– Cuando Billy se quedó a dormir el viernes y el sábado ¿tuvieron contacto sexual él y Josie?
– No -dijo hoscamente-. Dijo que ella y yo teníamos que dormir juntas, que no quería caer en la tentación con Josie. Citó un puñado de versículos de la Biblia. Fue casi tan malo como tener al pastor Andrés en mi mismo cuarto.
Faltó poco para que se me escapara la risa, pero me imaginé el cuartito lleno de religión y hormonas. Una combinación asfixiante.
– ¿Piensas que tu hermana se ha escapado con Billy?
Se volvió para mirarme.
– No estoy segura, pero salió para el colegio y luego, al cabo de una hora, volvió. Metió el cepillo de dientes en la mochila y algunas otras cosas, ya sabe, un pijama, cosas de ese estilo. Cuando le pregunté que adónde iba me dijo que a casa de April pero, bueno, después de tantos años, siempre sé de sobra si Josie me está diciendo una mentira. Y además, April salía hoy del hospital. La señora Czernin no invitaría a Josie a quedarse en su casa estando April tan enferma.
– ¿Alguna idea de dónde han podido ir ella y Billy?
Negó con la cabeza.
– Lo único que sé es que no la llevaría a su casa, ya sabe, ese sitio de ricos donde vive con sus padres, porque, bueno, ellos no quieren que salga con chicas mexicanas.
Hablé con ella un ratito más pero estaba claro que me había dicho cuanto sabía. Volví a estrecharle la mano, con firmeza; el apretujón de despedida.
– Nos veremos el jueves a las tres, Julia. ¿Entendido?
Susurró algo que bien podía ser asentimiento. Al levantarme para irme vi que una sombra cruzaba la ropa de bebé tendida en medio de la habitación: Rose había estado escuchando. Tanto mejor. Tal vez fuese el único modo de que se enterara de unas cuantas cosas acerca de sus propias hijas.
Capítulo 26
Annie, coge la pistola
Me froté los ojos con las manos.
– Suponiendo que Billy y Josie estén escondidos por aquí, quizá los localicemos si encontramos su coche, siempre y cuando esté aparcado en la calle -hice un cálculo mental-. Seguramente habrá unos sesenta o sesenta y cinco kilómetros de calles a recorrer; podríamos hacerlo en cuatro horas, en menos si nos saltamos los callejones.
El señor Contreras y yo estábamos en el Mustang, en el que nos habíamos protegido huyendo de los acalorados sentimientos de Rose. Casi antes de que yo saliera del cuarto se había puesto a reprender a Julia por no haberle contado lo que me había dicho a mí:
– ¿Te he criado como a una mentirosa? -había gritado antes de girar en redondo y exigirme que no perdiera el tiempo y empezara a buscar a Josie.
– ¿Dónde me sugiere que busque, Rose? -pregunté cansinamente-. Es medianoche. Dice que no está en casa de April. ¿A qué otras amigas podría recurrir?
– No lo sé, no puedo pensar. ¿Sancia, quizá? Sólo que Sancia, en realidad, era amiga de Julia, aunque ella y Josie…
– Probaré con Sancia -interrumpí-, y con las demás chicas del equipo. ¿Y algún pariente? ¿Mantiene contacto con su padre?
– ¿Su padre? ¿Ese gamberro? No la ha visto desde que cumplió dos años. Ni siquiera sé dónde vive ahora.
– Pero ¿cómo se llama? Los hijos a veces se ven con sus padres a escondidas sin que las madres se enteren.
Cuando protestó contra esa idea (Josie nunca haría algo a sus espaldas) le señalé que Josie había desaparecido a sus espaldas. Rose desembuchó a regañadientes el nombre del padre, Benito Dorrado; la última vez que le había visto, ocho meses atrás, estaba en un Eldorado con una puta pintada como una mona. Detrás de ella, en la cama, Julia ahogó un grito al oír la palabrota.
– ¿Algún otro pariente? ¿Tiene algún hermano o hermana en Chicago?
– Mi hermano vive en Joliet. Ya lo he llamado y no sabía nada de ella. Mi hermana vive en Waco. No pensará…
– Rose, está usted angustiada y nos está haciendo dar vueltas en círculo. ¿Josie está muy unida a su tía? ¿Cree que sugeriría a Billy viajar mil quinientos kilómetros en coche para ir a su casa?
– No lo sé, no lo sé; sólo quiero que vuelva mi niña.
Se echó a llorar con los sollozos incontrolables de una persona que no suele permitirse desfallecer.
El señor Contreras la tranquilizó con un lenguaje muy parecido al que había empleado con el bebé.
– Denos algo que pertenezca a su niña, una camiseta u otra prenda que no haya lavado. Mitch la olerá y le seguirá la pista, ya verá.
Los niños estaban sentados en sus colchones hinchables mirando asustados a Rose con los ojos como platos. Una cosa era que su hermana desapareciera y otra muy distinta que su madre se viniera abajo. Para que todos se calmaran, dije que vería qué podía averiguar esa misma noche. Di a Rose el número de mi móvil y le pedí que me llamase si se enteraba de algo.
Ahora mi vecino y yo estábamos sentados en el coche, tratando de decidir qué hacer a continuación. Mitch ocupaba el angosto asiento de atrás con la camiseta sin lavar de Josie entre las patas. Nunca había pensado en él como perro rastreador, pero nunca se sabe.
– Deberías comenzar por las chicas del equipo -sugirió el señor Contreras.
– Una libreta de direcciones nos vendría muy bien, un listín telefónico, cualquier puñetera cosa.
No quería volver a subir al apartamento a pedir un directorio de Chicago. Finalmente, pese a que era muy tarde, llamé a Morrell para ver si se avenía a buscar las direcciones. Aún estaba levantado; de hecho, estaba viendo el partido.
– Últimos dos minutos, oportunidad de cinco yardas para los Chiefs -informé al señor Contreras, que se frotó las manos regodeándose con la idea del bote que le aguardaba en mi apartamento.
Oí los pasos desiguales de Morrell renqueando por el pasillo en busca de su ordenador portátil y sus listines telefónicos. En un par de minutos me leyó las direcciones de todas las chicas del equipo que tenían teléfono, incluida Celine Jackman, aunque no me imaginaba a Josie acudiendo a la archienemiga de April en el equipo. Hice un bosquejo del mapa del barrio y apunté las direcciones en la cuadrícula de calles. Las direcciones abarcaban unos dos kilómetros de norte a sur, pero no más de cuatro manzanas de este a oeste, salvo por la del padre de Josie. Benito Dorrado se había mudado del South Chicago al East Side, un barrio cercano relativamente estable y algo más próspero.
Tardamos bastante más de una hora en husmear por las calles y callejones próximos a los hogares de las chicas de mi equipo. Descarté despertarlas para preguntarles por Josie: una visita de la entrenadora a altas horas de la noche buscando a una jugadora descarriada sólo serviría para que todo el equipo flipara en colores. Llevando conmigo a Mitch con la correa bien corta, me iba asomando a todos los garajes que encontramos; casi todas las chicas vivían en las casas de una planta que predominan en el barrio, y éstas a menudo tienen garaje en los callejones de la parte trasera. En uno de los garajes sorprendimos una reunión de pandilleros, ocho o diez jóvenes cuya amenazadora mirada me puso la piel de gallina. Iban a acometernos, pero el grave gruñido de Mitch los hizo retroceder lo suficiente como para que pudiéramos batirnos en retirada.
A la una y media llamó Rose para preguntar cómo iban nuestras pesquisas. Ante mi respuesta negativa suspiró pero dijo que suponía que debía acostarse: tenía que seguir buscando trabajo por la mañana, aunque con aquel peso tan grande en el corazón le constaba que no causaría muy buena impresión.
El señor Contreras y yo enfilamos hacia el sur, por debajo de las pilastras de la Skyway, hasta la casita de madera de Benito Dorrado en la avenida J. Las luces estaban apagadas, cosa nada sorprendente puesto que ya habían dado las dos, pero no sentí los mismos escrúpulos de despertarlo que con las chicas del equipo; era el padre de Josie, bien podía prestar atención a algunos de los dramas de la vida de su hija. Llamé al timbre con insistencia durante un par de minutos y luego le llamé por el móvil. Cuando el teléfono hubo sonado unas doce veces detrás de la puerta principal, fuimos a la parte de atrás. El garaje para un solo coche estaba vacío; ni el Eldorado de Benito ni el Miata de Billy estaban a la vista. O se había mudado o estaba pasando la noche con la puta pintarrajeada.