
Medité sobre la sesión de plegaria en la oficina central de By-Smart. El precio de las acciones había caído debido al rumor de que By-Smart iba a tolerar a los dirigentes sindicales. Quizá Billy sólo estuviese amenazando con decir que ese rumor era cierto. Pero ¿qué más podía haber?
¿Por qué Billy se había escapado de casa? ¿Era porque estaba enamorado de Josie, o ardientemente comprometido con el South Side, o atribulado por las prácticas empresariales de su familia? Desde luego, admiraba al pastor Andrés, pero ¿qué le empujaría a aliarse con éste en contra de su familia?
La pregunta me llevó a pensar en el propio predicador, a quien Buffalo Bill había amenazado con deportar. Por descontado, Buffalo Bill repartía amenazas a diestro y siniestro; la noche anterior había amenazado con hacer que el banco ejecutara mi hipoteca y con cerrar mi negocio si no hacía lo que él quería. Tal vez se tratara de una forma de incontinencia verbal; Mildred no había parado de acallarlo con deferencia y buenos modales.
Al mismo tiempo, los Bysen realmente ostentaban un inmenso poder, más del que yo era capaz de imaginar. Si manejabas un coloso como By-Smart, con su alcance global, con cifras de ventas anuales mayores que el PIB de la mayoría de países del mundo, conseguías que cualquier congresista o funcionario de Inmigración hiciera prácticamente lo que quisieras. Pongamos por caso que el pastor Andrés estuviera en el país con un permiso de residencia: los Bysen seguramente podrían conseguir que se lo revocaran con una simple llamada telefónica. A saber, si estaba nacionalizado, quizás hasta fueran capaces de despojarlo de su ciudadanía. Eso tal vez requiriese tres llamadas en lugar de una, pero no me sorprendería enterarme de que lo habían hecho.