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– Tíralo de cabeza -rió otro.

Junko movió ligeramente la cabeza, lo justo como para poder verlos. Tan solo el depósito la separaba de ellos. Los dos que quedaban más cerca sujetaban el cadáver por el tronco y los pies e intentaban izarlo hacia el borde del tanque. Las linternas los iluminaban desde ambos lados, lo que permitió a Junko vislumbrar sus rostros.

Le sorprendió que fueran tan atractivos. La piel de sus mejillas y frentes seguía siendo lisa, como la de un bebé. Uno de ellos, el que llevaba una camiseta chillona a cuadros, era increíblemente alto. Su prominente nuez le daba cierto toque salvaje. El otro lucía un corte muy moderno. Su melena, que le caía sobre los hombros, quedaba dentro del círculo de luz y parecía de un brillante castaño rojizo.

Desde su posición, Junko solo podía distinguir parte del cuerpo sin vida. Vio su nuca mientras los jóvenes intentaban levantarlo por el borde del depósito de retención. Pudo comprobar que se trataba de un hombre vestido de traje. La corbata le caía hacia un lado, rozando la superficie del agua.

No había manera de apreciar los rasgos de los dos chicos que quedaban en segundo plano alumbrando con sus linternas. Cuando uno de ellos se dio la vuelta, quizá alerta a lo que le rodeaba, ella pudo leer las palabras «Big One» estampadas en el dorso de su chaqueta.

Junko tomó una decisión instantánea. Apuntaría primero al melenudo. El pelo era buen combustible, y el resplandor resultante podría serle muy útil. Sí, le prendería fuego a su pelo y, aprovechando la confusión de los demás, saldría disparada de su escondite. Ella conocía mucho mejor el terreno que sus adversarios. Una vez dejara atrás su escondrijo, correría alrededor de la cinta transportadora y apuntaría hacia cada uno de los chicos conforme intentaran darle caza. Y si se les ocurría escapar, tendrían que hacerlo por la única salida, la puerta de hierro. Se mantuvo alerta.

– ¿Preparados? Allá va…

Pero justo cuando los dos chicos más avanzados se disponían a tirarlo, el «cadáver» soltó un gemido.

– ¡Mierda! ¡Está vivo! -gritó el Melenudo.

Ante la confusión, las linternas recorrieron frenética y aleatoriamente el lugar, hacia arriba y por todo el perímetro. Junko también se sobresaltó, y su rostro asomó brevemente entre uno de los círculos de luz.

«Oh, oh. ¡Maldita sea!»

Antes de darse cuenta de que quizá la hubiesen descubierto, los jóvenes ya estaban gritando:

– ¡Hay alguien ahí!

– ¿Qué?

– ¡Ahí! ¡Detrás de ese tanque!

Junko quiso salir del agujero que quedaba entre el tanque de agua y la pared. Pero de tanto agazaparse en su empeño por mantenerse oculta, había quedado atascada y le costó reaccionar con rapidez. En el lapso de esos segundos perdidos, la luz de una de las linternas la enfocó directamente a la cara, cegándola. Por reflejo, se cubrió los ojos con la mano.

– ¡Es una mujer! -vociferó uno de ellos, sorprendido.

– ¡Date prisa y sácala de ahí, gilipollas! -ordenó Asaba.

Se movieron con rapidez para cortarle la salida. Estaba acorralada. El que quedaba más cerca de ella, estiró la mano para atraparla y consiguió engancharla por la manga.

Entre tropiezos, mientras la arrastraban hacia afuera, Junko se las arregló para mirar de soslayo al «cuerpo» que habían ido arrastrando. En efecto, estaba vivo. Tenía la cara llena de cortes y moratones, los ojos entreabiertos, pero se sujetaba al borde del depósito con ambas manos.

«Tengo que asegurarme de que no salga más herido de lo que ya está».

Entonces, se concentró en su objetivo. Volvió la vista hacia el chico que tiraba de ella. Se percató de que estaba sonriendo. «Una mujer. ¡Hay una mujer aquí!», se diría para sus adentros. Cómo no, aquellos machotes no tenían nada que temer de una mujer. «Van a morir. Voy a freírlos a todos. Será tan fácil como activar el triturador de basura, hacerla picadillo y abrir el grifo para que no quede rastro alguno».

Junko logró soltarse.

Aquel que la tenía cogida por la manga fue propulsado hacia atrás. La linterna salió volando de su mano, dibujando una graciosa estela en el aire, y se hizo añicos al impactar contra la escalera de metal que conectaba con la pasarela. Junko había reparado en cada detalle de la secuencia, no así los demás: tenían los ojos clavados en su compinche. Su pelo, camiseta y pantalones escupían llamas trazando una estela no menos graciosa en el aire. Para cuando aterrizó en el suelo, era una bola de fuego. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Junko sintió todo el poder de su ataque. La energía había fluido como una flecha, y parecía haber atravesado el cuello de su adversario, matándolo en el acto antes de prenderle fuego.

Los demás se pusieron a gritar. Incapaces de moverse, incapaces siquiera de borrar el pánico de sus caras, en un estado de conmoción que rozaba lo cómico.

Junko se tomó su tiempo para enderezarse. Acto seguido, volvió la cabeza hacia los demás. El que quedaba más cerca de ella, el chico de la camiseta a cuadros, estaba aproximadamente a un metro de distancia. Justo detrás, se plantaba el Melenudo y, más allá, el que sujetaba la segunda linterna. Era bajito, llevaba una sudadera de color rojo chillón, y lucía un pendiente en una oreja.

Junko dio un paso hacia la fila de jóvenes petrificados. Todos retrocedieron a la vez. El que llevaba la sudadera, reculó incluso dos pasos. Le temblaban los labios, y parecía estar a punto de echarse a llorar. Junko pudo distinguirlo perfectamente gracias a la luz que manaba del cuerpo en llamas. El hedor empezaba a envolverlos.

– ¿Qué le has hecho? -preguntó el Melenudo con voz trémula. Sus ojos escrutaban a Junko de arriba abajo-. ¿Qué tienes?

Ella guardó silencio pero mantuvo la mirada fija. «¿Quieres saber qué tengo? ¿Te refieres a si llevo un arma encima? Si es eso, entonces sí, la llevo. Pero mirarme de ese modo no te ayudará a encontrarla.

«El arma la llevo dentro de mí. En mi cabeza.»

Esbozó lentamente una sonrisa, y dio un nuevo paso hacia adelante. Esta vez, todos retrocedieron dos pasos, al unísono. Ya se encontraban en el centro de la fábrica.

– ¿Qué le pasa a ésta? -prosiguió el Melenudo, temblando como un flan y sin poder apartar la mirada de Junko-. ¿De qué va? ¡Haz algo, Asaba!

Se dirigía al chico alto, a Camiseta a Cuadros.

«¿Así que tú eres Asaba, eh?»

Junko lo fulminó con la mirada. Era el más sereno e impasible de los tres. Y pese a toda la conmoción, pudo percibir en sus ojos algún tipo de sensación. ¿Sería miedo? ¿O acaso…?

Junko se apartó algunos mechones que le caían sobre la cara. Con un brusco movimiento circular de cabeza arremetió contra los tres a la vez.

La energía fluyó con suavidad. Su control era perfecto, como si se tratase de un domador experimentado que chasquea el látigo con una distancia y fuerza bien medidas. Pudo incluso divisar el latigazo ardiente.

Pero Asaba logró esquivar el golpe. Sus intentos fueron algo torpes y, aunque la onda expansiva lo eyectó sobre la cinta transportadora, sorteó el fuego. Los otros dos se vieron envueltos en llamas en el instante en el que los alcanzó la radiación. Rostros, manos, pelo: todo ardía. Incluso sus gritos eran de fuego. Asaba se agitaba con violencia en la cinta transportadora. Tenía los ojos como platos; no los podía apartar de sus amigos que ardían vivos. El dobladillo de sus vaqueros echaba humo.

«Ha llegado tu turno.»

Junko tenía a Asaba en el punto de mira. Él aguantó firme la mirada. No se molestó en echar a correr. Se limitó a sacudir ligeramente la cabeza y a levantar la mano como si quisiera detenerla. Una mano. No las dos.

«Eso es. Levanta las manos. Implórame piedad. Supongo que es lo que le obligaste a hacer a este pobre hombre. Arrástrate y suplica por tu vida, tal y como él tuvo que hacer.»

Aún podía sentir la energía palpitando en su interior. Hacía mucho que no liberaba tanta cantidad. Pero aún había más, dispuesta a brotar, como si hubiese estado esperando aquel preciso momento.