– ¡No está, lo juro! -El golpe de energía recibido en la cara le había dejado una marca roja y profunda en la mejilla. Quizá por eso le costaba hablar.
Si no daba con Asaba, necesitaría a la madre para sacarle información, así que Junko la quería viva por el momento. La ataría y, después, atrancaría la puerta. Debía darse prisa antes de que regresara el marido o entrara algún inoportuno cliente.
Junko se sentía decepcionada ante la falta de cooperación de la madre de Asaba. Le palpitaban las sienes del esfuerzo que suponía reprimir su poder y liberarlo en homeopáticas dosis. Quería desahogarse de una vez, de forma desenfrenada. Sentía un incontenible deseo de ver arder esa tienda, de reducirla a cenizas desde los cimientos.
Y su intención era dar rienda suelta a su ira en cuanto rescatara a Natsuko. Solo tenía que contenerse hasta ese momento.
Se disponía a amordazar a la madre de Asaba cuando lo oyó. Fue un sonido débil, pero estaba segura de haber oído a alguien gritar. Una mujer. Duró un brevísimo instante, y Junko casi lo achacó a su imaginación hasta que recayó en la mirada de su cautiva. Tenía la cara sucia, manchada por vetas de maquillaje, pero sus ojos destellaban miedo. Ambas sabían que acababa de descubrir su mentira.
Junko alzó la mirada hacia el techo. No cabía duda… Asaba estaba allí arriba.
Capítulo 8
En ese preciso momento, en un frenético intento por escapar, la madre de Asaba se abalanzó sobre su verdugo. En cuanto Junko reparó en el extraño brillo de sus ojos, la cinta de un viejo recuerdo se proyectó en su mente. El fenómeno fue tan intenso que el transcurso de la escena que tenía lugar en el interior de la licorería parecía desarrollarse a cámara lenta. Junko perdió todo sentido de la realidad. Desde el prisma de sus recuerdos, veía cómo la madre de Asaba arremetía contra ella, muy lentamente, como si atravesara un mar denso y viscoso.
«Junko, ¿por qué has hecho eso?», era la voz de su propia madre. «¿Cómo has podido hacerle eso al perro del vecino? Pobre criatura. ¡Pensaba que te gustaba!».
«¡Pero mamá, me atacó! Se acercó con una mirada rara. Y entonces se abalanzó sobre mí y me mordió. Tuve mucho miedo. Tuve mucho miedo y por eso…»
La madre de Asaba impactó contra ella, y ambas acabaron en el suelo. Junko aterrizó dolorosamente sobre su espalda y codos, y sintió que la sangre fluía de nuevo de su herida reabierta. ¡Claro! Aquel perro tenía la misma mirada que esta mujer. Como si no estuviese en sus cabales.
«¡ Por eso quemé al perro, mami!»
Junko lo recordaba. «Esa fue la primera vez que maté a un ser vivo. Pero ¿por qué ese recuerdo asoma ahora a la superficie?».
La voz de su madre regresó a ella. «Entonces, Junko, ¿cada vez que algo o alguien te moleste o se niegue a seguirte el juego vas quitarles la vida, sin más? ¿Qué hay de tu padre y de mí? Si te regañamos o te castigamos, o hacemos cualquier otra cosa que no sea de tu agrado, ¿vas a quemarnos vivos como hiciste con ese pobre perro?».
En su intento por llegar hasta la puerta, la madre de Asaba trepó por encima de ella y la pisoteó.
«Si obras así, no habrá nadie que cuide de ti. Te quedarás sola. ¿Es así como quieres vivir, Junko?».
La evocación del duro interrogatorio al que le sometió su madre la despertó bruscamente de su ensueño, y la realidad retomó sus derechos. Junko se sentó. La madre de Asaba acababa de alcanzar la puerta y llevaba la mano hacia el pomo. Junko apuntó a su espalda y lanzó un rayo de energía. El blanco salió disparado hacia adelante, llevándose la puerta consigo; con las extremidades desplegadas sobre la tabla arrancada de sus goznes, parecía estar pilotando una alfombra mágica, cuya carrera acabó en un estrépito al impactar contra la puerta de cristal automática de la entrada de la tienda. Entonces, se prendió fuego.
Junko se incorporó y salió para presenciar los restos de la puerta y de la madre de Asaba mientras las llamas los reducían a cenizas. Solo un par de piernas sobresalía de la hoguera, y Junko se sorprendió al ver que su pie izquierdo aún lucía su sandalia.
El estrépito y el fuego no tardarían en atraer a los vecinos. Junko se apresuró a escabullirse y buscó la escalera que daba a las plantas superiores. No le costó mucho encontrarla, la guió el ruido de los pasos de alguien que la bajaba.
– ¿A qué viene tanto jaleo? -gritó una voz de hombre.
Junko corrió hacia el pie de la escalera y a punto estuvo de colisionar con un joven delgado y de tez pálida. Tenía el pelo largo y su indumentaria se reducía a un par de calzoncillos sucios.
– ¿Dónde está Asaba? -preguntó Junko.
El joven se detuvo en seco.
– ¿Quién coño eres tú?
– ¡Asaba! ¿Dónde está? -Junko puso un pie en el primer escalón-. ¡Apártate de mi camino!
Él retrocedió un paso, pero se tropezó. Se las arregló para evitar la caída, agarrándose del pasamano.
– ¿De qué cojones vas? ¿Qué quieres de Asaba?
Los curiosos empezaban a agolparse en la tienda. Resonaban sus voces que llamaban al propietario y se hacían cada vez más nítidas. Junko supo que no tenía tiempo que perder.
Clavó la mirada en el joven de pelo largo. Un rayo de energía lo propulsó por los aires, escalera arriba. Golpeó la pared de la primera planta y aterrizó envuelto en llamas.
– Deberías haberme hecho caso -murmuró Junko mientras subía corriendo la escalera. Cuando llegó al primer piso, reparó en la puerta entreabierta que quedaba a su izquierda. Pudo distinguir un sofá y unas sillas a juego, y durante un instante, vislumbró un rostro masculino asomando desde detrás de la puerta antes de que ésta se cerrase de golpe.
No creía que se tratase de Asaba. ¿Con cuántos secuaces contaría? Junko ya se había deshecho de tres en la fábrica abandonada. ¿Había traído más refuerzos a la guarida? ¿Por qué motivo?
Oyó el grito de una mujer desde detrás de la puerta cerrada. Esta vez no podía tratarse de un error.
De repente, entendió por qué la banda de Asaba andaba por allí. Habían ido a relevarse para vigilar a Natsuko. Junko echó la puerta abajo. La rabia ganaba en intensidad, sentía la energía aullando en su interior, rogando ser desatada. Bastó con una simple arremetida para hacer astillas la puerta. Las llamas resultantes ya lamían el techo. Junko distinguió el olor a pelo quemado, los rescoldos de ese «fuego amigo» que le habían caído sobre el pelo.
A través de la cortina de humo, apenas pudo distinguir nada del salón en el que se encontraba. Había un sillón y una mesa de cristal en la que se apilaba ropa, y el suelo estaba cubierto de calcetines y ropa interior. Las llamas de la puerta empezaron a propagarse por el cuarto.
A mano izquierda había una única puerta corredera, un elemento que no podía faltar en una típica habitación revestida de tatami. Pese a toda la conmoción, nadie se aventuró a abrirla. Junko estaba convencida de que Natsuko aguardaba al otro lado. Y Asaba con ella.
Dio un paso hacia adelante cuando, de súbito, oyó una voz.
– ¡Detente! ¡No te muevas! -Un chico se agazapaba en una esquina a su derecha. Empuñaba una pistola con ambas manos, y le apuntaba con ella.
Junko giró ligeramente la cabeza para mirarlo. La ropa que descansaba sobre la mesa de cristal estaba echando humo y le escocían los ojos. Parpadeó para dejar salir las lágrimas.
– ¡Te he dicho que no te muevas! ¿Qué quieres? ¿Que te pegue un tiro? -Sin más aviso, apretó el gatillo. La bala pasó muy rápido junto al aladar derecho de Junko y acabó abriendo un agujero de razonables dimensiones en la pared que quedaba tras ella.
Junko ignoró la trayectoria del proyectil y clavó la mirada en el joven. Era un crío, vigoroso, de buena constitución. Llevaba unos vaqueros desteñidos de color caqui. Sus pies descalzos quedaban ennegrecidos por las cenizas de la puerta.