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– ¿Ha estado vigilando a la familia Kurata todo el día? -preguntó Junko.

– Eso es -asintió el Capitán. Por alguna razón lucía una mirada servicial en su rostro-. Yo no soy como vosotros dos. No tengo ningún poder especial. La vigilancia es lo mejor que sabe hacer un antiguo detective como yo. Ocupo el escalón más bajo de la organización.

Durante un instante, un destello de rabia apareció en los ojos de Koichi. Sin embargo, en cuanto Junko se percató de ello, la sensación ya había desaparecido.

– No hables así, Capitán -dijo Koichi, sonriendo de nuevo. Le dio una ligera palmada en el hombro.

– Así que, ¿fue policía? -inquirió Junko.

– Eso es -repuso el Capitán, apartando la mirada-. Fui detective, pero estoy jubilado.

– De acuerdo, entendemos la situación. -Koichi desvió la conversación-. Tendremos que hacerlo otro día. No hay por qué disgustarse, ese tipo de cosas suele suceder.

– Pero ¿crees que Kaori estará bien? -Junko no podía evitar inquietarse por la niña-. ¿No dijiste que su madre estaba considerando matarla y suicidarse después?

Koichi le lanzó una sonrisa cargada de confianza.

– Es Navidad. Y pronto llegará el Año Nuevo. Es la época más feliz para los niños. Dudo que ninguna madre asesine a su propio hijo en esta fecha, por muy desesperada que esté. De todas formas, el plan me pareció demasiado precipitado desde el principio. Esperemos hasta después de las vacaciones.

– Kurata se está impacientando -masculló el Capitán, resentido-. Dice que será más fácil hacerse con la niña mientras esté en el hotel.

– Mira, podemos hacerlo después.

El capitán murmuró algo, aún con la cabeza gacha.

– ¿Qué pasa?

– Esa mujer… Quizás se trate de una agente con la que solía trabajar.

Junko y Koichi intercambiaron una mirada.

– ¿ Quién?

El Capitán tragó saliva con fuerza.

– Esa mujer que estuvo con Makihara y el ama de llaves. ¿Recordáis que nos planteamos que fuese una amiga de Fusako? Pues bien, no lo creo.

– Entonces, ¿también es de la policía?

– He hablado con el supervisor de la misión esta mañana, y visto el modo en el que Makihara y ella hablaban, deduce que quizá sea policía. En realidad, según la descripción que me ha dado, puede tratarse de la persona con la que trabajé en el pasado.

El Capitán se secó la boca con la mano, y las briznas de tabaco se le adhirieron a los labios.

– De hecho, nuestros caminos volvieron a cruzarse hace poco.

– ¿La has visto? -Koichi enarcó ambas cejas.

– Vino a verme al trabajo. Pensé que solo quería saludar a un viejo amigo, pero…

Koichi se mordió el labio inferior. Entre los dos hombres, Junko tuvo la sensación de que sus mentes rebosaban de pensamientos y decepción y, de repente, se sintió abrumada por una vaga sensación de inquietud que la hizo arroparse de nuevo bajo sus propios brazos.

– No pierdas la calma -dijo Koichi-. Ya sabes que eso no trae nada bueno.

El Capitán no articuló palabra. Sus dedos, aún con trocitos de tabaco pegados, temblaban.

– Te acompañaré abajo. Deberías ir a casa y descansar un poco. -Dicho esto, ambos se encaminaron hacia el ascensor. El Capitán se retiraba con los hombros hundidos. Junko empezó a vaciar las bolsas de la compra.

Koichi no regresó pasados diez minutos. Ni tampoco veinte. Ella cortó las etiquetas de la toalla y la ropa nueva, y las plegó cuidadosamente. Enjuagó los palillos y el cuenco que Koichi le había regalado y los puso a secar. Koichi no había regresado aún.

Contempló la idea de bajar a buscarlo, pero no podía marcharse y dejar la puerta abierta. Koichi finalmente apareció mientras Junko decidía qué hacer.

– Habéis tardado mucho en deciros adiós -comentó.

– La despedida es tan amarga -sonrió Koichi-. Hagamos las maletas.

– ¿Qué?

– Iremos nosotros solos. -Koichi giró las llaves en su dedo con exuberancia-. Ya no tenemos que trabajar, y el telediario dice que el tráfico se ha reanudado en la autopista de Chuo. Llegaremos en seguida. Podemos quedarnos allí hasta Año Nuevo. Se está muy tranquilo, el aire es puro y no habrá nadie que nos moleste. Podremos relajarnos y hacer lo que nos venga en gana -sonrió-. ¡Ni siquiera tendremos que levantarnos de la cama!

Junko ladeó la cabeza y, escéptica, le lanzó una mirada socarrona.

Koichi la imitó.

– ¿Qué tienes en mente, princesa?

– Me estaba preguntando dónde guardas las maletas -sonrió.

– Te buscaré una. -Koichi se dirigió alegre hacia un armario. Junko echó un vistazo al reloj. Eran casi las cinco.

Conforme avanzaban hacia el oeste, el manto de nubes oscuras que cubría el cielo nocturno empezaba a disiparse. Hicieron un alto en el camino para comprar algo de comer y quedaron atrapados en lo que quedaba de atasco. Para cuando el coche de Koichi pasó frente al letrero que les daba la bienvenida a la residencia con vistas al lago de Kawaguchi, ya eran casi las ocho de la tarde. Junko se asomó por la ventanilla y pudo atisbar unas cuantas estrellas parpadeando en el cielo. El tiempo estaba mejorando.

– ¿Ves? Te dije que aquí no habría nadie. -Tenía razón. A través de los oscuros árboles pudo vislumbrar las siluetas de las enormes casas, pero no había luz en ninguna de ellas. La única iluminación manaba de las farolas de la calle. Pese a la escasa afluencia en esas fechas, la carretera quedaba despejada de nieve. No había ni una sola casa desatendida ni abandonada. Era obvio que la urbanización contaba con un servicio de mantenimiento.

– Durante el verano, ese lugar está lleno de urbanitas que escapan del calor. En invierno, sin embargo, no hay nada que los atraiga. Por eso es un lugar perfecto para solitarios como yo.

Durante todo el trayecto, Junko se entretuvo con la danza del payaso con la abeja en la nariz, pero los repentinos cambios de su vida acontecidos la noche anterior empezaban a hacer mella, y se sentía mareada. Abrió la ventanilla para dejar entrar algo de aire fresco, y se despejó de inmediato.

– ¿Ya hemos llegado?

– Falta poco. ¿Qué tipo de casa imaginas?

– ¿Una cabaña enorme?

– Exacto. ¿Cómo lo has averiguado?

– Porque es lo que me gustaría encontrar, eso es todo.

– Pues tenemos los mismos gustos -rió Koichi-. La terraza sur da al lago, y puedes pescar desde ahí. Te enseñaré para cuando se abra la veda.

– No pienso tocar un solo gusano, gracias.

– Pero puedes utilizar cualquier carnada ¡Mira! Ahí está. Es la casa de la esquina.

Una enorme mansión con unos imponentes y macizos troncos talados quedaba en paralelo a la carretera y miraba al lago. El tejado dibujaba un ángulo más pronunciado de lo que Junko había imaginado. Le recordó a los rasgos de Koichi.

– ¡Hay chimenea!

– ¿Y por qué piensas eso?

– Pues porque asoma por el tejado.

– Excelente. ¡Nacida para detective! -Koichi se desvió de la carretera hacia los arbustos que quedaban frente a la casa y se detuvo en la puerta-. Hemos llegado.

Cuando salió del coche, el aire frío envolvió a Junko. No fue una sensación desagradable, sino más bien como una tela fresca que la arropaba del frío. Frunció los labios y exhaló una lechosa bocanada de vapor condensado.

– De hecho, yo mismo diseñé la casa -explicó Koichi mientras abría la puerta-. Puse todos los sueños de mi infancia en ella. La terraza sobre el agua, el techo de catedral, la chimenea… También hay un ático enorme.

– ¿Tu padre y tu abuelo tienen su propia residencia de vacaciones?

– Ambos están en lugares calentitos con fuentes termales naturales. Eso es lo que hace la gente mayor. Oh, eh, ¿te importaría ocuparte de Visión mientras saco lo demás del coche?

Junko sacó el elegante trasportín del asiento trasero donde aguardaba la preciada gata de Koichi. Empezó a maullar en cuanto vio la cara de Junko.