Chikako no había dejado de apretar el gatillo del extintor y seguía sin apartar la boquilla del jarrón. Fue acercándose poco a poco hasta rellenar el florero de espuma, que ya no contenía más que las estructuras de alambre de las flores artificiales. Los majestuosos pétalos de papel quedaban reducidos a cenizas y hollín que se disolvían en un mar de espuma.
Chikako reparó en los tallos: eran lo suficientemente sólidos como para sostener la guarnecida composición floral. Y pese a estar formados por alambres trenzados de unos cinco milímetros de grosor aproximadamente, estaban parcialmente derretidos. Semejante resultado en un periodo tan breve de tiempo significaba que la temperatura alcanzada había sido extremadamente alta.
Durante las primeras sesiones de formación que precedieron su traslado a la Brigada de Incendios, se prendía fuego a todo tipo de materiales para aprender a reconocer el olor que desprendían al arder. Naturalmente, los experimentos excluían sustancias tóxicas, y se centraban en la combustión del papel, la madera, el algodón o el cáñamo, y también algunos materiales de construcción. Todos ellos desprendían un olor característico.
Pero en este caso, Chikako no pudo identificar otra señal olfativa que la dejada por el papel. Papel y calor, eso era todo. Tampoco había rastro de ningún acelerante de combustión y la experiencia le indicaba que, en esas condiciones, era imposible que el papel alcanzara temperaturas tan altas. Lamentó no haber examinado más de cerca las flores a su llegada.
Eso le sonaba de algo. Se acordó entonces de que era la misma pregunta que se había formulado días antes. Otro caso, otro escenario. La misma incógnita se planteó en circunstancias muy distintas al examinar la vieja fábrica de Tayama, y descubrir que la base de una estantería de hierro cercana a uno de los cuerpos carbonizados se había derretido. Ahora que lo pensaba, la cuestión de las altas temperaturas seguía siendo un enigma sin resolver en todos aquellos casos de incendios homicidas.
Tenía que tratarse de una coincidencia. Una coincidencia muy extraña…
La espuma del extintor ya se había disuelto en una solución que colmaba el jarrón. El extintor vacío era tan ligero que se balanceó en la mano de Chikako cuando ésta se dio la vuelta hacia las presentes.
– ¿Está todo el mundo bien?
Fusako y Michiko se acurrucaban la una junto a la otra, detrás del sillón en el que Chikako había tomado asiento antes. Con ellas estaba Kaori, que había bajado al salón sin que la detective se hubiese percatado de ello. Estaba aferrada a Michiko.
Las tres miraban a Chikako como si hubiese dicho alguna barbaridad.
Sin embargo, la detective se concentró en una sola de ellas e intentó leer en su mirada. Kaori. Esos ojos negros parecían atravesarla.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Chikako-. No te has asustado, ¿verdad? El fuego está apagado, así que no hay nada que temer.
Con los brazos aún alrededor de Michiko, Kaori apartó bruscamente la mirada.
– Me duele la cabeza -dijo en un hilo de voz, como si estuviese a punto de echarse a llorar.
– Detective Ishizu -intervino Michiko, que rodeaba con el brazo los delgados hombros de Kaori-. Voy a tener que informar de esto en comisaría.
– Sí, acabamos de asistir al decimonoveno incendio, ¿cierto?
– Eso es -asintió la joven detective. Se lamió los labios, nerviosa, como si tratara de escoger las palabras con la máxima cautela-. No les dije a mis colegas que había pedido asesoramiento al tío Ito. Así que si la encuentran aquí, detective Ishizu… -enmudeció y se lamió los labios de nuevo.
Chikako entendió lo que quería decirle. No le llevó la contraria e incluso para templar los nervios, dentro de lo razonable en semejantes circunstancias, sonrió y dijo:
– Tiene razón. Creo que será mejor que me marche. Pero señora Eguchi… -Fusako se sobresaltó-. Me gustaría regresar y hablar con usted más tarde. La llamaré. Agradeceré su cooperación.
Fusako miró a Michiko antes de responder, pero ésta, probablemente a propósito, tenía la mirada gacha mientras acariciaba el pelo de Kaori. Aunque en un principio sus palabras sonaron a asentimiento, resultaron ser una negación. Chikako no se molestó en intentar descifrar su respuesta. Recogió sus cosas con rapidez y se dirigió hacia la salida.
Una vez fuera del edificio y mientras atravesaba la zona verde que lo rodeaba, reparó en un sedán sencillo y sobrio, que estaba aparcando. Debía de venir de la comisaría de la Bahía, donde trabajaba Michiko. Un joven de la misma edad iba al volante y nadie lo acompañaba. Chikako no aminoró la marcha al pasar junto al automóvil. Tenía que ser el segundo agente favorito de la pequeña Kaori. Dada la situación de ahí arriba, no era posible que Michiko hubiese llamado a un colega que no le agradara a la pequeña. Y a juzgar por la velocidad con la que había llegado, Michiko y él debían de tener buena relación. Puede incluso que se tratase de su novio, ahora que lo pensaba. Brindaría esta noche por ello, pensó, sonriente.
La estación más cercana era Tsukiji, en la línea de Hibiya. Había llegado en taxi por lo que no sabía exactamente qué dirección tomar para llegar allí. Lo único que sabía es que a pie quedaba a un buen trecho. Cuando diseñaron aquel impresionante bloque de viviendas, debieron de asumir que ninguno de los posibles inquilinos engrosaría las hordas de tokiotas cuyas vidas dependían de los transportes públicos.
El paseo la ayudó a relajarse. Al pasar junto al templo Tsukiji Honganji, divisó una pequeña cafetería y decidió entrar. Quería ordenar sus pensamientos y planear sus siguientes movimientos antes de regresar a la central e informar al capitán Ito sobre lo sucedido.
Se sentó junto a la ventana y tras pedir un café a la camarera, sonó su teléfono móvil. No lo oía cuando lo llevaba en el bolso, así que siempre lo llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. La camarera le lanzó una mirada cuando lo sacó.
– ¿Detective Ishizu? -Era Makihara. Chikako pensó que debía de tratarse del destino o de una intervención divina. Estaba pensando distraídamente en él antes de recibir su llamada.
– ¿Tiene dotes telepáticos? -preguntó con toda seriedad-. Estaba pensando ahora mismo en llamarlo.
– ¿Ha ocurrido algo? ¿O es que tiene mucho tiempo libre?
¿A qué venía eso? ¿Mofa? ¿Toque de atención? De repente, tuvo un presentimiento y, por lo visto, dio en el clavo.
– ¿Dónde se encuentra ahora mismo? ¿Está en la comisaría central?
– ¿Cómo lo sabe? -repuso Makihara.
– Déjeme adivinar. Se ha pasado por ahí con la intención de hacerme una visita y alguien del departamento le ha dicho que ya no trabajo en el caso de Tayama, ¿cierto? Debe de creer que he perdido el interés de la noche a la mañana y que he decidido quitarme de en medio. Y no está muy contento, que digamos.
Hubo una pausa.
– ¿Tan previsible soy?
– No, solo que la situación es demasiado clara.
La camarera se acercaba con el café, por lo que la detective bajó la voz.
– Escuche. Le explicaré qué ha pasado para que me asignaran otro caso. Y acabo de experimentar algo verdaderamente interesante. Algo que me gustaría compartir con usted…
Poco después, sentado en la mesa de la misma cafetería, Makihara se limitó a escuchar, en un silencio absoluto, lo que la detective tenía que contar. Chikako le relató los detalles de la investigación extraoficial que había emprendido para dar impulso al caso de la pequeña Kaori. Pasó a describirle lo que acababa de presenciar en casa de los Kurata. Mientras tanto, Makihara permaneció impasible, no pestañeó ni emitió sonido alguno. Estaba tan quieto que, de haber una grabadora en la mesa registrando la conversación, cualquiera que escuchara la cinta posteriormente habría jurado que Chikako hablaba sola. No se inmutó en ningún momento, ni siquiera cuando Chikako hubo concluido la exposición de los hechos. Ella tomó un sorbo de su café tibio.