– Mire, que quede bien claro que ni creo que sea estúpido ni me estoy riendo de usted. Es cierto que cuesta dar crédito a esa teoría de la piroquinesis. Así que, ayúdeme a entender y conteste esta sencilla pregunta, ¿qué le lleva a barajar semejante hipótesis? -Chikako insistió-. Deme algo a lo que aferrarme, argumentos, convénzame. Uno no se traga cualquier cuento porque sí. Eso es lo que hacen los niños. Ya lo sé, acabo de comentarle que he visto un objeto estallar en llamas ante mis ojos, como por arte de magia. Pero de momento, ahí queda la cosa; no me aclara nada, ni sobre los incendios ni sobre Kaori. De acuerdo, he presenciado un incendio que se ha iniciado en circunstancias extrañas, pero no es suficiente como para que me trague lo de la piroquinesis. No obstante, estamos limitados por nuestros cinco sentidos, y la vista, en especial, puede ser muy engañosa. Debe de existir algo más allá de lo que vemos. Algo que le haga apostar por esta teoría.
La mirada de Makihara pareció perderse por un momento.
Cuando Chikako fue ascendida al rango de detective, aprendió mucho de un aguerrido compañero. Se convirtió en todo un maestro para ella. El viejo policía se había ganado la reputación del ser el más hábil a la hora de llevar a cabo un interrogatorio. En toda comisaría, siempre destacaba un agente que se ganaba el apodo de «Mentalista» por tener la aptitud de derribar cualquier muro del silencio en la sala de interrogatorio. La mayoría era detectives ya veteranos que habían visto mucho mundo y aquel hombre no era ninguna excepción. Y típico de los hombres hechos de esta pasta, tenía costumbre de simpatizar con las ovejas negras, por lo que estaba destinado a tomar bajo su protección a Chikako, la única mujer de la brigada. De todas las cosas que le enseñó, había una lección en particular que su alumna no olvidaría jamás.
«De vez en cuando, Ishizu, la mirada del sospechoso que se sienta frente a ti en la sala de interrogatorios se perderá por un momento. No se trata de una mirada huidiza que denota que acaba de contradecirse ni tampoco de esas que delatan sus mentiras. Solamente dan la impresión de estar soñando durante una décima de segundo.»
«Lo que esa mirada significa es que algo que han guardado en los abismos de la memoria y que no quieren recordar nunca, de repente, remonta a la superficie de su mente. Un recuerdo muy vivo. Con lo cual, durante un instante, este retazo de memoria moviliza toda su atención y su mirada se pierde. Es algo que has de aprender a reconocer.»
«Para algunos sospechosos, se trata de detalles de un crimen. Para otros, no es más que la reminiscencia de un abuso sexual por parte de un padrastro. Otros se acordaran de un terrible accidente. Es decir que no tiene por qué delatar ningún crimen cometido. No obstante, esa evocación frustrada puede ser la clave que permita adquirir un conocimiento más profundo del sospechoso. Así que, cuando ocurra, fíjate bien en la conversación, la situación o el momento, en lo evocado justo antes de que notaras esta señal en los ojos de la persona que tienes en frente. Te dará una perspectiva mejor del caso.»
Chikako nunca había olvidado eso. No le había servido en la sala de interrogatorios, pero el truco le había resultado muy útil en un sinfín de ocasiones.
Ahora no sería una excepción. Chikako se percató del instante en el que la mirada de Makihara pareció perderse en la nada, como si sondeara sus adentros. Es más, observó que el detective desviaba la mirada de lo que fuese hubiera visto en su mente, cerraba los ojos y volvía a concentrarse en Chikako.
¿Qué habría recordado Makihara? ¿De qué habían estado hablando? Piroquinesis. «¿Podría ser…?»
– Makihara, ¿no tendrá usted ese tipo de poder, verdad? – preguntó.
Parecía como si alguien acabara de verter sobre él un cubo de agua fría. La ceniza cayó del cigarrillo que sujetaba entre los dedos. Chikako se inclinó hacia adelante y repitió la pregunta, algo más seria.
– ¿Es eso? ¿Esa es la razón por la que cree firmemente que la piroquinesis existe?
Makihara miró a Chikako a los ojos y estalló en carcajadas.
– De acuerdo -rió ésta y soltó un suspiro-. Entonces, ¿no es eso?
La camarera se había percatado de sus risas y ahora estiraba el cuello para poder verlos mejor. Cogió una jarra de agua fría y se encaminó hacia ellos.
– No es eso, ¿verdad? -reiteró Chikako a la espera de confirmación.
– No, no tengo ese poder -negó con la cabeza.
– Vale, entonces, ¿se trata de alguien cercano a usted?
Esta vez, el detective se sobresaltó como si Chikako le hubiese propinado un puñetazo. «Ese dardo ha estado muy cerca de la diana», pensó ella.
La camarera miró a Chikako y, después, a Makihara. Sirvió algo de agua en sus vasos, con suma lentitud y, también se tomó su tiempo para darse la vuelta y marcharse.
– A mi hijo le gustan las novelas de ciencia ficción -explicó Chikako-. Y también las películas. Tiene una colección bastante impresionante. No es la primera vez que oigo hablar de percepción extrasensorial o de poderes sobrenaturales. Probablemente sé más sobre el tema que la mayoría de mujeres de mi edad.
– ¿Cuántos años tiene su hijo? -preguntó Makihara. Quizá estuviese equivocada, pero al detective se le veía algo aliviado ante el cambio de tema y sus hombros parecían relajarse.
– Veinte. Está estudiando en la universidad de Hiroshima, de modo que únicamente lo veo en las fiestas de fin de año. Los chicos así son una lata -rió Chikako antes de tomar un sorbo de agua-. Makihara, acaba de recordar algo, ¿verdad?
Silencio.
– ¿Algo que tiene relación con todo esto? Al menos esa es la sensación que me ha dado. ¿Ha experimentado en sus propias carnes algo? ¿Algo que tenga que ver con esa piroquinesis?
– En mis propias carnes… -masculló el detective, tanto para sí mismo como para su interlocutora.
– Sí. Tengo razón, ¿verdad? Y ahora mismo acaba de recordarlo.
– ¿Es usted adivina? -preguntó medio sonriendo.
– No, no, nada de eso. Es una técnica que me enseñó un viejo maestro.
Makihara tomó la cuenta bruscamente y se puso de pie.
– Vámonos.
– Pero aún no hemos llegado al fondo del asunto, ¿cierto?
– Será mejor que no lo hagamos aquí. Ya que es usted detective, ¿no le gustaría ver dónde sucedió todo?
Makihara condujo hasta el noroeste de Tokio casi sumido en un silencio autista. A cualquier pregunta que formulaba Chikako, él respondía con un «Espere a que lleguemos».
El tráfico era muy denso y tardaron casi una hora. Cuando él dijo: «Hemos llegado», y detuvo el coche, acababan de salir de la autopista de Mejiro por el paso elevado de Toyotama. Estaban a unos cinco minutos de la estación de Sakuradai.
Era un lugar tranquilo, principalmente residencial. Cerca de ellos colgaba un letrero que rezaba: «Zona escolar». A mano izquierda, había un pequeño parque. Estaba totalmente rodeado por árboles, pero las hojas habían caído y a través de las ramas desnudas podían ver los jerséis y chaquetas coloridas de los niños que ahí jugaban.
Makihara saltó un muro bajo de cemento, atravesó el césped y se encaminó hacia los columpios. Chikako, que no tenía tanta destreza en realizar acrobacias, dio un rodeo hasta la entrada y lo siguió a corta distancia. Algunos chicos se columpiaban con tanto ímpetu que Chikako no pudo sino temer lo peor al escuchar el chirrido de las cadenas. Makihara se detuvo cerca de ellos, con las manos embutidas en los bolsillos del abrigo. Chikako lo alcanzó.
– ¿Fue aquí donde sucedió?
Makihara la miró y asintió.
– Aquí crecí yo. Vivíamos a unos cinco minutos a pie. Construyeron este parque cuando yo era muy pequeño, y jugaba aquí todo el tiempo. Ha cambiado mucho desde entonces, ahora está mejor acondicionado. Eso sí, los columpios siguen en su sitio y también los árboles y parterres. -Había un banco cerca y Makihara apuntó hacia él-. Y este banco. Este banco lleva aquí desde siempre.