A Junko le costaba creer que Asaba se hubiese pegado un tiro.
Se giró sobre sí misma para salir de allí, sujetando con firmeza la pistola. Le agradaba la sensación de pesadez del arma en el hueco de su mano.
Justo entonces, oyó la voz de Natsuko.
– ¿Quién es? ¿Hay alguien ahí?
Junko salió apresuradamente de la sala. Natsuko seguía agazapada, tal y como la había dejado, tan inmóvil como el cuerpo de Asaba que yacía cerca.
Natsuko estaba mirando hacia su derecha, lanzando preguntas a alguien escondido tras el depósito de agua.
– Sé que hay alguien ahí. ¡Oh, eres tú! -A Natsuko se le reflejó la sorpresa en la cara. Las siguientes palabras perecieron en sus labios.
Junko corrió, se inclinó hacia adelante, acortando la distancia que la separaba de ella. Otra vez se congelaba el tiempo, todo transcurría a cámara lenta, el hilo de la acción se hacía interminable, en una inerte sucesión de fotogramas.
En cuanto Junko sorteó el cadáver de Asaba, se oyó una detonación. Un crujido en su cuello precedió el momento en el que su protegida salió despedida hacia atrás, con los ojos abiertos y los brazos extendidos. Parecía nadar de espaldas en un mar de aire, reclamando el abrazo celestial. Aterrizó en la misma posición, con los brazos extendidos y de cara al cielo.
– ¡Natsuko!
Junko intentó levantarla, pero ya estaba muerta. Tenía un agujero en la frente, como Asaba. Flotaba un olor a pólvora.
Se volvió hacia la dirección a la que Natsuko había mirado. No había nada más que el cielo del atardecer. Junko se levantó, se aferró a la baranda que cercaba la azotea y buscó desesperadamente a su alrededor.
Sobre los tejados de los edificios contiguos se arremolinaba el humo negro que salía de Licores Sakurai. La multitud congregada abajo no podía ver la cercana azotea de una casa de dos pisos situada detrás del inmueble en llamas. Desde lo alto, Junko abarcaba el panorama, y al inclinarse por la baranda para echar un vistazo, creyó divisar una silueta saltar desde el tejado al suelo. Intentó observar con atención, pero el humo le oscurecía la visión.
¿Podría alguien saltar desde aquel tejado? ¿Quién? ¿Qué estaba haciendo aquella persona allí? ¿Era el asesino de Natsuko? Pero ¿por qué? ¿Quién haría algo parecido?
¿Debería estar persiguiendo a otra persona que no fuera Asaba? ¿No era este el líder del grupo? Perdida en sus cavilaciones, Junko regresó a trompicones hasta Natsuko. De repente, sintió algo duro bajo los pies y automáticamente se agachó para recogerlo. Sabía muy bien de qué se trataba.
Un cartucho aún caliente. Junko lo apretó en la mano. Se acercó hacia el cuerpo sin vida de Natsuko, delicadamente y con sigilo, aunque nada podría perturbarla ya. La pobre había pasado por los nueve círculos del infierno desde la noche anterior, y quién sabía lo que había tenido que soportar. Junko no quería molestarla con el menor ruido.
Natsuko tenía los ojos abiertos. Junko dejó la pistola de Asaba a sus pies, tendió la mano y se los cerró. Ya estaban casi secos. En cuanto a los suyos, los notó repentinamente calientes.
Durante unos pocos instantes, Junko lloró por Natsuko. «Lo siento tanto. No he podido ayudarte. Unos pocos segundos más y habrías estado a salvo. He cometido un error y ahora estás muerta.»
Junko observó el cadáver de su enemigo. Yacía frío, indefenso. Ya no supondría una amenaza para nadie. Al reparar una vez más en su cabeza mutilada, tuvo una revelación. Recibió aquello como un puñetazo en el estómago.
¡Asaba no se había quitado la vida! Pero ¿quién lo había asesinado? La persona que había visto saltando desde el tejado de la casa contigua… ¿Podría tratarse del asesino de Asaba? Y de ser así, ¿qué motivo tendría para hacerlo?
Era razonable pensar que cualquiera de la banda habría querido muerta a Natsuko y evitar así que los identificara. No obstante, ¿a qué venía eliminar al jefe del grupo? No tenía sentido. Y tampoco lo tenía que algún enemigo declarado de la pandilla se empeñase en deshacerse de Natsuko. ¿Quién demonios los necesitaba muertos a los dos?
Suponiendo que el francotirador fuese un miembro de la banda, ¿de dónde habría salido? El misterio seguía sin resolver dado que Natsuko había afirmado que Asaba estaba solo en el momento de huir por la ventana.
Mientras se machacaba los sesos con ese confuso torbellino de preguntas, el humo que se elevaba por todas las ventanas del edificio la acorralaba cada vez más.
Junko logró salir del tejado del edificio gracias a la escalera del camión de bomberos. Un bombero la arropó en una manta y le cubrió la cabeza. Junko fingió estar aterrada.
– ¿Hay alguien más aquí arriba?
Puesto que la sacaron del edificio antes de que los equipos de rescate tuvieran tiempo de descubrir los cuerpos de Natsuko y Asaba, solo respondió con un vigoroso asentimiento de cabeza. No dijo nada del panorama que encontrarían ahí arriba. Por mucho que insistieron en llevarla hasta la ambulancia, hizo lo posible por escapar de las manos que venían en su ayuda.
– Voy a vomitar. Discúlpeme -dijo, corriendo hacia el otro lado de la carretera. La zona estaba atestada de bomberos y espectadores curiosos. Junko agachó la cabeza, se mezcló con la multitud y abandonó la escena. Cuando se situó a una distancia prudente, volvió la cabeza para echar un último vistazo a Licores Sakurai. El edificio humeante se alzaba como una gigantesca lápida.
Al sabor de derrota en su boca se añadía un insoportable dolor de cabeza. Sabía que se desplomaría si se detenía, por lo que continuó andando.
Había perdido esta cruenta batalla y había visto morir a sus dos protegidos. Y lo único que tenía ante sí era un acertijo sin resolver. Estaba tan agotada que ni siquiera podía dejarse invadir por la rabia.
Junko siguió su camino. Como un soldado que regresa del frente aferrándose a la placa de identificación de un camarada caído.
Capítulo 9
Tras hablar con el sargento Kinugasa en la comisaría central, Chikako Ishizu se dirigió al distrito de Arakawa para encontrarse en las dependencias locales de la policía con el detective Makihara, quien estaba al mando de la investigación sobre los misteriosos asesinatos del río. Aún quedaba tiempo hasta la hora punta de la tarde, por lo que decidió tomar un taxi. Mecida suavemente por el vaivén del coche, se acordó de la escena en la fábrica abandonada de Tayama. El taxista interrumpió sus pensamientos.
– Un día duro, ¿señora?
Chikako despertó de su ensueño, sobresaltada.
– ¿Quién, yo? -Confusa, alzó la mirada y vio que el conductor le sonría desde el retrovisor.
– Va usted a comisaría, ¿eh? Mal asunto ¿Su chico se ha metido en algún lío? No entiendo a los jóvenes de hoy en día.
Era un hombre bajito y rechoncho, con alopecia. Probablemente tendría la misma edad de Chikako. Quizá fuera por esa razón por la que se tomaba tantas confianzas, pensó ella, sonriente. Siempre ocurría lo mismo cada vez que tenía que acercarse a otro distrito o pasar por el laboratorio forense: a los taxistas jamás se les pasaba por la cabeza que Chikako pudiese ser detective. Sin embargo, era la primera vez que uno se aventuraba a suponer que era una pobre mujer a la que la policía había llamado para que fuera a recoger al delincuente de su hijo. Estaba más interesada que enfadada. Debía admitir que el hombre tenía imaginación… Quizá el resultado de un altercado reciente con algún gamberro del barrio. O tal vez había algo más en ese comentario. Chikako decidió poner una nota de humor al asunto y responder sacando a relucir algún cliché.