Finalmente, parecía dispuesto a abrirse a Chikako. El banco estaba frío, pero ella se sentó igualmente.
– Hace exactamente veinte años, yo estaba en el instituto. Tenía catorce años. Era fin de curso, un 13 de diciembre. Estaba en plena época de exámenes.
No parecía despertar recuerdos de su pasado. Sonaba más bien como si estuviera leyendo en voz alta el informe de un caso archivado.
– Serían las seis pasadas de la tarde. Ya que era invierno, el sol se había puesto y estaba oscuro. Todos los niños se habían ido a casa. No así Tsutomu, que todavía estaba aquí, en este columpio.
– ¿Tsutomu?
– Sí, mi hermano pequeño. Estaba en segundo de primaria.
– Qué pequeñín.
El viento arrastraba hacia sus oídos los gritos de los niños que se balanceaban con fuerza en los columpios. Makihara, que había estado observándolos, se volvió de repente hacia Chikako.
– Era mi hermanastro. Mi madre falleció poco después de que yo naciera. Mi padre me crió solo durante años, pero cuando empecé la escuela, conoció a una mujer y se casaron. Era la madre de mi hermano pequeño.
Con una expresión fría, Makihara encorvó los hombros, negó con la cabeza y prosiguió:
– Mi madrastra y yo no teníamos mucho en común. En realidad, era mi antítesis. Quizá no quería que me sintiese herido o aislado, de ahí que intentara con todas sus fuerzas ser buena conmigo… Pero a cambio, fue muy estricta con su propio hijo. El caso es que para cuando llegó a segundo curso, Tsutomu ya era un niño problemático.
»Aquel día, al regresar a casa después del colegio, hizo una travesura y rompió algo. Mi madrastra perdió los nervios y la emprendió a golpes con él. Tsutomu huyó.
»Ella insistió en que no fuésemos tras él, en que ya volvería a casa cuando se le pasara la rabieta. Pero yo sabía que estaba muy preocupada. De modo que salí a buscarlo. Un niño tan pequeño no puede ir demasiado lejos y, de hecho, lo encontré rápido. Estaba aquí, en este mismo parque, hecho una furia y se balanceaba con mucha fuerza, de pie sobre el columpio.
»En cuanto me divisó, se columpió con más fuerza para ganar impulso y bajarse de un salto. Una vez aterrizó, echó a correr. Yo le grité algo como «¡Está muy oscuro! ¡Volvamos a casa!», y él me respondió con un «¡Te odio! ¡Déjame en paz!» mientras se alejaba. El renacuajo era muy rápido y no tardó en sacarme una buena ventaja. Y entonces, en ese punto, donde está ahora el cajón de arena…
Chikako entrecerró los ojos ante las arremetidas del frío viento, pero no por ello dejó de seguir la mirada de Makihara. El cajón de arena, medio congelado, estaba desierto.
– Por aquel entonces, ahí había un pequeño tobogán. Tsutomu se agachó para sortearlo pero de repente, se detuvo en seco. Parecía algo sorprendido y dijo algo. Yo corría tras él, así que no pude escuchar lo que decía, pero pensé que llamaba a alguien por su nombre.
– ¿Un amigo suyo, quizá? -preguntó Chikako casualmente, pero la expresión de Makihara se hizo sombría.
– No sé si era un amigo o no. Sigo sin saberlo. Había alguien ahí, escondido bajo el tobogán. Por ahora dejémoslo así.
La mirada de Makihara se rezagaba en el cajón de arena, pero Chikako supo que lo que el detective veía era el tobogán desaparecido. Sintió un escalofrío. El significado de sus palabras «Vayamos a ver dónde sucedió» no había pasado desapercibido para ella y parecía que estaba a punto de relatar algo relacionado con la piroquinesis. Y tenía la sensación de que no se trataba de nada bueno. ¿Qué pasaría por la cabeza de un niño pequeño y rebelde que mantenía una relación inestable con su madre…?
– Tsutomu se detuvo y dijo algo -resumió Makihara-. Yo ya estaba a menos de diez metros de él. Puesto que se había detenido pensé que tenía la posibilidad de atraparlo, así que corrí tan rápido como pude y le grité: «¡Vamos a casa! ¡Mamá está preocupada!…»
Los niños seguían columpiándose. Chikako oía sus alegres voces, pero cada vez hacía más frío.
– Se oyó un sonido sordo, ¡bum!, como una explosión -continuó Makihara, aún con la mirada fija en el cajón de arena-. El pobre Tsutomu se vio envuelto en llamas.
Makihara se estremeció, fue un estremecimiento que tenía mucho que ver con la reacción de alguien que, tiritando de frío en un sitio sometido a los rigores del invierno, se acerca de súbito a una hoguera.
Aunque no había fuego cerca, las llamas poblaban los recuerdos de Makihara, que revivía la imagen de su hermano ardiendo. Esa era la fuente de su estremecimiento.
– No tengo ni idea de dónde salió el fuego. Apareció de la nada cubriéndole por completo. Eso me pareció ver. Entonces, solo durante un segundo en el que se quedó inmóvil, recuerdo que extendió los brazos. Y que bajó la mirada para observarse, como preguntándose qué le estaba pasando. Como un niño que, después de arreglar su bicicleta, repara en la mancha de aceite que lleva en la ropa. Eso suele suceder, ¿verdad? Sobre todo, con los niños.
– Sí, suele pasar… -repuso Chikako con suavidad.
– Pues así fue como sucedió. «Vaya, ¿por qué estoy cubierto de aceite?». Se le veía atónito, como preguntándose «¿Eh, de dónde ha salido este fuego?». Eso reflejó su modo de observarse el cuerpo y los brazos. Entonces… -Su voz se extinguió durante un momento, como atrapada en su garganta-. Entonces empezó a gritar. Para cuando lo alcancé, pude ver el grito salir de su boca. No se trata de una metáfora, sucedió exactamente como se lo cuento. Tsutomu abrió la boca, escupió llamas, cual dragón en una película. Y a continuación, empezó a dar vueltas como si intentara zafarse del fuego o apartarse de él.
»Me quedé paralizado todo lo que pude hacer fue gritar su nombre, «¡Tsutomu!».
»El me vio. Me miraba pero sus ojos no dejaban de moverse de un lado a otro, como si quisieran escapar de su cabeza. Y no solo sus ojos sino también sus brazos y piernas; cada parte de su cuerpo parecía intentar liberarse del fuego y huir hacia todas direcciones a la vez.
»Se acercó hacia mí, con los brazos extendidos.
»Yo empecé a recular. Tsutomu venía hacia mí para que le ayudase, y yo estuve a punto de echar a correr. Juro que se dio cuenta de ello. Se detuvo y se limitó a gritar mi nombre, una y otra vez.
»El fuego lo quemó desde dentro. Pude ver que tras sus ojos y dentro de su boca todo estaba calcinado. El fuego manaba de la yema de sus dedos. Tendió las manos hacia mí y, entonces, sus labios esbozaron un «¡Ayúdame!».
Makihara se estremeció de nuevo. Chikako se levantó del banco y se colocó tras él. Pudo ver que tenía la piel de la nuca erizada, la zona que su abrigo no lograba tapar.
– Se desplomó. Junto a mis pies -continuó Makihara, con la vista en el suelo.
Con el fin de resguardarse del frío, Chikako se levantó el cuello del abrigo y se cruzó de brazos sin apartarse del detective. Los columpios estaban vacíos; no se había percatado de ello. Los niños que tan decididos estaban a volar, se habían marchado a otro sitio. Reinaba el silencio. Los alegres gritos se habían extinguido, el cajón de arena seguía desierto. Tan solo el rumor del frío viento resonaba en los oídos de Chikako, en un débil sonido quejumbroso. Como el gemido de un niño.
– Cuando Tsutomu se desplomó, finalmente intenté apagar el fuego. Le aticé por todos lados. Después me quité la camisa e intenté sofocar las llamas con ella. Pero ya era demasiado tarde. Tsutomu estaba carbonizado.
– Al escucharle tengo la impresión de que toda la escena sucedió durante una eternidad aunque no pudieron pasar más de diez o veinte segundos -dijo Chikako-. Su reacción fue rápida. Corrió hacia su hermano e hizo lo que pudo por extinguir el fuego. Al recordarlo, uno tiene la impresión de haber actuado con lentitud. Es una especie de ilusión, y suele pasar a menudo.