Junko se limitó a agitar la mano en señal de despedida y continuó andando.
– ¿Quién eres realmente? ¿Qué vas a hacer?
Prefirió ahorrarle la explicación, de modo que prosiguió su camino, poniendo una rápida distancia entre ellas.
Lo mejor era no volver a ver a Nobue. Después de todo, quizá la ex pandillera diera con el modo de vivir una vida tranquila junto a sus padres. Había un par de cosas que deseaba para Nobue. Una de ellas, que se diera cuenta de que pese a que los cortes de su espalda se los había hecho otra persona, fueron sus propios pasos los que la llevaron a semejante resultado. Ella era la única responsable de que su vida hubiese tomado un giro tan dramático. Pero lo que Junko deseaba por encima de todo era que Nobue reconociera de una vez por todas que Asaba seguía teniendo un lugar en su corazón.
«Espero que algún día te des cuenta», rogó en una silenciosa plegaria. «Porque cruel es el destino que aguarda a aquellos que sacrifican vidas inocentes en nombre del aburrimiento, de la insatisfacción, de la avaricia. Así será, si yo, Junko Aoki, consigo ponerles las manos encima.»
La fábrica de Tayama había sido acordonada, y cubierta por carteles de «Prohibido el paso». Frente a ellos, se arremolinaba una ruidosa multitud de curiosos espectadores.
Chikako Ishizu estaba plantada justo detrás del cordón policial. Tenía los brazos cruzados, y observaba con atención las paredes de la fábrica. Reparó en el hierro rajado, la pintura desconchada, y parte de un canalón roto que colgaba a un lado del tejado. El edificio en ruinas asomaba cual anciano agotado, desamparado, sin un abrigo con el que taparse, con su desnuda espalda encorvada bajo el viento glacial del invierno.
«Nadie vio ningún fuego». Chikako no dejaba de darle vueltas a aquello.
La inspección de campo seguía su curso, y los forenses vestidos de uniforme azul trabajaban sin cesar, rastreando la zona. El perímetro en el que se efectuaron las primeras labores de registro, el suelo de tierra donde Chikako se plantaba en una esquina del interior de la valla, ya había sido peinado en busca de pruebas. La inspección había quedado completa en el exterior. No se cercaron más puntos. El equipo forense permanecía en una pequeña zona acordonada dentro de la fábrica.
Los cuatro cadáveres seguían en el interior de la fábrica. El trabajo de la policía se vio obstaculizado por la ausencia de suministro eléctrico. La oscuridad alargaba considerablemente la toma de fotografías forenses. El intento de recurrir a la fotografía de alta velocidad resultó infructuoso, y ahora los operadores cargaban con generadores e iluminación especial para optimizar sus probabilidades de éxito.
De lo que sí tenían constancia era que o bien el asesino o bien sus víctimas sabían que en la fábrica no había electricidad. Encontraron una linterna junto a uno de los cuerpos. En definitiva, alguien iba preparado para lo que fuese que hubiese tramado hacer allí.
Solo una entrada a la fábrica mostraba signos de haber sido forzada: una puerta de hierro sin bisagras que daba al este. Esa era la única manera de entrar o salir. No había signos de que hubiesen forzado el candado que cerraba la puerta de la nave.
Para facilitar el registro del área, la policía abrió tanto esa puerta como la entrada principal de la fábrica. Unos agentes se encargaban de restringir el paso en esos puntos de acceso donde habían colocado una cubierta de plástico azul para frustrar la curiosidad de los mirones. Pero cada vez que el viento del norte agitaba el plástico, la pequeña multitud de espectadores se ponía de puntillas y se empujaba para poder captar algo de lo que pasaba ahí dentro.
Chikako se fijó de nuevo en las paredes de la fábrica. El edificio medía unos tres pisos de alto, y había una claraboya con el cristal roto que quedaba aproximadamente a dos tercios de su altura. Parte del ventanal había desaparecido, y lo que quedaba del cristal estaba rajado. De hecho, quizá aún se mantuviese en pie gracias a un rudimentario arreglo con cinta adhesiva que, a juzgar por su color mugriento, debía de estar ahí desde tiempos inmemoriales. En una esquina del marco de la ventana, Chikako divisó lo que parecía ser un nido que estaba igual de envejecido y gris. Antaño, cuando la fábrica todavía estaba en marcha, el tumulto debió de mantener alejados a los pájaros. Una vez quedó cerrada, pequeñas aves como gorriones, golondrinas o benteveos se habían adueñado de la fábrica para nidificar. El caso es que incluso los pájaros habían abandonado ya la fábrica. Y ahora, se había convertido en la escena de un homicidio.
«Ese ventanal…», pensó Chikako.
Las llamas que carbonizaron los cuerpos debían haber sido vistas a través de ese ventanal. Y sin embargo, la policía no había recibido ninguna llamada de los residentes de la zona. Tampoco la brigada local de bomberos, que no tenía constancia de incidencia alguna. Nadie había visto fuego.
Aquello solo podía significar una cosa: las llamas aparecieron de repente, alcanzaron la temperatura suficiente como para consumir los cuerpos en el acto y se extinguieron con la misma velocidad con la que se prendieron.
La policía no obtendría más información hasta que se llevara a cabo la autopsia de los cadáveres. Era imposible hacer conjeturas sin conocer detalles esenciales tales como el grado de calcinación de la piel, órganos y huesos; el tiempo de combustión o la temperatura máxima a la que fueron sometidos los cuerpos. No obstante, Chikako no necesitó esos resultados para llegar a una conclusión. Un solo vistazo a la escena del crimen bastó para deducir que se trataba del mismo método, la misma arma de aquel caso. El paralelismo con los homicidios del río Arakawa saltaba a la vista, principalmente por la ausencia de olores. Desde luego, el hedor a carne chamuscada pendía del aire, lo que faltaba era el olor de un líquido inflamable.
Cualquier cosa valía: gasolina, disolvente, queroseno. Sin combustible, era imposible prender fuego a un cuerpo en un lapso de tiempo tan corto. Y cada uno de esos agentes inflamables desprendía un olor característico.
Chikako no era miembro oficial del equipo de investigación movilizado en el caso, sino una mera observadora enviada por la Brigada de Investigación de Incendios. Se suponía que debía permanecer allí hasta que la investigación de campo quedara concluida. Por otro lado, no resolvería nada sin empaparse del caso, de modo lo primero que hizo al llegar fue excederse de sus competencias. Pidió permiso para acceder al escenario, acercarse a los cadáveres y comprobar si lograba distinguir cualquier tipo de olor.
No era posible asegurar a ciencia cierta que se hubiese utilizado algún tipo de líquido inflamable hasta que se analizaran las muestras recogidas. Sin embargo, en la escena del crimen, el olfato del sabueso solía constituir un elemento determinante. Los veteranos de la Brigada de Incendios eran capaces de identificar qué había iniciado un fuego guiándose solo por el olor. Así y todo, Chikako no detectó indicador alguno en la fábrica. La experiencia le dictaba que el resultado de la cromatografía de gases apoyaría su conclusión. Así había sucedido en el caso de Arakawa. Ni los investigadores ni los posteriores análisis forenses habían podido evidenciar el uso de combustible.
– Ishizu.
Chikako se giró sobre sí misma y divisó a Kunihiko Shimizu que sorteaba el cordón y se dirigía hacia ella. Venía de poner sobre aviso al capitán Ito.
– ¿Aún no nos han llamado? -preguntó Shimizu con tono ofendido-. ¿Cuánto tiempo nos van a hacer esperar?
– Eso te pone de los nervios, ¿verdad?
– ¡Estamos en nuestro derecho de participar en la investigación!
El caso estaba bajo la jurisdicción de la División de Investigación Criminal. Un capitán de unos treinta y tantos años llamado Shinagawa dirigía las pesquisas. Chikako no lo conocía personalmente. Ito había mencionado que era un hueso duro de roer, tan duro que, por desgracia, jamás permitía que nadie lo llevara la contraria sobre la forma de dirigir la investigación. Antes de que Chikako ingresara en el cuerpo,