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– No hay nada que pueda hacerse contra esta generación. Los chicos son más rápidos que los adultos, y más fuertes también. Pero solo son críos y no son tan inteligentes como piensan.

El taxista asintió y miró a Chikako por el espejo retrovisor. Ésta reparó en sus ojos pequeños y vivos.

– La otra noche casi me dan una paliza.

A Chikako le conmocionó averiguar que sus suposiciones quedaban fundadas.

– ¿Le asaltaron para robarle? -preguntó para animarlo a hablar de ello.

– Sí. Eran tres. Todos menores, sin duda. Tenían el pelo teñido de diferentes colores y llevaban esos pantalones holgados.

– ¿Dónde los recogió?

– Cerca del auditorio en Shintomi. ¿Sabe dónde queda?

– Más o menos. ¿Qué hora era? ¿Muy tarde?

– En realidad, no. Creo que sucedió antes de las once. Querían que les llevase a Shinjuku, y recuerdo que me llamó la atención que tuvieran tanto dinero para gastar. Es una carrera larga. Y eso a que esas horas, todavía circula algún que otro tren.

El taxista se dispuso a relatar lo sucedido. Una vez le dijeron a dónde se dirigían, empezaron a hablar en voz muy alta. Por el acento, supuso que debían de ser de Shintomi, y que salían a divertirse un rato. El conductor se había preguntado qué tipo de padres eran los de esos adolescentes.

– Jamás dejé que mi hijo saliese hasta pasadas las once cuando todavía iba al instituto. Le hubiese dado una buena bofetada de haberlo hecho.

– Desde luego -coincidió Chikako.

– ¡Y encima un día entre semana! Aunque puede que ni siquiera asistieran al instituto. -El relato del taxista iba ganando poco a poco en detalles-. ¡Eran muy maleducados! Pusieron los pies sobre el asiento, ¡con los zapatos! Cuando me detuve en un semáforo en rojo, coincidí con otro taxi. Había una mujer dentro. Bajaron las ventanillas y se pusieron a gritarle cosas que ni siquiera dicen los de la Yakuza. Solo escucharlos daba ganas de vomitar.

– ¿Iban bebidos?

– ¡Qué va! Estaban bien sobrios. Eso es lo que daba más miedo de todo. ¿Quién se comporta así yendo sobrio? Lamenté mucho haberlos recogido en mi taxi. Lo que quería era echarlos a patadas de allí, pero eran tres. Así que supuse que era mejor mantener la boca cerrada y acabar cuanto antes. Pero al llegar a la intersección de Kudanshita…

El taxista explicó que se detuvieron junto a otro taxi en el que iba una joven acompañada por dos hombres de mediana edad.

– En cuanto esos sinvergüenzas los vieron, se pusieron como locos. Dijeron que no dejarían que esos viejos se salieran con la suya, y abrieron las ventanillas para insultarlos. Las personas del otro taxi parecían buena gente, y huelga decir que se les veía muy asustados.

»Cuando el semáforo se puso en verde, el compañero pisó a fondo el acelerador para dejarnos atrás. Entonces, esos gamberros me dijeron que los siguiera.

El taxista dio a entender a Chikako lo indignado que se sintió al verse metido en semejante aprieto, con esos jóvenes en el asiento de atrás decididos a dar caza a los hombres.

– Decían que la muerte era un castigo demasiado indulgente para ellos. ¿Puede creerlo? Ya no pude aguantarlo más y les pedí que salieran del taxi. Alegué que no quería perseguir a un compañero. Así que, se volvieron hacia mí y espetaron: «¿Quién se cree este que es? ¿Un taxista dándonos ordenes? ¿A nosotros?». Perdí los estribos y les advertí que tuvieran cuidado con lo que decían.

Los tres se echaron a reír y le preguntaron si sabía con quiénes estaba hablando. El taxista señaló que las miradas de los vándalos desprendían un brillo más propio de un animal que de un humano.

– Claro, me superaban en número, pero sabía que había una comisaría cerca de la intersección de Kudanshita, y no podía dejar que se fueran como si tal cosa. Así que aparqué el taxi allí, me apeé y les eché una buena bronca.

»"¿Quién narices os creéis que sois? ¿Qué es esa manera de tratar a la gente? ¿Os creéis superiores, vosotros, parásitos, que vivís a costa de vuestros padres y vais por ahí derrochando el dinero, mofándoos de la gente que trata de ganarse la vida de manera honrada? No sois más que gentuza. ¡Salid de mi taxi y desapareced de mi vista ahora mismo!"

»El sermón borró las sonrisas de sus caras. Se pusieron pálidos. Llevo conduciendo veinte años y le aseguro que he visto de todo, pero jamás a nadie que se pusiera tan pálido como esos críos.

Sin mediar palabra, los tres se abalanzaron sobre el taxista. Este se dio la vuelta y echó a correr, en dirección a la comisaría de policía.

– Uno de ellos se dio cuenta de hacia dónde me dirigía, y le dijo a los otros dos que me dejaran. Un segundo le hizo caso y se detuvo. Pero el tercero, un tipo enorme, con el pelo rapado y teñido de amarillo, no atendía a razones. Siguió corriendo tras de mí hasta que los otros dos se las arreglaron para detenerlo. Y al regresar junto al taxi, le propinó una patada con todas sus fuerzas. -El taxista llegó a la comisaría de policía, contó lo sucedido y se quedó allí hasta que los chicos desaparecieron-. Había una abolladura impresionante en la puerta. ¡Vaya fuerza que tenía el muy cabrón!

Los policías de servicio recriminaron al taxista por provocar a delincuentes como aquellos.

– Ese tipo de chicos no conoce límites. Serían capaces de matarte a golpes con tal de hacerte callar, ¿sabe? Yo lo comprobé en mis propias carnes, así que les dejé claro a los agentes que a partir de ahora cuidaría de mí mismo.

Chikako reflexionó sobre la historia del taxista. Aquellos tres gamberros debieron de responder con rabia ante la reacción, simplemente porque sabían que lo que les decía era la pura verdad, y eso les puso los pelos de punta.

«¿Quién demonios os creéis que sois?… No sois más que gentuza.»

Esos chicos tenían todo lo que deseaban, todas las necesidades cubiertas. Sin embargo, no eran los únicos en gozar de los mismos privilegios, también los niños del barrio y aquellos que vivían al otro lado de la calle. Toda la generación estaba cortada por el mismo patrón. Se les educaba para que crecieran considerándose especiales, mejores que los demás y, por ende, necesitaban encontrar el modo de demostrar esa cualidad de seres excepcionales, buscar algo que les permitiera afianzar su seguridad en sí mismos.

Pero ¿qué pasaba si nunca encontraban ese «algo»? Lo único que les quedaba entonces era cultivar un ego desmesurado. Esos niñatos se asemejaban a semillas que nunca conocerían la tierra; a bulbos que se ponían a germinar en agua, flotando en un sustrato transparente, insípido, nihilista. En ese ámbito solitario, en esa especie de mundo probeta, no había nada que pudiera alimentar una verdadera consciencia de sí mismos.

No obstante, en términos materiales, no les faltaba de nada. Les gustaba gastar dinero y pasarlo bien. Cuanta más diversión, más aptitud para olvidar que lo único que poseían era su inflada vanidad. Ese «yo» se nutría bulímico de todo lo que lo rodeaba. No hacía sino desarrollar raíces interminables, cada vez mas indómitas, que llegaban a convertirse en tal masivo enredo de lianas que impedía todo movimiento, todo libre albedrío. Fueran adonde fuesen esos individuos, las nudosas y enmarañadas raíces del orgullo, de la vanidad se abrían camino, invadían y saturaban el espacio en detrimento del bulbo original. Estos bulbos, estos críos, ya no podían moverse ni hacer nada por sí mismos, se volvían vagos y ociosos, se entregaban a la más pura inercia.

«En fin, así es como lo veo yo», se dijo Chikako, cuando despertó de sus cavilaciones. El taxista continuaba hablando.

– ¿Qué piensa usted, señora? -preguntó.

– Coincido, desde luego… Eso creo -repuso Chikako, asintiendo mecánicamente. Aquello bastó para animar al taxista a retomar el monólogo.