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Deseaba colgarlo boca abajo de una viga del tejado y sacudirlo hasta que lo que supiera sobre Billy y su familia y Fly the Flag le cayera de la cabeza. Me resultaba imposible creer que Andrés hubiese prendido fuego a la fábrica, pero era electricista. Sabría por dónde entraban los cables a la planta y cómo utilizarlos para que causaran la máxima devastación. Pero en cambio dudaba mucho de que tramara la muerte de un hombre, y no concebía ningún motivo plausible para que hiciera cerrar un negocio que proporcionaba buenos empleos a la comunidad.

Como no podía hacer hablar a Andrés, aún era más importante que encontrara a Billy. El Niño había huido justo después de que su abuelo hubiese insultado al pastor Andrés en la iglesia, de modo que nada daba pie a suponer que la pelea con su familia tuviera algo que ver con Bron y Marcena. Al día siguiente había ido a trabajar como de costumbre: no fue hasta después del trabajo que sucedió lo que le llevó a desaparecer sin dejar rastro. Eso me indujo a pensar que los problemas de Billy residían en el almacén, no en Fly the Flag. Y significaba, probablemente, que se trataba de algo que andaba haciendo su tía Jacqui, pues ella era el único miembro de la familia que acudía regularmente al almacén. De modo que el almacén tendría que ser mi siguiente objetivo, una vez que hubiese resuelto las cosas con Sandy Zoltak. Sandra Czernin.

Pese a mis trabajosos andares conseguí llegar al domicilio de los Czernin, una planta baja cerca de la esquina de la Noventa y uno y Green Bay Avenue, frente a las trescientas hectáreas de erial donde antaño se alzaba la acería USX South Works.

Contemplé los escombros. Cuando yo era niña y teníamos que limpiar las ventanas a diario por culpa de las gruesas manchas de hollín que se les adherían, anhelaba pasar veinticuatro horas lejos de las acerías, pero jamás hubiese imaginado que desaparecerían aquellas gigantescas naves, los kilómetros de cintas transportadoras acarreando carbón y mineral de hierro, las chispas naranja que llenaban el cielo nocturno diciéndote que estaban vertiendo la colada. ¿Cómo era posible que algo tan grande desapareciera convirtiéndose en un descampado lleno de escombros y malas hierbas? Era un misterio insondable.

Mi madre insistía en la necesidad de plantar cara a las tareas desagradables, ya se tratara de limpiar cristales o de hablar con personas como Sandra Czernin. Yo pensaba que era mejor jugar primero y ver si luego, al final del día, quedaba tiempo libre para hacer el trabajo sucio, pero aún oía la voz de Gabriella: cuanto más tiempo pierdas pasándolo bien mirando esa acería, más te costará luego hacer el trabajo que tienes que hacer.

Me erguí y fui decidida hasta la puerta principal. En una calle de casas tristes y descuidadas, la de los Czernin estaba muy bien pintada, el revestimiento exterior intacto, el pequeño patio inmaculado, con el césped segado para el invierno y unos cuantos crisantemos flanqueando el breve camino de acceso. Al menos la ira de Sandra tomaba un giro constructivo, si la empujaba a mantener así su morada o a obligar a Bron a hacerlo también.

Sandra me abrió la puerta segundos después de que llamara al timbre. Me miró fijamente como si no me reconociera. No se había lavado la cabeza ni peinado recientemente y llevaba el cabello, hirsuto y descolorido, completamente alborotado. Tenía los ojos azules inyectados en sangre y el semblante desdibujado, como si los huesos se le hubiesen disuelto debajo de la piel.

– Hola, Sandra. Siento lo de Bron.

– ¡Tori Warshawski! Hace falta valor para presentarse aquí ahora, con dos días de retraso. Tu compasión me importa una mierda. Tú lo encontraste, me lo dijo ese policía. ¿Y ni se te ocurrió que me tenías que llamar? ¿He encontrado a tu marido, Sandra, ve encargando un ataúd porque ahora eres viuda?

Su enojo sonaba forzado, como si estuviese tratando de provocarse algún sentimiento, el que fuera, y la ira fuese la única emoción que se le ocurriera cuando no podía contener su aflicción. A punto estuve de empezar a justificarme, mi noche en la ciénaga, mi día en el hospital, pero me lo tragué todo.

– Tienes razón. Tendría que haberte llamado enseguida. Si me dejas entrar, te contaré lo que sé.

Avancé sin aguardar a que decidiera si soportaba la idea de verme en su casa y se hizo a un lado de modo instintivo, como suele hacer la gente.

– Estaba con esa puta inglesa, ¿verdad? -dijo cuando estuvimos en la entrada-. ¿También ha muerto ella?

– No. Está muy malherida, tanto que no puede hablar y decir a los polis quién los atacó.

– Ya, sécate las lágrimas mientras me pongo a tocar «Mi corazón llora por ti» al violín. -Para mi consternación, se puso a frotar la yema del dedo corazón sobre el índice, tal como lo hacíamos de niñas cuando nos poníamos sarcásticas; una pulga tocando con el violín más pequeño del mundo, solíamos decir.

– ¿Cómo lo está llevando April? -pregunté.

– Oh, era la niña de los ojos de papá, no se cree que haya muerto, no se cree que estuviera con esa periodista inglesa aunque todos los críos del colegio lo sabían y se lo habían dicho.

– Bron pensaba que podría conseguir dinero para el desfibrilador. ¿Sabes si había conseguido algo?

– Bron y sus ideas. -Torció el gesto con un desdén espantoso-. Seguramente pensó que podía robar un cargamento de teles en By-Smart. Si alguna vez tuvo una buena idea por encima de la cintura, nunca me enteré. Sólo hay una cosa que podría ayudarnos y es que se hubiese muerto trabajando para la empresa.

Resultaba tan duro escuchar su amargura que tardé un momento en entender lo que quería decir.

– Ah. Así podrías cobrar la indemnización de Workers Compensation. ¿No tenía un seguro de vida?

– Diez mil dólares. Cuando lo haya enterrado, quedarán unos siete mil. -Se le saltaron las lágrimas-. Ay, maldito sea, ¿qué voy a hacer sin él? Me engañaba cada cinco segundos, pero ¿qué voy a hacer? No puedo conservar la casa, no puedo cuidar de April, maldito sea, maldito sea, maldito sea.

Comenzó a sollozar con tal aspereza que las sacudidas de su cuerpo enjuto la obligaron a apoyarse contra la pared. La tomé del brazo y la hice pasar a la sala de estar, donde el mobiliario estaba cubierto con fundas de plástico. Quité la que tapaba el sofá y la hice sentar.

Capítulo 33

Las familias felices son todas iguales, las familias desdichadas…

La casa de los Czernin estaba distribuida como todas las casas del South Side, incluida la casa donde me crié. El instinto me guió a través del comedor hasta la cocina. Puse agua a calentar para el té y, mientras aguardaba a que hirviera, no pude resistir la tentación de abrir la puerta del patio trasero para ver si tenían un pequeño cobertizo como el nuestro. Mi padre guardaba sus herramientas en él; era capaz de arreglar casi todas las cosas de la casa. Hasta me había cambiado una rueda de los patines. Me causó satisfacción encontrar uno idéntico detrás de la cocina de Sandra, aunque no estuviera tan limpio y ordenado como el de mi padre. Mi padre jamás habría dejado recortes de caucho esparcidos por la superficie de trabajo de aquella manera, como tampoco trozos de cable con las puntas peladas.

Estaba girándome hacia la cocina cuando apareció April en el umbral. Iba abrazada al oso gigante que Bron le había regalado en el hospital; aún tenía la cara hinchada por las medicinas que tomaba para el corazón.

– ¡Entrenadora! No sabía… No me esperaba…

– Hola, cielo. Siento lo de tu padre. Sabrás que fui yo quien lo encontró.

Asintió hoscamente.