No estaba diciendo lo primero que le venía a la mente en un intento por reconfortarlo. El tiempo realmente parecía pasar muy despacio cuando ocurría un accidente u otra situación crítica. No era cuestión de que el tiempo se dilatara, sino que el ritmo de procesamiento de la información del cerebro doblaba o triplicaba su velocidad normal. Esa era la razón por la que los sentidos se aguzaban, la percepción se hacía más sensible y los recuerdos de la escena eran tan vivos. La gente que sobrevivía a algún trance y rememoraba el momento, solía atormentarse por lo increíblemente torpe, inútil y lento de su reacción, incluso mucho después de que este sucediera. Una sensación tan normal como dolorosa.
– Seguí golpeándolo para apagar el fuego, pero para cuando terminé no era más que cenizas. Mi hermano había muerto – sentenció Makihara, con tono desprovisto de emoción-. Me puse a gritar como si mi vida dependiera de ello. Mientras lo golpeaba, las llamas chisporroteaban y humeaban. Oí a alguien gritar a lo lejos. Probablemente alguien que pasaba por el parque y al reparar en mí, me interpeló: «Eh, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?». Yo no podía hablar ni respirar siquiera, por las convulsiones. Las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas, y apenas podía abrir los ojos. Más tarde, descubrí que me había quemado las pestañas.
Makihara se pasó las manos por la cara, parecía cansado.
– Pero oí algo. Alguien estaba llorando junto a mí. Esos sollozos no eran los míos – Makihara levantó la cabeza y señaló el cajón de arena-. Ya le he dicho que había un pequeño tobogán ahí, ¿verdad? ¿Y que mi hermano se agachó para pasar bajo él antes de que empezara a arder?
– Sí, es lo que ha dicho.
– Yo estaba en el suelo, junto a los restos de Tsutomu. Desde ahí podía ver lo que había bajo el tobogán, junto a la escalera. Era una niña pequeña de la edad de Tsutomu, agazapada bajo la oscuridad.
Pese a las farolas encendidas en el parque, entre la oscuridad de la noche y las sombras que el tobogán arrojaba sobre la pequeña, Makihara no pudo distinguir su rostro. Lo único que vio fue un jersey de color amarillo canario y una cara que se ocultaba tras unas pequeñas manos. Y que estaba llorando. Gemía y sacudía convulsivamente la cabeza, de un lado a otro.
– Intenté levantarme. Quise ir hacia la niña pero estaba muy débil. Creo que le dije «¿Estás bien? ¿No estás herida, verdad?». Algo parecido. Pensé que estaba llorando porque el fuego la había asustado.
Sin embargo, la niña se levantó con una prontitud tan inesperada que su falda revoloteó ante el impulso del movimiento. Su preciosa cara quedaba deslucida por las lágrimas. Se volvió hacia Makihara y lo observó durante un momento y, acto seguido, desvió la mirada hacia los restos carbonizados de Tsutomu.
– «Lo siento» -dijo la niña, en apenas un susurro-. «Le he dicho que me dejase en paz, pero seguía molestándome. Lo siento, siento haberlo quemado. Lo siento, lo siento muchísimo…»
Y entonces, echó a correr. A Makihara le llevó varios segundos percatarse de que no iba a buscar ayuda, no se dirigía hacia las voces de los adultos que ya se acercaban. Estaba huyendo, sin más.
– Cuando salí del estupor, ella ya había desaparecido -dijo el detective, que parecía buscar sus pisadas en la tierra. Su mirada recorrió sin vacilar el camino que la niña había tomado veinte años atrás-. Fue entonces cuando llegaron los adultos y llamaron a una ambulancia. La policía vino, mis padres aparecieron corriendo… -Su mirada abandonó por fin el camino que la niña había tomado y vino a recaer en Chikako. Hizo una mueca-. Supongo que mis padres pensaron que me había vuelto loco.
– ¿Por qué?
– No dejaba de repetir: «Una niña pequeña ha prendido fuego a Tsutomu, una niña pequeña ha quemado a Tsutomu, tenemos que encontrarla…», y no cejaba en mi empeño.
– ¿La gente que fue corriendo hacia usted no reparó en ella?
– Por desgracia, no.
– Pero usted la vio. Y la oyó decir: «Siento haberlo quemado».
– Sí.
– ¿Y los adultos no le creyeron?
Makihara levantó la barbilla en un gesto casi imperceptible mientras evocaba sus recuerdos.
– El ochenta y dos por ciento del cuerpo de Tsutomu estaba cubierto por quemaduras de tercer grado. Y no solo la epidermis, también el esófago y la tráquea. Su cuerpo parecía el de alguien que se inmola. Sin embargo, había una obvia diferencia…
– Ni rastro de combustible, imagino -apuntó Chikako-. La paradoja de siempre…
Makihara asintió.
– No había rastro de gasolina o queroseno sobre Tsutomu. Llevaba pantalones y ropa interior de algodón, y un jersey acrílico. Como ya sabe, es imposible que ninguno de esos materiales alcance una temperatura tan alta.
Makihara negó con la cabeza. Al parecer, el movimiento le recordó que se encontraba a la intemperie y que el frío arreciaba, por lo que se subió el cuello del abrigo.
– Lo que pensaron fue más o menos lo siguiente: «No hay combustible y aunque se trate de un niño pequeño, prender fuego a un cuerpo humano del tamaño que sea es definitivamente imposible sin utilizar algo como un lanzallamas. Este pobre adolescente dice que una niña de la misma edad que su hermano lo hizo y que la oyó decir "Lo siento", antes de que ésta saliera huyendo de la escena, entre sollozos. Es tan triste. Ha visto a su hermano arder y ha perdido la cabeza».
– Pero debieron de llevar a cabo algún tipo de rastreo de la niña, ¿no? -preguntó Chikako-. En primer lugar, era una testigo. Sin mencionar que había dicho algo muy importante: «Le he dicho que me dejase en paz, pero seguía molestándome». Según sus propias palabras, usted, como hermano mayor, ha descrito a un niño que daba mucha guerra, ¿verdad? Quizá la niña lo conocía de clase y Tsutomu se metía con ella. Sea como fuere, y la cuestión de si lo hizo o no a propósito no viene ahora al caso, la niña le prendió fuego.
El aliento de Chikako se materializaba en el frío aire en una estela blancuzca.
– Se escondía bajo las sombras del tobogán -prosiguió, con tono indignado-. Tsutomu estaba corriendo y se agachó para sortearlo. Fue cuando la descubrió, ahí escondida. El niño, sorprendido, pensó: «¿Qué estará haciendo aquí?». Si además, se trataba de una niña con la que se metía siempre, razón de más para… para dejar de correr. Quizá le dijo algo. Y, de repente, se vio envuelto en llamas, ¿verdad? ¡Aquella niña era vital para la resolución del caso!
Chikako buscó alguna reacción en el rostro de Makihara, pero él mantenía los ojos cerrados.
– Intentaron hacer una especie de breve búsqueda -explicó con sosiego-. Buscaban a una niña de la edad de Tsutomu. Me trajeron fotos de todas las niñas que asistían al colegio de mi hermano, y también de otras escuelas. Sin embargo, no estaba entre ellas. La chica que yo había visto no aparecía en ninguna de esas fotos. Tal vez estuviera confuso porque vi muchísimas fotos, pero de cualquier modo, no logré identificarla.
»Ya imaginará lo que sucedió a continuación. «Oh, ¿no reconoce a esa misteriosa niña? Bueno, supongo que eso significa que nunca estuvo allí. De todos modos, su historia no se sostiene. ¿Una niña pequeña que se disculpa por haber quemado vivo a otro crío? Sí, claro. ¿Ese muchacho insinúa que una niña se paseaba por el parque cargando un lanzallamas? ¿Para incinerar a un gamberro? Venga ya. Todo es fruto de su imaginación.»
Daba la sensación de que Makihara estaba leyendo el programa de una ceremonia a la que no quería asistir.
– Y aunque sabía que eso era lo que empezaban a creer todos, lo único que pude hacer fue quedarme ahí plantado y dejar que sucediese. Incluso mis padres creyeron que la conmoción me había dejado algo perturbado.
»Entonces, el resto de adultos concluyeron que estaba mintiendo. Los profesores, la policía, los bomberos. Y cuando compartieron su punto de vista con mis padres, quedaron horrorizados. «¿Que nuestro chico ha mentido? ¿Que se ha inventado esa historia? ¿Por qué? ¿Cómo se atreven a insinuar algo así? Es nuestro hijo mayor, y es un chico muy sensato. Siempre ha sido muy maduro. ¿Por qué se inventaría una historia tan disparatada y se aferraría a ella?» Todas esas preguntas, como era de esperar, llevaron a la conclusión final.