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– ¿Discutieron a propósito de algo? ¿Sobre Billy, tal vez?

– Me había enojado mucho que hubiese traído a ese chico a pasar la noche aquí. Me hubiese enojado igual con cualquier chico, pero ése, con su familia tan rica, ¿en qué estaba pensando? Podrían hacernos daño. Todo el mundo sabe que no quieren que su hijo salga con chicas mexicanas; todo el mundo sabe que se presentaron en la iglesia y que amenazaron al pastor Andrés.

La inquietud hizo que Rose se pusiera de pie como movida por un resorte. El sobresalto hizo que el bebé volviera a gimotear; el señor Contreras interrumpió para pedir el biberón de María Inés.

Rose lo recogió del suelo, al lado de la cama, y siguió hablando:

– Le pregunté si creía que la había educado para que metiera a un chico en su cuarto a pasar la noche. ¿Es que quiere un bebé, como Julia? ¿Arruinarse la vida por un chico, sobre todo por un chico rico que no tiene que preocuparse por nada? Dice que es buen cristiano, pero a la primera señal de problemas salen pitando, esos anglos ricos. Se supone que va a ir a la universidad, le dije, y ella quiere ir, con April. Así no tendrá que vivir como yo, yendo por ahí suplicando trabajo sin que nadie me contrate.

– ¿Cómo reaccionó, la amenazó con escaparse o alguna otra cosa por el estilo?

Negó con la cabeza.

– Todo esto, todo esto lo dijimos después de que viniera la familia del chico. La acusaron, la insultaron, y, que Dios me perdone, todas mentimos, todas dijimos que no, que Billy no había estado aquí. El abuelo era como un policía, no escuchaba nada, nada de lo que yo decía, y se metió en el dormitorio, en el baño, mirando a ver si había algo de Billy. Y va y dice que si Billy viene aquí, que si lo escondo, hará que me deporten. Ni lo intente, le digo, porque soy tan ciudadana de Estados Unidos como usted, este país es tan mío como suyo. Y el hijo, el padre de Billy, es aún peor, registrando mi Biblia, los libros de los niños, como si escondiéramos dinero que le hubiésemos robado a él; hasta agarró mi Biblia y la sacudió desparramando todos mis puntos y estampas por el suelo, pero cuando se fueron, Dios, menuda pelea tuvimos Josie y yo, entonces. Cómo puede ponernos en peligro de esta manera, y todo por un chico. Son como autobuses, le digo, siempre vendrá otro, no arruines tu vida, no hagas como Julia.

Pelea, discute, llora, pero no dice que piensa escaparse. Luego, por la tarde, ese chico, ese Billy, aparece con una caja de comestibles y Josie se porta como si fuese san Miguel bajando del cielo, sólo que entonces se vuelve a ir, y ella se quedó sentada todo el día como Julia, delante del televisor, mirando telenovelas.

Me rasqué la cabeza tratando de asimilar el torrente de información.

– ¿Y qué dice Julia?

– Dice que no sabe nada. Esas dos se pelean día y noche, no como antes, como antes de María Inés. Entonces estaban tan unidas que a veces pensabas que eran una sola persona. Si Josie tiene un secreto, no le dice ni pío a Julia.

– Me gustaría preguntárselo yo misma.

Rose protestó con poca energía: Julia estaría dormida y estaba demasiado enojada con Josie como para contestar nada.

El señor Contreras le dio unas palmaditas en la mano.

– Victoria no dirá nada que disguste a su niña. Está acostumbrada a tratar con las chicas. Usted siéntese y hábleme de esta pequeña tan linda. Es su nieta, ¿verdad? Tiene los mismos ojos que usted, ¿no le parece?

Su tranquilizador murmullo me siguió mientras me abría paso por el atestado comedor hacia el dormitorio de las chicas. Se me erizó la nuca al pensar que los niños estaban debajo de la mesa observándome.

El dormitorio daba a un patio interior y las luces de los apartamentos vecinos se colaban por la cortina. Al agacharme para pasar por debajo de la ropa colgada en la cuerda vi la cara de Julia con sus largas pestañas aleteando sobre las mejillas. Sus apretados párpados me dijeron que, igual que sus hermanos, sólo fingía dormir. Me senté en el borde de la cama; en el minúsculo cuarto no había sitio para una silla.

Julia respiraba con cortas bocanadas pero yacía perfectamente inmóvil, deseando que la creyera dormida.

– Llevas enfadada con Josie desde que nació María Inés -dije con total naturalidad-. Va al instituto, juega al baloncesto, hace todas las cosas que tú solías hacer antes de que tuvieras a María Inés. No parece justo, ¿verdad?

Permaneció tensa, en enojado silencio, pero al cabo de varios minutos, viendo que yo no decía nada, de repente soltó:

– Sólo lo hice una vez, una vez que mamá estaba trabajando y Josie y los chicos estaban en clase. Me dijo que una virgen no podía quedarse embarazada, ni siquiera lo supe hasta que… pensé que me estaba muriendo, pensé que tenía un cáncer dentro de mí. Yo no quería un bebé, quería deshacerme de él, sólo que el pastor, él y mamá dijeron que eso es pecado, que vas al infierno. Y entonces, el día que me lo hizo, Josie vino a casa, vino del colegio temprano, me vio, y se puso a decir: ¿cómo has podido?, eres una puta. Antes éramos íntimas, hasta cuando Sancia y yo éramos amigas, y ahora, cada vez que me quejo de María Inés ella va y me suelta que no tendría que haber sido una puta. Ella y April dicen que van a ir a la universidad, dicen que el baloncesto va a llevarlas a la universidad. Pues bueno, eso es lo que la entrenadora McFarlane me decía a mí. Así que cuando Billy vino el jueves y suplicó un sitio para dormir, lo invité; pensé, a ver si se lo haces a Josie, haz que tenga un bebé, ¡a ver qué dice entonces!

Estaba jadeando, como si esperara a que la criticase, pero la historia era tan triste que yo sólo tenía ganas de llorar. Busqué bajo el cobertor una de sus manos cerradas en un puño y se la apreté con ternura.

– Julia, me encantaría verte jugar al baloncesto. Diga lo que diga tu hermana, o tu madre, o incluso tu pastor, no hay nada vergonzoso en lo que hiciste, en acostarte con un chico, en quedarte embarazada. La vergüenza es que ese chico te mintiera y que tú no estuvieras mejor informada. Y sería otra vergüenza que dejaras que tu hija te impidiera estudiar. Si te encierras en casa sin hacer nada, enojada con el mundo, echarás a perder tu vida.

– ¿Y quién cuidará de María Inés? Mamá tiene que trabajar, y ahora dice que si no voy a clase he de buscarme un trabajo.

– Haré unas cuantas llamadas, Julia, a ver qué clase de ayudas puedo encontrar. Mientras tanto, quiero que vengas al entrenamiento del jueves. Lleva a María Inés. Vente con Sammy y Betto: pueden vigilar a María Inés en el gimnasio mientras tú entrenas. ¿Lo harás?

Sus ojos eran oscuras lagunas en la media luz del dormitorio. Me agarró la mano con fuerza y masculló:

– Quizás.

– Y antes de salir con otro chico tienes que aprender un par de cosas sobre tu cuerpo, sobre cómo se queda una embarazada y sobre lo que puedes hacer para evitarlo. Tú y yo también hablaremos de eso. ¿Sigues viendo a… al padre de María Inés?

Me costó llamar así al individuo que la había dejado preñada y que no se comportaba como padre del bebé.

– A veces. Sólo para decirle: «Eh, mira, es tu hija». No dejo que me haga nada, si se refiere a eso. Con un bebé tengo bastante.

– ¿No te ayuda a mantener a María Inés?

– Tiene otros dos hijos desperdigados por el barrio -protestó Julia-. Y no tiene trabajo. Por más que se lo pida no echa un palo al agua, y ahora cambia de acera si me ve por la calle.

– ¿Se trata de ese Freddy que tú y Josie mencionasteis ayer?

Asintió otra vez con la cabeza, despeinando su pelo sedoso sobre la almohada de nailon.

– ¿Quién es?

– Sólo un tío. Lo conocí en la iglesia, no hay más.

Me pregunté si el pastor Andrés, con sus serias conferencias sobre sexo, alguna vez había hablado con Freddy sobre lo de esparcir hijos que no podía mantener por el South Side, pero cuando lo dije en voz alta Julia me dio la espalda. Caí en la cuenta de que no sólo la estaba violentando, sino que me estaba alejando demasiado de la desaparición de Josie.