El asunto no tenía por qué reducirse a una persona con tendencia incendiaria que se veía tentada de repente ante un objeto fácilmente inflamable. Si bien ciertos escenarios -un vertedero o un solar en el que se apilaban cantidades de materiales inflamables, por ejemplo- podían incitar a personas mentalmente inestables y que reaccionaban con exaltación catártica o complacencia sexual al observar el fuego, no dejaban de ser meros escenarios. Y Chikako buscaba algo más: lugares que encerraran algún tipo de significado para el pirómano, lugares en los que sintiése impulsos incendiarios.
Incluso en casos en los que un pirómano iniciaba un fuego para satisfacer unos anhelos internos, el interrogatorio siempre revelaba que el escenario del incendio criminal había sido elegido a partir de unos criterios específicos. Chikako recordó el primer caso que investigó poco después de su traslado a la Brigada de Investigación de Incendios: una mujer de unos cuarenta y tantos años que empezó a padecer neurosis por los deslices del marido y la inestabilidad doméstica que de ellos se derivó. No ayudó tampoco el hecho de que el hijo único abandonara el hogar para ir a estudiar a una lejana universidad. La mujer quedó sola, sin distracciones ni vías de escape que le permitieran salir adelante. Entonces, un día cualquiera, la telenovela que seguía escenificó un incendio, lo cual le produjo una tremenda sensación de alivio. Imaginó que cuanto más grande fuera el incendio que ardiera ante sus ojos, mayor sería su satisfacción. Y fue así como acabó provocando una serie de seis incendios menores.
Todos se declararon en un perímetro de dos kilómetros alrededor de su casa, y tomaban como objetivo a viviendas unifamiliares relativamente nuevas, que llevaban en pie no más de cinco años. La zona había sido urbanizada durante el periodo de crecimiento acelerado de los setenta y ochenta. Conforme pasó el tiempo, se fueron construyendo casas nuevas, más modernas, edificadas con materiales y técnicas de construcción punteras. Las viviendas originales del barrio parecieron deslustradas y viejas a su lado.
Una vez sometida a interrogatorio, no consiguieron averiguar la razón por la que la confesada pirómana se centraba exclusivamente en esas casas nuevas. Parecía ignorarlo, puesto que decía cosas como: «Algo debió de llamarme la atención» o «No me importaba el sitio, solo quería provocar un incendio».
Chikako visitó los seis escenarios donde tuvieron lugar los incendios y, finalmente, fue a ver la propia casa de la mujer. Su marido la había heredado de sus padres. Se trataba de una estructura de madera de dos pisos en la que habían realizado una serie de chapuzas. Estaba bastante descuidada. Chikako regresó a la sala de interrogatorios y valiéndose de una simple curiosidad, preguntó a la mujer:
– Es una casa preciosa, pero bastante vieja, ¿verdad? ¿Nunca discutió con su marido la posibilidad de reformarla?
Al final, la mujer lo confesó todo. Llevaba años ahorrando para ese propósito. Había acumulado empleos a media jornada retribuidos con el salario mínimo. Este dinero junto a la paga de su trabajo habitual había ido a parar íntegro a un banco con el fin de ahorrar lo suficiente como para financiar la edificación de una casa nueva en la propiedad familiar.
– Pero ese dinero… Mi marido lo gastaba a mis espaldas. Tenía unos cinco millones de yenes en la cuenta. Y cuando me percaté de que había estado dilapidándolo, casi no quedaba nada.
– ¿Y en qué se lo gastaba?
– Es de suponer que en sus infidelidades, ¿no cree? Supongo que divertirse con unas cuantas amantes debe de costar una fortuna.
La posterior declaración del marido confirmó el testimonio de su mujer. En aquel momento, él ya había iniciado los trámites de divorcio por lo que se negaba a cooperar con la investigación. No mostraba ni un ápice de culpabilidad y, de hecho, llegó a pedir explicaciones sobre qué había de malo en que gastara su propio dinero.
Chikako volvió a pasar por las distintas ubicaciones de los incendios. Ninguno había sido de gran trascendencia, tan solo habían desconchado alguna que otra pared o quemado pilas de viejos periódicos amontonados en la puerta trasera. Los leves destrozos causados habían sido reparados y las casas parecían nuevas otra vez. Al observar aquellos hogares con sus parterres y sus ventanas en saliente, la detective pudo entender lo que aquella mujer abatida, que jamás se había atrevido a mirar a Chikako a los ojos en la sala de interrogatorio, veía en el momento de pasar a la acción.
«Injusticia.»
Su marido se divertía con sus novias. Su hijo estaba ocupado con su propia vida. A ella ya no le quedaba nada. Quizá lo tuviera todo en el pasado, pero había tenido que renunciar a muchas cosas en sus años de matrimonio y maternidad. Fuera adonde fuese, veía preciosas casas nuevas, símbolos de felices hogares, de familias unidas: todo lo que ella deseaba pero no podía tener. Así que las prendió fuego. Un fuego purificador que pretendía reducir a cenizas todo aquello que no era justo.
Incluso en su versión criminal, el fuego poseía un carácter sagrado. Cuando los asesinos prendían fuego a un cadáver y a la escena del crimen para borrar cualquier rastro, era como si inconscientemente desearan purificarse y quedar espiritualmente limpios. Como si no hubiese ocurrido nada. Todo error corregido, toda injusticia borrada, arrasados por el poder absoluto del fuego que no dejaba sino la nada en su estela.
Y en cuanto a la reciente serie de incendios «imposibles», todos aquellos recuerdos no podían sino aflorar en la mente de Chikako. Una de las razones por las que tenía que barajar la idea de que los homicidios de Arakawa y los últimos incidentes habían sido motivados por la venganza, las represalias o el castigo era precisamente porque involucraban el fuego. La sentencia siempre lucía los colores del fuego.
– Detective Ishizu, ya hemos llegado.
Chikako reaccionó con un sobresalto a la voz de Michiko. El ascensor se había detenido, y la puerta estaba abierta. Michiko se abrió camino por un pasillo de baldosines de un vivo color teja hacia una puerta de roble macizo. Pulsó el interfono que quedaba junto a ésta y, de inmediato, respondió una voz:
– ¡Buenos días! Por favor, pasen. Está abierto.
Chikako aspiró una profunda bocanada de aire.
Michiko abrió la puerta.
– Buenos di…
Antes de que pudiera terminar su saludo, una silueta amarilla emergió revoloteando desde las sombras que se escondían tras la puerta. Aquello la hizo retroceder dos o tres pasos, pero cuando cayó en la cuenta, estalló en carcajadas. La mancha amarilla se abalanzó sobre ella y quedó parada.
– ¡Kaori-chan!
– ¿La he sorprendido? ¡A que sí!
Aferrada al brazo de Michiko había una niña que le llegaba a la altura del pecho. Llevaba un jersey de color amarillo canario y una minifalda vaquera.
– ¡Llega tarde!
– Oh, lo siento. Pero solo quince minutos, ¿no?
– ¡No, más! -La chica examinó con atención su reloj de muñeca-. ¡Dieciocho minutos!
Michiko esbozó un gesto de conmoción exagerado.
– Ay. Lo siento mucho. ¡Por favor, perdónanos!
Entonces, la chica reparó en Chikako. La detective aún estaba en el umbral puerta, observando la escena de la niña que abrazaba a Michiko y retozaba a su alrededor como un cachorro. Aún sujeta con ambos brazos a la cintura de Michiko, Kaori se dirigió a Chikako.
– ¿Quién es usted? -Entonces, con tono algo más brusco, añadió-: ¿A qué ha venido?