Capítulo 7
El lustroso y amplio rótulo de Licores Sakurai destacaba en un punto visible a la salida de la estación de Yoyogi Uehara. Junko se acercó para echar un vistazo más detenido. El letrero incluía la dirección así como un pequeño plano, según el cual el local quedaba a diez minutos a pie. Junko memorizó la ruta.
Había dado con la tienda que regentaba la madre de Asaba. Bueno, eso había asegurado Tsutsui además de sostener que era allí por donde se dejaban caer Asaba y sus compinches.
A juzgar por el esmero con el que fue diseñada la placa publicitaria, Licores Sakurai funcionaba bastante bien. O al menos, mejor que el malogrado Plaza. Si Tsutsui había dicho la verdad, el negocio de la madre de Asaba era mucho más rentable que el bar de mala muerte transformado en solar.
Junko avanzaba, ceñuda. No le cuadraba que el negocio de la madre de su enemigo llevara el apellido de otra persona: Sakurai. ¿Y a qué venía ese salto tan cualitativo? ¿Por qué una tienda de licores y no un bar como el Plaza? ¿A qué se dedicaba exactamente la madre de Asaba en el Sakurai? ¿Sería la encargada del local? Aunque resultaba extraño que Asaba y sus colegas merodearan por la tienda de otra persona que no fuera la de su madre. ¿Y por qué una banda de gamberros habría de elegir una tienda, una licorería en concreto, para pasar el rato? Un bar hubiese sido una opción más lógica.
Antaño, Junko tuvo ocasión de vérselas con tipos que respondían al mismo perfil y estaba familiarizada con su forma de pensar. Los prófugos como aquellos no poseían el aplomo de asegurarse que no hubiese moros en la costa antes de alojarse en un motel determinado. Tampoco se preocupaban por la discreción, y tanto daba si el coche que se disponían a robar era demasiado llamativo como para atraer la atención de la policía. A decir verdad, los fugitivos que perseguía Junko no solían tener dos dedos de frente. Siempre regresaban a sus guaridas cubiertos de sangre o arrastrando a las víctimas de sus secuestros. No es que les diera lo mismo que los pillaran. Simplemente no se planteaban que su plan de acción no fuese perfecto. Jamás consideraban el riesgo que conllevaba tanta improvisación y, aún menos, tras cometer un asesinato. Se veían embriagados por la matanza y se creían sobrehumanos.
Pero la principal razón por la que elegían regresar a sus acogedores nidos era porque así disponían de un lugar en el que llevar a su presa, un lugar seguro en el que poder divertirse sin prisas con ella. Y por esa misma razón, Junko tenía la costumbre de buscar esos nidos.
Con los telediarios abriendo con el suceso de la fábrica de Tayama, los de Asaba sentirían el cerco estrecharse y no se entretendrían demasiado paseándose con Natsuko aún en el coche de Fujikawa. Debían de estar escondidos en algún lugar. Existía al menos un noventa por ciento de posibilidades de que, en ese instante, se ocultaran en un lugar que les fuera conocido y práctico a la vez.
Junko creía ir por buen camino, pero ¿hacia una licor erial De repente, divisó un letrero pegado a un poste: «Licores Sakurai, gire a la derecha». Junko siguió las indicaciones. Al volver la esquina se encontró frente a un edificio de tres plantas.
No era ningún rascacielos, pero estaba claro que era un inmueble destinado a un uso comercial. El rótulo de Licores Sakurai colgaba de la espaciosa entrada de la planta baja. La puerta estaba flanqueada por una máquina expendedora de cerveza que una mujer baja ataviada con un mandil estaba recargando.
Desde su posición, Junko solo podía distinguir el perfil de la mujer. Quedaba claro que no era muy joven, aunque sí tenía aspecto moderno. Su mandil rojo chillón caía sobre unos pantalones vaqueros y llevaba el pelo corto y teñido de un tono rojizo casi tan llamativo como el de su delantal.
Licores Sakurai se erigía en plena zona residencial, rodeado por unas cuantas tiendas pequeñas e inmuebles de tres y cuatro plantas que asomaban aquí y allá. Junko reparó en una tintorería y una pequeña tienda de ropa. Era un barrio típico de Tokio.
Sin embargo, el establecimiento parecía algo más nuevo que sus vecinos. Sus paredes aún relucían prístinas. Inmediatamente tras él, se levantaba un edificio del mismo tamaño pero mucho más antiguo que hacía resaltar al Sakurai, impoluto y limpio. El efecto quedaba realzado por los rayos de sol que iluminaban su fachada.
La licorería acaparaba el entresuelo, mientas las dos plantas superiores parecían albergar apartamentos. A lo largo del balcón de la segunda planta se extendía la colada tendida. El de la tercera planta estaba vacío, no había más que un biombo que dividía el espacio. Junko podía vislumbrar las cortinas amarillentas de aspecto deslucido que colgaban desde dentro. Ella ya había visto cortinas parecidas cuando estuvo buscando apartamentos. Los arrendadores solían utilizarlas en los apartamentos vacíos para evitar que el sol destiñera el tatami y el papel de las paredes.
La mujer del mandil rojo quedaba de espaldas a la calle, absorta en los artículos de la máquina expendedora. Junko se acercó algo más. Supuso que el propietario de la tienda de licores debía de vivir en la segunda planta y que los apartamentos de la tercera esperaban a ser alquilados. No podía afirmarlo a ciencia cierta desde donde estaba, pero era evidente que una escalera o ascensor llevaban hasta el piso superior.
La partición del balcón indicaba que el espacio lo ocupaban dos apartamentos independientes, probablemente pequeños. Estudios, tal vez. El estado de las cortinas era prueba de que estaban desocupados. Quizá fuera esa la razón por la que Asaba se dejaba caer por la zona. Al menos, tenía más sentido que utilizar una licorería como guarida.
Pero ¿estaría la madre de Asaba al corriente de la situación?
«Me dijo que fuera a ver a su madre.»
Era de suponer que la madre de Asaba estaba al tanto del trapicheo de la venta ilegal de armas. Por ende, debía de saber que su hijo llevaba una encima. Recordando las palabras de Tsutsui y a juzgar por la configuración del bloque, Junko dedujo que estaba frente al lugar al que Asaba había llevado a Natsuko. Se le aceleró el corazón.
Junko decidió preguntar a la madre. Si ésta se negaba a hablar, ya se encargaría ella de obligarla. Si Asaba estaba allí, la misión quedaría prácticamente completa. De no ser así, al menos podría hacerse con algo de información. Esbozó una sonrisa de satisfacción y se encaminó hacia la mujer del mandil rojo.
– ¡Hola! -la abordó con entusiasmo.
La mujer se volvió hacia ella. Se la veía conmocionada por encontrarse cara a cara con Junko. Se apresuró a dar un paso hacia atrás.
– ¿Qué quiere? -repuso con voz áspera y estridente.
Junko mantuvo la sonrisa pero no articuló palabra. La mujer tropezó cuando retrocedió e impactó contra la máquina expendedora.
– Me ha asustado. ¿Está buscando algo?
– Hola -repitió Junko-. ¿Por casualidad no será usted la madre de Keiichi Asaba?
La mujer puso los ojos como platos y miró a Junko de arriba a abajo. Levantó la mano y se rascó la mejilla, distraída. Tenía las uñas largas y pintadas de un rojo chillón.
– Sí -contestó a la defensiva-. ¿Y usted es?
«¡Bingo!». La sonrisa de Junko se hizo más pronunciada.
La mujer adoptó un semblante ceñudo. Tenía las cejas pintadas de un tono marrón rojizo.
– ¿Qué quiere? ¿Quién es usted?
– Tengo algo que decirle. -Junko se encaminó con determinación hacia la entrada de la tienda. El interior parecía más pequeño desde dentro, probablemente por su escueto diseño. El mobiliario se limitaba a unas vitrinas refrigeradas a izquierda y derecha, y un mostrador al fondo. Junto a este, se encontraba una puerta entreabierta que llevaba a la trastienda. Junko pudo divisar un pasillo cubierto de alfombra.
La tienda estaba desierta, sin clientes ni otros empleados. Al menos, eso parecía. Junko avanzó hacia el mostrador y la mujer se precipitó tras ella.
– Oiga, ¿qué quiere? ¿Quién es usted?