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Sin embargo, conforme avanzaba la investigación, salieron a la luz nuevos datos del caso. Para empezar, resultó que el coche fue robado en un aparcamiento en Tokio. Otra pista procedió de una huella dactilar recogida en una de las pocas secciones del coche que no había ardido. Pertenecía al principal sospechoso de una serie de asesinatos de colegialas que había tenido lugar en Tokio unos años antes.

Por aquel entonces, el sospechoso no había pasado aún el umbral de los veinte, la edad de responsabilidad legal, por lo que tanto la investigación como la cobertura mediática fueron limitadas a la vez que cautelosas. Jamás consiguieron arrancar una confesión al presunto asesino en serie. Eso sí, poseían testimonios detallados de una fuente fiable. Según el capitán Ito, dicho sospechoso era, en realidad, el cabecilla de una banda de delincuentes juveniles que había perpetrado todos los asesinatos.

Por lo que al caso de las colegialas atañía, no disponían, por desgracia, de pruebas forenses ni tampoco de declaraciones de testigos oculares. En casos tan horrendos como este, en la sucesión de fechorías que iba acumulando el asesino, siempre aparecía una víctima que, afortunadamente, lograba escapar de las garras de su verdugo. Su testimonio se convertía en una prueba concluyente y el caso quedaba cerrado. Pero en esta ocasión, no hubo supervivientes. Que ellos supieran, todas las chicas elegidas habían acabado muertas.

Estos asesinatos marcaron un punto de inflexión en la tipología criminal. Ponían de manifiesto una diferencia fundamental en comparación con otros crímenes despiadados cometidos en Japón hasta la fecha. Según parecía, el móvil de los asesinatos no era otro que el más puro placer de matar. Nada indicaba que los asesinatos estuvieran motivados por el dinero o la perpetración de violencia sexual. Si bien era cierto que tanto el líder de la banda como sus secuaces contaban con antecedentes penales por agresión sexual o extorsión, todo apuntaba a que, en este caso, el objetivo no era otro que el de asesinar.

El método era bastante sencillo. Divisaban a una colegiala que andaba por una calle desierta, de camino a casa. La perseguían con el coche hasta agotarla. Acababan atropellándola y ahí mismo la remataban. No obstante, las circunstancias propicias no solían darse con frecuencia y no siempre encontraban a chicas que anduvieran por una calle vacía. Así que, la banda comenzó a raptar a sus víctimas para llevarlas a un escenario más adecuado en el que realizar su «persecución mortal». La policía descubrió que los gamberros también despojaban a sus víctimas de sus pertenencias y les propinaban palizas. Pero a tenor de las conclusiones de la investigación, tan solo se trataba de un elemento secundario: el objetivo final era asesinar, no había más. No se trataba de homicidios cualesquiera, disfrutaban matando a sus víctimas mientras éstas intentaban escapar a la desesperada, entre gritos y súplicas por sus vidas. En cuanto la trama de estos sórdidos crímenes ganó en nitidez, los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia, provocando la histeria colectiva. Los periódicos y telediarios no se cansaban de repetir que acababa de llegar a Japón una macabra moda importada de Estados Unidos conocida como «safari humano».

Los presuntos asesinos se aprovecharon de la doble ventaja que les brindaba la amplia cobertura mediática y la falta de pruebas materiales. Se proclamaron los chivos expiatorios de una maquinación orquestada por la policía; los cargos de los que se les acusaban eran una falacia. Insistieron en su inocencia, y declararon que resistirían la tropelía policial hasta el final. Recibieron el apoyo de un par de grupos de derechos humanos y algunas secciones de la prensa que se habían tragado el cuento. Se llevaron a cabo varias campañas en su favor. El líder de la pandilla llegó a convertirse casi en una celebridad. Cuando Chikako fue trasladada a la Brigada de Investigación de Incendios observó el caso como una espectadora más. Pero se convenció de que las cosas hubiesen sido muy diferentes de no ser por el carisma del principal sospechoso: poseía un talento interpretativo digno de una estrella de cine.

Las acusaciones vertidas contra la banda empezaron a desinflarse. Y la investigación, que se había erigido sobre unas bases inestables desde el principio, comenzó a tambalearse. La cobertura mediática fue decayendo y, unos seis meses más tarde, el equipo movilizado para la investigación quedó disuelto. El caso fue temporalmente clasificado como «pendiente», un eufemismo que no venía a significar sino que había sido archivado. Todos los detectives de la División de Investigación Criminal podían oír chirriar los dientes de sus compañeros encargados del caso. Pronto, la frustración dio paso al desánimo. Poco a poco, se las arreglaron para apartar los recuerdos de las chicas asesinadas y guardarlos en los recodos de sus mentes, más allá del remordimiento de conciencia, hasta que quedaron sumergidos en el fango del olvido.

El caso de los cuerpos calcinados de Arakawa tuvo lugar una vez que los asesinatos de las colegialas habían quedado más o menos olvidados. De nuevo, el principal sospechoso volvía a ocupar las portadas de los periódicos. Y, en esta ocasión, porque había aparecido en la escena del crimen, pero en forma de un horripilante cadáver.

Dado que el fuego resultó ser el arma del crimen, los miembros de la Brigada de Investigación de Incendios fueron convocados para asesorar al equipo de investigación que trabajaba en el caso. Se vieron involucrados tanto en el análisis forense de la escena del crimen como en las reuniones del equipo. Chikako no tomó parte en estas pesquisas y solo siguió el caso a través de las noticias y las fotografías tomadas en el lugar del homicidio. Pero en cuanto se concentró en los entresijos del caso, lo vio claro. «Se trata de un caso de venganza.» Llamémoslo intuición femenina. Supo de inmediato que se trataba de las represalias tomadas por alguien que se había propuesto ajustar cuentas con los asesinos de las colegialas.

El hecho de que un halo de misterio rodeara el caso, hizo que se sintiera más intrigada si cabía. Insistió en que la Brigada de Incendios se involucrara más en la investigación y no se limitara a actuar como meros «asesores». Pero sus compañeros le dieron la espalda. En materia de investigación los detectives se mostraban muy territoriales y detestaban que metieran las narices en sus casos. Era parte de la competitividad que los hombres se empeñaban en aplicar a cada aspecto de la vida. Aquello desquiciaba a Chikako.

El caso de los asesinatos a orillas del río Arakawa no fue resuelto jamás. Ni siquiera habían logrado identificar el arma del crimen. Lo único que averiguaron fue que alguien había robado un soplete en una herrería que quedaba en las inmediaciones de la escena del crimen. La prensa lo señaló como el arma homicida, pero era imposible que un soplete pudiera desprender calor suficiente como para reducir cuatro cuerpos humanos a montones carbonizados. La policía era consciente de ello, pero dado que la investigación comenzó a venirse abajo, nadie se tomó las molestias de enmendar este error de juicio.

Esta cuestión seguía atormentando a Chikako. ¿Qué demonios había sido del arma empleada en la matanza? Estaba convencida de que, para averiguarlo, la policía debería interrogar a los familiares de las colegialas asesinadas. De ahí que cuando se enteró de que el capitán Ito mantenía el mismo interés y decepción que ella ante el caso, ambos continuaron indagando por su cuenta. Estaban seguros de que algún día el asesino volvería a actuar.