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– ¿Te has fijado en eso? -inquirió Chikako, señalando tras él.

Shimizu se dio la vuelta. Estaba frente a una serie de estanterías que debieron de servir para almacenar herramientas. De los tres cuerpos carbonizados, el de en medio había caído justo frente a ellas. Lo que fue su mano rozaba los pies de la estructura, como indicaba la silueta trazada con la tiza blanca que dejaba constancia de la posición en la que había quedado el cuerpo antes de su levantamiento.

– ¿Qué pasa?

Chikako se agachó y señaló la base de las estanterías.

– Esto. Ven aquí y echa un vistazo.

Shimizu obedeció. De inmediato, una expresión de sorpresa invadió su cara.

– Está derretida…

La parte inferior de la estantería estaba derretida y combada. Era difícil apreciarlo a menos que se mirase desde muy cerca, pero efectivamente, el borde del anaquel inferior estaba levemente doblado.

Aún sorprendido, Shimizu inspeccionó el antiguo mueble. Golpeó con una mano la parte ennegrecida, que emitió un sonido metálico.

– Estas estanterías son de acero, ¿verdad?

Chikako asintió. Quienquiera que hubiese hecho aquello había utilizado algo que desprendía temperaturas lo suficientemente altas como para derretir el acero.

– Vale, ¿qué hacemos ahora? Tenemos dos opciones. O nos dejamos caer por el distrito de Arakawa o regresamos al departamento y hablamos con el sargento Kinugasa.

– Conozco a Kinugasa -dijo Shimizu-. Comparado con el desgraciado de Higuchi, es todo un caballero. Fue mi superior cuando trabajábamos en el mismo distrito.

– Pues no se hable más.

Chikako y Shimizu salieron del edificio. El rostro del muerto había atravesado como una flecha el corazón de la detective. Pero ahora sentía la adrenalina recorrer su interior y hacerla vibrar.

– No nos pueden ver ni en pintura, ¿verdad? -murmuró Shimizu con amargura cuando dejaron atrás el bullicio y la actividad de fuera.

– Eso es porque desempeñamos papeles distintos.

– Si este caso fuera competencia directa de la brigada, estaríamos en su pellejo y ellos en el nuestro.

– Dios no lo quiera. Ni se te ocurra mencionarlo de nuevo. Si alguien se pasea por ahí provocando incendios con un arma tan poderosa, estaremos metidos en un buen brete.

– Ishizu, ¿tienes idea del tipo de arma utilizada por el autor de los homicidios?

– Ni la más remota -reconoció Chikako, con una leve sacudida de cabeza.

– ¿Un lanzallamas…?

– No es fácil hacerse con esos juguetes. Y aunque lo fuera, no tendría tal poder de deflagración. Ya lo sabes.

También en el caso del río Arakawa, la prensa sensacionalista aventuró y se aferró con tenacidad a la hipótesis del lanzallamas. En realidad, aquella teoría no tenía ni pies ni cabeza para la policía, por lo que fue descartada desde el principio de la investigación.

– Lo sé. Era un decir. Pero ¿qué otra cosa se te ocurre? ¿Una pistola láser o algo por el estilo?

– ¿ Cuántos años hace que estás en la Brigada de Investigación de Incendios, Shimizu?

– Vamos, ¡no seas así! Solo hace un año, lo sabes bien. Nada comparado con lo que tú llevas, mamá.

– Te equivocas. Yo también soy una novata-sonrió Chikako-. Regresemos a la comisaría, veamos al sargento Kinugasa, y hablemos con los veteranos de la brigada. Al menos, el capitán Shinagawa ha solicitado nuestra colaboración, así que, mantengamos la calma y pongámonos manos a la obra.

Shimizu suspiró y alzó la mano para llamar a un taxi.

Todavía había demasiados elementos que Chikako y Shimizu desconocían en este punto del caso, y muchos otros que no les habían contado. No sabían que la mujer que había llamado mencionó que un tal Asaba había huido de la escena del crimen. Ignoraban que el hombre al que habían disparado tenía una novia que había sido secuestrada. Y por último, no tenían ni idea de que, en aquel preciso momento, mientras el capitán Shinagawa se alejaba de la fábrica, se había transmitido por radio que acababan de recibir otra llamada anónima, presuntamente de la misma informadora. Esta vez, indicó que Asaba era hijo de un antiguo obrero que trabajaba en aquella fabrica, que su domicilio permanente quedaba registrado en Higashi Ojima, Tokio, y que era un chico de dieciocho años que contaba con antecedentes policiales por delitos violentos.

Capítulo 5

Tal y como había afirmado Nobue Ito, existía un templo llamado Saihoji, en Ayase. Al echar un vistazo al listín telefónico, Junko averiguó que pertenecía a la escuela budista Rinzai Zen. Figuraban dos números de teléfono. Desconocía de qué tipo de templo se trataba, pero debía de ser bastante importante.

Marcó uno de los números desde el teléfono de su apartamento y preguntó el modo de llegar hasta allí. Era obvio que la mujer que atendió la llamada estaba acostumbrada a ese tipo de preguntas y respondió de forma muy eficiente y estudiada. Junko tenía preparado un pretexto para justificar su excursión al Saihoji, pero ni siquiera hizo falta recurrir a él.

Tomó el tren que partía con destino a Ayase. Una vez se apeó, siguió las indicaciones que conducían hacia la puerta principal del santuario. No era de extrañar que hubiera un flujo continuo de turistas: el recinto era gigantesco, incluso había una guardería en su interior. Junko llegó pasado el mediodía. Quizá los niños estuvieran dentro almorzando o puede que ya se hubiesen ido a casa, pero el caso es que no había nadie en el patio. El templo principal quedaba situado algo más arriba, adyacente a la guardería. Se trataba de un edificio cuadrado y gris que tenía más aspecto de gimnasio que de un lugar de culto. La puerta principal también era de hormigón y tenía el mismo tono grisáceo que el resto. Una placa de madera grabada con la palabra «Saihoji» era el único elemento que parecía remotamente ajado.

Junko se quedó plantada frente a la puerta durante unos minutos, convenciéndose de que probablemente nadie cuestionara su presencia. Se encaminó entonces hacia el interior.

La pagoda gris en forma de caja quedaba frente a ella, y la guardería a su derecha. El cementerio debía estar situado a la izquierda. El suelo estaba adoquinado con un estilo sobrio e insípido. El único toque de color lo daban las flores que asomaban en sus maceteros. Junko no reconocía esa especie. El frío viento que soplaba las apiñaba las unas contras las otras.

El cementerio era más pequeño de lo que había imaginado. Las hileras de tumbas, limpiamente dispuestas, exhibían todos los tonos existentes de gris. El camino que conducía hasta ellas lucía el mismo pavimento que el resto del patio del templo, aunque quedaba ligeramente realzado y provisto de estrechas zanjas laterales para canalizar las aguas.

Junko avanzó cargada de dudas. Una anciana apareció de repente desde la hilera de tumbas que quedaba a su derecha. Al parecer, la mujer acababa de dar por concluida su visita y regresaba ahora a la entrada, cerca de donde Junko se encontraba. Junko llevaba consigo un pequeño ramo de flores para dar algo de crédito a su presencia, por si acaso. Al reparar en el detalle, se acercó hasta ella para decir:

– Hace un frío que pela para andar visitando tumbas, ¿no le parece?

Junko respondió al comentario jocoso de la anciana que se inclinó a modo de despedida. Pasó junto a ella con lentitud: el cubo que cargaba parecía pesado, y el agua que sobraba tras limpiar la tumba que había venido a visitar se derramaba y salpicaba el suelo a cada paso que daba.

Junko se vio invadida por una repentina sensación de culpabilidad. Esperó hasta que la anciana dejara el cubo en su sitio y saliera del cementerio antes de hacer ningún movimiento. Ya estaba preparada para proseguir con su camino. ¿Qué venía a hacer Keiichi Asaba en el cementerio en el que descansaba su padre?

Nobue dijo que había acompañado al templo a Asaba en más de una ocasión, pero que mientras el chico entraba solo, ella esperaba fuera. Junko no imaginaba a Asaba cargando con un cubo de agua para regar las flores o limpiar la sepultura de su padre, quien había optado por quitarse la vida, abandonando a su familia. De igual modo, no se lo imaginaba acudir allí para consultar a los monjes del templo.