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Shimizu le había indicado que se apeara en la intersección de Aoto. Según su compañero, no le costaría dar con el Café Currant desde allí.

También había apuntado a que el letrero y el toldo de la entrada estaban intactos. Era un dato poco factible teniendo en cuenta que el incendio había acabado con tres personas. No obstante, la información era cierta. El letrero naranja estaba como nuevo. Había dos coches aparcados frente a la cafetería y algunos transeúntes curiosos se detenían a echar un vistazo.

Cuando explicó al policía que custodiaba la zona por qué estaban allí, fueron remitidos al agente encargado de supervisar la operación. Pese a venir de un departamento diferente, era conocido de Chikako. Los puso rápidamente al corriente de todo, aunque se anduvo con evasivas en cuanto a si el caso iba o no a pasar a manos de la Brigada de Incendios.

No obstante, les dejó echar un vistazo dentro. La puerta delantera estaba arrancada de sus goznes, y la cinta amarilla que cercaba la escena del crimen abría un pasillo hacia el oscuro interior. Nada más entrar, percibieron el olor dulzón del contrachapado quemado y de la pintura sintética.

Hasta ese momento, Makihara no había abierto la boca. Fue Chikako quien lo presentó a los agentes movilizados porque él parecía incapaz de hacerlo. Caminó tras ella, obediente y sumiso. A Chikako empezaba a recordarle a un viejo collie que la familia Ishizu tuvo una vez.

Cuando Chikako estaba en casa, el perro se pegaba a ella y la seguía a todos lados. No hacía el menor ruido, y movía su gran cuerpo con suavidad, de tal manera que, a veces, ella llegaba a olvidarse de su presencia. Podía estar leyendo una revista en el sofá y, de repente, reparaba en su hocico cerca de sus rodillas.

«¿Cuánto tiempo llevas aquí?», solía preguntarle. Y le rascaba detrás de las orejas hasta que el perro entrecerraba los ojos. Si Chikako estaba en el patio quitando las malas hierbas, él se colocaba en un rinconcito. Si estaba lavando el coche, el animal permanecía en el garaje. Siempre a la espera, sin hacer el menor ruido. Si su dueña hacía jardinería, sumida por completo en su tarea, y alguien llamaba a la puerta, él se levantaba y empezaba a dar círculos a su alrededor para atraer su atención. Y en cierto modo, Makihara se estaba comportando igual.

Qué gracia que aquel quisquilloso joven la hiciera acordarse de su viejo chucho. Hacía años que no pensaba en él, y a punto estuvo de echarse a reír. ¿Qué contestaría él si ésta le dijera: «A propósito, ¿sabe que me recuerda a un perro que tuve?»

– ¿Tengo algo en la cara? -preguntó. Chikako aterrizó lentamente en la tierra. Makihara estaba frente a la nevera derrengada de la cocina, mirándola.

– No, nada -repuso ella con un débil zarandeo de manos. Presionó los labios con fuerza para contener la sonrisa y redirigió su atención a la escena del crimen que tenía ante ella.

Las posiciones de las víctimas habían sido marcadas con cinta adhesiva: dos hombres en el suelo sin encerar de la cafetería; una mujer, la camarera, detrás de la barra. Según los agentes presentes, tanto los hombres como la mujer habían sufrido heridas graves en distintas zonas del cuerpo, aunque la causa de la muerte apuntaba invariablemente a una fractura cervical. Uno de los cuerpos apareció boca abajo, con la cabeza en un ángulo tan imposible que quedaba claro que tenía el cuello roto. Cuando levantaron el segundo cadáver, su cabeza cayó hacia atrás cual muñeca desarticulada.

Otra vez esa misteriosa arma que despedía fuego en potentes ondas expansivas… El mismo modus operandi que el empleado en los anteriores casos sin resolver… ¿Qué había detrás de todo esto?

Bastaba un vistazo alrededor del local para comprobar que el incendio no fue descontrolado. Y lo que es más, incluso dentro de la cafetería, Chikako reparó en que la acción del fuego había quedado limitada a determinados puntos del locaclass="underline" el suelo estaba chamuscado, pero las cortinas, intactas. Del mismo modo, cerca de donde encontraron el cadáver boca abajo, había una silla cuyo vinilo estaba derretido y creaba gotas negras en forma de lágrimas solidificadas; en cambio, las patas no habían sufrido daño alguno. En una mesa que quedaba junto a una de las sillas quemadas, todavía estaba en su sitio un vaso lleno de servilletas de papel sin rastro de quemaduras.

Chikako olfateó el aire. Había distinguido el olor dulzón y pegajoso al entrar, pero eso era todo. No había rastro de combustible. Los resultados de la cromatografía de gases responderían algunas preguntas, pero ya se aventuraba a adelantar que no encontrarían líquidos de ignición en la escena del crimen. Aunque se recordó a sí misma que aquello solo significaba que no se había empleado ninguna sustancia conocida. Si el incendio fue provocado por algún tipo de combustible no identificado hasta ahora por el cuerpo de investigación, necesitarían un relevante acopio de muestras para que el análisis produjera resultados concluyentes.

Chikako se cruzó de brazos y observó la cinta adhesiva que reproducía la posición de uno de los cadáveres. No lo habían identificado aún, pero los primeros indicios apuntaban a un obrero de unos sesenta y tantos años. El otro varón tendría unos cuarenta, iba ataviado con un abrigo casual y en lugar de corbata su cuello roto lucía un grueso cordón de oro. No se podía decir mucho más, sino que su rostro presentaba quemaduras de tercer grado, aunque en lo que quedaba del cuero cabelludo, aún destacaba algún que otro mechón de pelo rizado.

La cafetería no parecía ser el típico local en el que algún gremio se daba cita a la hora de almorzar. Chikako temía que las tareas de identificación llevarían mucho tiempo. Y hasta entonces, resultaría imposible hacer toda conjetura en cuanto al móvil del crimen o sobre quién de los tres había sido el objetivo principal del asesino.

– ¿Han terminado por aquí? -preguntó el supervisor. Chikako se encaminó hacia la puerta mientras Makihara se rezagaba en la cocina. Para cuando ella hubo aspirado una bocanada de aire fresco en el exterior, él ya aguardaba a su lado. Su rostro carecía de expresión alguna.

Chikako dio las gracias al agente y añadió que se prestaba a cooperar en cualquier aspecto que procediera. El aceptó la formalidad, pero obviamente tenía prisa por deshacerse de ellos. Aún no había recibido órdenes concretas para que el caso fuera dirigido a la Brigada de Investigación de Incendios. Chikako se había presentado ahí con un simple «quizá exista conexión con otro caso cuya investigación está en curso» para que le dejaran proceder con sus pesquisas. Y por si fuera poco, venia acompañada de un detective de otro departamento cuya presencia resultaba imposible justificar.

– Vamos -sugirió con calma a Makihara mientras echaba un vistazo a su reloj. ¿Por qué tardaría tanto Shimizu? De camino a la intersección de Aoto, Makihara la siguió en silencio. Cada minuto que pasaba, le recodaba más a su perro.

– ¿Qué buscaba exactamente en la escena del crimen? -preguntó por fin.

– Bueno, solo quería asegurarme de que no se trata de un incendio corriente. -Chikako fue sincera. Si hubiera distinguido olor a combustible o el suelo hubiera ardido bajo los cadáveres, se habría llevado una buena decepción.

– ¿En qué está pensando, detective Ishizu?

– En nada -rió Chikako-. No puedo pensar en nada porque este caso es tan anormal… No hay por dónde cogerlo.

– ¿Anormal?

Makihara se detuvo. Al mismo tiempo, un coche tomaba la curva a toda velocidad antes de frenar en seco junto a Chikako, con un chirrido de ruedas. Shimizu se apeó precipitadamente del asiento del conductor.

– Te has tomado tu tiempo, ¿eh? -bromeó Chikako aunque no tardó en dejar la nota de humor para más tarde cuando reparó en la expresión de su compañero.