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Junko se volvió hacia ella para poder mirarla a la cara. Aparentaba unos cuarenta y tantos años, pero llevaba tanto maquillaje que era difícil decirlo. Tenía la nariz pequeña, la barbilla algo puntiaguda y la boca de una ardilla anoréxica. Tuvo que ser muy atractiva de joven y, quizá, todavía pensaba que lo era. Un fuerte olor a perfume aturdió a Junko.

– Así que, usted es la madre de Asaba -empezó en voz baja-. He de hablarle de un asunto personal. ¿Le parece bien que nos quedemos aquí o prefiere ir a algún otro sitio?

– No hay nadie más aquí. Mi marido ha salido a hacer el reparto. -La mujer lanzó una mirada ceñuda hacia la entrada.

– ¿Su marido? ¡Vaya! Entonces, ¿se ha vuelto a casar, eh? – La expresión de la mujer se hizo más intensa. Unas feas arrugas se formaron en el rabillo de los ojos. No contestó-. Bueno, eso no viene a cuento. Estoy aquí porque busco a Keiichi Asaba. ¿Sabe dónde está? He oído que suele venir por aquí con sus amigos. ¿Está en uno de los apartamentos de arriba?

Al escuchar el nombre de su hijo, la mujer alzó la barbilla, a la defensiva. Junko pudo ver un extraño destello en sus ojos.

– ¿Quién demonios es usted? ¿Y qué quiere? ¿En qué anda metida con mi hijo?

– ¿Está aquí o no? -repitió Junko sin dejar de sonreír.

La mujer sujetó a Junko por el brazo e intentó sacarla de la tienda. Junko esbozó una mueca de dolor.

– ¡Eh, no sea tan grosera! -protestó-. Tengo el brazo herido.

– Es usted quien está siendo grosera -espetó la mujer-. ¡Venir aquí a molestarme mientras trabajo!

– ¡Ay! ¡Me hace daño! ¡Suélteme! -El dolor borró la sonrisa de la cara de Junko-. ¡Su hijo me disparó! -La mujer recibió aquellas palabras como una bofetada. Junko la miró a los ojos y repitió-: Me disparó con una pistola adquirida en el mercado negro.

Sus palabras surtieron tal efecto que la madre se apartó de ella como si de una apestada se tratase. Dio varios pasos hacia atrás.

– ¿De qué está hablando? Yo no sé nada de ninguna pistola.

– Sí, por supuesto que lo sabe. -Junko avanzó un paso hacia ella. No perdió de vista a la mujer pero tampoco dejaba de vigilar la calle.

No había nadie. Ningún transeúnte-. Lo sabe perfectamente. Asaba habló de ello con usted, e incluso le pidió que la pagase, ¿verdad? ¿No recuerda haber conocido al tipo que se la vendió? Fue él quien me lo contó todo.

– Usted… -Los labios de la mujer empezaron a temblar-. ¿Quién la envía?

Junko se echó a reír.

– Olvídese de eso y responda a mi pregunta. ¿Dónde está Keiichi, el idiota de su hijo? Y no finja ignorarlo. ¡Suéltelo ya!

La mujer plantó cara a Junko.

– ¡Olvídelo! -espetó.

– ¿Es todo lo que tiene que decir? -repuso Junko entre carcajadas.

– No sé qué pretende, pero no espere que le siga el juego. ¡ Váyase!

– ¿Está segura?

– ¡Oiga, será mejor que se marche antes de que se me agote el la paciencia!

– ¿Paciencia? Me extraña que semejante arpía maquillada posea una cualidad tan respetable.

La expresión de la mujer se endureció, cual prenda almidonada. Junko no pudo evitar soltar una risita.

La madre de Asaba apenas podía contenerse. El maquillaje no lograba disimular su rostro enrojecido por la rabia.

– ¿A quién está llamando arpía? ¡Atrévase a repetirlo!

– Lo diré tantas veces como me plazca, zorra estúpida -espetó Junko, aburrida.

La mujer abrió y cerró los labios como un pez. Levantó la mano, dispuesta a abofetearla. Instantes después, su brazo estaba cubierto por las llamas.

El fuego parecía manar de los mismos poros de su piel. Los dedos, la muñeca y el antebrazo se vieron envueltos por un manto de llamas liso y rojo. La mujer, presa del pánico, tomó aliento para gritar.

Sin embargo, antes de emitir sonido alguno, un azote de energía le fustigó la cara. Para Junko no suponía más que un golpecito, no así para la mujer cuyo rostro fue ladeado con violencia, haciéndola perder el equilibrio. Con suma destreza, Junko la sujetó por el brazo que sacudió arriba y abajo. Las llamas desaparecieron como por arte de magia. Los restos de su fino jersey no eran sino una película sobre su piel. El olor a piel chamuscada pendía del aire.

– No intente gritar o… su pelo será lo próximo que arda -sonrió Junko, empujándola por el hombro-. Vayamos dentro. Tenemos mucho que contarnos.

La arrastró hacia la trastienda. Emergieron en una diminuta habitación provista de una mesa, un teléfono y un lavabo. Era de suponer que la utilizaban como oficina. Cajas de cerveza se apilaban en una esquina, ocultando parcialmente la escalera que conducía hasta la primera planta.

Había otra puerta. Junko ladeó la cabeza hacia ella, sin soltar a su rehén.

– ¿Adonde lleva esa puerta?

La mujer estaba en estado de choque, le brotaba espuma desde la comisura de los labios.

– ¡Conteste! -Junko la atrapó por la garganta-. No he podido quemarle aún las cuerdas vocales. Vamos, no ha sido para tanto. ¡Hable!

Esta movió los labios e hizo lo que pudo para responder. La saliva manó de su boca cuando intentó articular palabra.

– Al… Almacén.

– ¿Tienen un almacén? Muy bien, pues entremos.

Junko arrastró a la mujer por la pesada y sólida puerta y la cerró tras ellas. Más que un almacén, se trataba de un cuartucho cuyo suelo, de hormigón, quedaba cubierto por cajas de cartón y botellas de cerveza y sake. Junko enderezó a la mujer y la mantuvo firme contra la pared.

– Muy bien, señora. Voy detrás del estúpido de su hijo -dijo con tono tranquilo y sobrio-. Por si no lo sabe, no solo es un asesino sino que también ha secuestrado a una joven. He venido a rescatarla, así que no tengo tiempo para andarme con delicadezas. ¿Lo entiende?

La mujer tenía los ojos empapados en lágrimas, y la nariz le goteaba.

– ¡Ayuda!

– Lo siento, pero ahora mismo no puedo pararme a escuchar sus plegarias. Dígame, ¿está aquí? Responda.

– No-no-no está…

– ¿No está aquí? ¿Está segura? Si me miente, ya imaginará lo que vendrá a continuación. Sé que está orgullosa de su cara. Va muy bien maquillada. Supongo que querrá volver a maquillarse algún día, ¿cierto? Ya sabe, hay que cuidar la piel. No deseará que su hermoso cutis se transforme en el de un cerdo asado, ¿verdad?

Lágrimas teñidas de rímel se deslizaban por las mejillas de la mujer.

– Eso demuestra que cuando se tiene un alma oscura, incluso las lágrimas brotan negras. Todos los días se aprende algo nuevo, ¿verdad? -rió y golpeó la cabeza de la mujer contra la pared. Esta cerró con fuerza los ojos-. Así que, ¿Asaba está en otro sitio?

La mujer asintió, con los ojos aún cerrados.

– ¿Dónde?

– ¡No lo sé!

– Abre los ojos, puta -la gritó Junko, antes de dar un paso hacia atrás.

Al obedecer, descubrió horrorizada que, esta vez, eran los dedos de su pie derecho los que ardían. La mujer gritó e intentó escapar. Junko la detuvo y la empujó contra la pared.

– Es solo la sandalia. No hace falta que monte un escándalo.

La mujer se las arregló para quitarse la sandalia que cayó hacia un lado, despidiendo un olor a goma quemada. Entonces, se cubrió la cara con ambas manos y se desplomó sobre el suelo. Junko se cruzó de brazos y se quedó ahí plantada, mirándola.

– ¡Vamos! ¿Está ahí arriba, verdad? -La mujer se apartó de ella, negando con la cabeza.

Junko echó un vistazo a su alrededor. Sin perder de vista a la madre de Asaba, retrocedió despacio y cautelosa por la oficina. Encontró lo que buscaba en el fondo de uno de los cajones de la mesa: cuerda de plástico.

– Bueno, por lo visto voy a tener que atarla. -Conforme Junko se aproximaba, su rehén intentaba apartarse hacia el otro extremo del almacén-. Me está haciendo perder el tiempo. Tendré que ir yo misma arriba y buscar a Asaba, ya que usted no me quiere contar nada.