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El traficante de armas que Junko había despachado en el Café Currant cojeaba del mismo pie. Aunque a este le movía el dinero, y sabía perfectamente lo que la gente hacía con las armas que repartía. Había decidido no meterse en los asuntos de los demás y fingir ignorancia. ¿Cómo había podido?

Junko abrió los ojos y contempló el rosa pastel del techo. El cálido y relajante vapor, la suave fragancia a jabón se habían adueñado del cuarto.

«No logro entenderlo.»

Había presenciado demasiados horrores, visto a tantos seres malignos. Asaba Keiichi llevaba en su corazón un estigma negro, la marca de maldad. Podía hallarse por todas partes; era increíblemente prolífica. Chicos como aquel eran la escoria de la sociedad, y si se asumía que la sociedad era un sistema dinámico, un organismo viviente, nunca podían ser erradicados de raíz. Debían ser exterminados conforme iban apareciendo. No quedaba otra alternativa.

Un asunto muy distinto era la vileza que animaba a individuos como la madre de Asaba o el traficante de armas. Ellos se ponían a su servicio, se volvían sus instrumentos. Su negligencia y avaricia causaban estragos en la sociedad. No eran intrínsecamente malos como Asaba, sino parásitos que no podían actuar por sí solos. Demonios de poca monta que se limitaban a aferrarse todo lo que podían a su fuente primaria.

Por esa razón merecieron ser incinerados, y no había que lamentarlo.

Junko no albergaba dudas sobre lo que había hecho, ni temores ni dolor. O, al menos, eso se decía a sí misma.

Ya había caído la noche cuando finalmente llamó al trabajo. El encargado de la cafetería estaba fuera de sí; la inesperada desaparición de Junko no le había hecho la menor gracia. Le dijo que estaba despedida.

Junko no dio ninguna excusa. De hecho, no le vendrían mal unos días de vacaciones. Podría aprovechar el tiempo libre, así que casi agradecía la decisión.

Salió a comprar. Escogió todo un abanico de periódicos en la primera tienda de ultramarinos que vio. La banda de Asaba ocupaba las portadas, sin excepción. Junko los metió descuidadamente en la cesta de la compra, cogió de paso unas cuantas chocolatinas y galletas, y se encaminó hacia la caja.

Siempre que descargaba energía, le entraban ganas de comer dulces. Podía tomarse una caja entera de galletas de una sentada. Era increíble que semejante intensidad de energía pudiera verse alimentada por algo tan prosaico como el azúcar, pero así era. Siempre había sido así, desde pequeña.

Los padres de Junko la apuntaron a todo tipo de actividades deportivas para ayudarla a controlar su energía. Después de cada sesión, la llevaban a una heladería o una pastelería.

– Puedes comer lo que quieras -le decía su padre, acariciándole ligeramente la cabeza. Todavía podía recordar el tacto de su mano.

Sus padres eran gente normal y corriente, honesta y de buen corazón. Ninguno tenía el poder de Junko. Lo había heredado de su abuela materna. La madre de Junko le había advertido de las dificultades que había atravesado la abuela.

«Tu abuela era una gran mujer, fuerte y hermosa. Fue una verdadera justiciera. Pero tu padre y yo rezamos para que no nacieras con su don, porque sabíamos lo dura que había sido la vida para ella. Nuestras plegarias no fueron escuchadas y naciste con ese poder, Junko. Así que pensamos que lo mejor era ayudarte a utilizarlo correctamente. No tienes por qué preocuparte, no es incompatible con una vida feliz.»

– Mamá… Papá… -susurró Junko al acordarse de sus padres.

El padre murió en un accidente laboral cuando ella aún estaba en la escuela. Su madre no logró reponerse a esa trágica pérdida y falleció dos años más tarde. Junko se quedó sola.

Gracias a los ahorros, al seguro de sus padres, y a alguna propiedad heredada de su abuela, pudo vivir con todas las comodidades. Tenía un asesor legal que se encargaba de gestionar sus activos, así que no tenía que malgastar tiempo preocupándose por ese tema. Siempre y cuando viviera con modestia, no tendría por qué trabajar nunca.

Pero Junko no pretendía aprovecharse del mundo. Para utilizar la energía del modo que sus padres habían deseado, tenía que mantenerse involucrada con la sociedad. Y como el arma cargada que era, debía asegurarse de no seguir el camino equivocado.

Cuando regresó al apartamento, oyó sonar el teléfono. Se tropezó y todas las bolsas cayeron al suelo. Dejó de sonar justo antes de que descolgara.

¿Quién podría ser? Junko no tenía amigos lo suficientemente cercanos como para que la llamasen. Al menos, no desde que se había mudado a Tayama.

Unos treinta minutos más tarde, mientras preparaba una ensalada en la cocina, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez se apresuró hacia él y lo cogió a tiempo.

– ¿Sí?

El interlocutor guardó silencio. «Algún obseso», pensó Junko, decepcionada.

– ¿Sí? ¿Quién llama? -preguntó una vez más, alzando la voz. Estaba a punto de colgar cuando…

– Eres Junko Aoki, ¿verdad? -Era una voz de hombre, y Junko podía distinguir un tono burlón en ella. De inmediato, volvió a llevarse el auricular a la oreja.

– ¿Sí?

– Hola, señorita Junko Aoki. -Un hombre joven, con voz clara y firme.

– Perdone, ¿quién llama?

– No puedo decírtelo -contestó-. Aún no sabemos demasiado sobre ti. En realidad, se supone que no debería haberte llamado, pero quería oír tu voz. Tienes una voz muy dulce.

Junko se quedó de piedra. «¿Quién demonios era?».

– ¿Quién es? ¿De qué está hablando?

El hombre se echó a reír y el sonido emitido fue inesperadamente vivo.

– Tranquila, no pasa nada. Iré a hacerte una visita y me presentaré como es debido, ¿de acuerdo?

– ¿Quién es?

Hubo un momento de silencio antes de que respondiera.

– Un Guardián.

– ¿Un qué?

– Un Guardián. Un protector -rió de nuevo antes de añadir-: No te preocupes, no tienes por qué entenderlo. Pronto lo harás. Solo quería que supieses que tu modo de trabajar nos tiene muy impresionados. -Casi como si lo hubiese preparado, concluyó, con tono animado-: Y eres preciosa. ¡Venga, hasta pronto!

La llamada se cortó y Junko se quedó de piedra, asombrada y sola.

Capítulo 12

Durante los dos días en los que Junko durmió a pierna suelta mientras su herida cicatrizaba, Chikako Ishizu no dejó de dar vueltas a los estragos causados por las ondas expansivas de esa guerra. Vistas las órdenes recibidas, no lo hacía como miembro del equipo de investigación, sino como una simple observadora.

Los agentes encargados del caso interpretaron a la ligera los tres sucesos, o al menos los de la fábrica de Tayama y Licores Sakurai. No pudieron sino verlos como fruto de fuertes tensiones entre los miembros de la banda de Asaba. Aunque no habían llegado tan lejos en la investigación como para hacer públicas sus conclusiones en conferencia de prensa, frente al acoso de ciertos periodistas, acabaron dando un hueso que roer a esos perros falderos de la prensa y filtraron alguno que otro elemento del caso. Los medios de comunicación escritos no desaprovecharon la oportunidad de catapultar la información en primera plana, en una carrera en la que los periódicos buscaban el titular más sensacionalista: «Despiadada adolescencia», «Un tsunami de criminalidad juvenil arrasa el país», y «Por un inapelable endurecimiento de la Ley de Protección Juvenil». Todos daban paso a reportajes en los que se plasmaban retratos de imberbes criminales de sangre fría que no sentían respeto alguno por la vida humana.

Desde luego, Chikako no estaba entre los muchos que se tragarían esta teoría. Los medios de comunicación podían especular todo lo que quisiesen, pero la investigación solo acababa de empezar.