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Su marido se sentía bien esa noche. Canturreaba para sí mientras leía el periódico de la tarde, y Chikako sabía que, en cuanto apartara la vista, caería dormido en su silla.

Claro que era consciente de que quizá no hubiese estado de tan buen humor todo el día. Le habrían pisado los pies en los abarrotados trenes, se habría topado con alguna camarera antipática, con clientes desagradables… Seguro que, al menos, habría perdido los nervios una vez. Ese era el día a día de su marido.

¿Y qué le iban a hacer? Así eran las cosas. Había que conformarse porque era el pan de cada día. Los avatares de la vida cuando uno deja atrás la infancia… Si nos enfadásemos y nos cebásemos con los demás a la mínima, no solo no encontraríamos un lugar dentro de la sociedad, sino que también acabaríamos tirando nuestra vida por la borda.

Pero ¿qué pasaba si uno se negaba a acatar las normas? ¿Qué ocurría cuando la rebelión era inevitable? ¿Qué sucedía si se tenía la opción de tomar represalias en el más puro anonimato, sin dejar la menor huella?

Esa mujer del tren que acaba de pisarte con su tacón de aguja. Sabe que lo ha hecho, pero ni siquiera se ha disculpado y eso, claro, te saca de tus casillas. Está apeándose del tren con paso pedante y con un contoneo engreído de caderas. Lo único que tienes que hacer es concentrarte en su carísima permanente. Clavar la mirada. Fijar toda tu atención. Y de repente, su pelo se prende fuego.

«¡Vaya, qué satisfecha se tiene que quedar una!»

Cualquiera que se cruzara con alguien con semejante poder, podría pagarlo caro.

– ¡Eh, lo vas a poner todo perdido de agua! -La voz de Noriyuki despertó a Chikako de su ensueño. Había estado tan absorta en sus cavilaciones que no había apagado el grifo.

– Voy a tomar un baño e irme a la cama -anunció su marido que se levantó con poca soltura.

– ¿Te encuentras bien? Menuda cogorza llevas.

– ¡No estoy tan borracho!

– El agua ya estará fría. Te prepararé uno caliente.

– No te preocupes, yo lo haré. Vete a la cama, se te ve cansada.

Chikako le observó encaminarse alegremente hacia el cuarto de baño y, entonces, retomó el hilo de sus pensamientos. Si se poseía el poder de provocar un incendio a voluntad, también se podría calentar el agua hasta que alcanzara la temperatura perfecta de cuarenta grados centígrados. Nada de utilizar gas ni calentadores. Práctico y barato.

Chikako se echó a reír. Había empezado a analizar sus pensamientos desde un punto de vista puramente profesional, pero había acabado divagando. «Supongo que me cuesta mucho entender lo que siente Makihara o aceptar lo que intenta decirme.»

Apagó la luz de la cocina y se dirigió a la habitación. Cuando se deslizó entre las sábanas, recordó las palabras de su marido y se dio cuenta de que estaba mucho más cansada de lo que pensaba.

El vapor se adueñó del cuarto de baño.

Habían pasado varios días desde la última vez que Junko tuvo la ocasión de descargar su energía a discreción. Había aunado fuerzas y sentía en su interior que el poder empezaba a recobrar su capacidad óptima.

Sus heridas también estaban cicatrizando. La herida de bala aún le dolía pero, por suerte, no se había infectado. Se quedó algo exánime por la pérdida de sangre, y cada vez que se levantaba de la cama se le nublaba la vista y el techo parecía combarse. Pero incluso esa sensación empezaba ya a remitir.

Tenía la impresión de que el poder que crecía en su interior estaba acelerando su recuperación. Era como una entidad viva, independiente que subsanaba sus heridas.

También sabía que la energía aspiraba a ser liberada, a que la joven le diera rienda suelta. Hacía muchísimo tiempo que Junko no había causado estragos como los del otro día; años que no había dejado fluir el poder en total libertad. Y, después de probar la adictiva sensación, esa entidad propia quería más.

Estaba instando a Junko a dar el siguiente paso.

Ya no podía utilizar la fábrica abandonada para aplacar sus ansias. Tayama se había convertido en la zona con mayor densidad de reporteros de todo Japón. Utilizar canales o parques para liberar la energía podía entrañar un grave peligro. No podía correr el mínimo riesgo de que alguien la viera o le tomara una fotografía.

De modo que la única opción que le quedaba era hervir agua. Llenó la bañera de agua fría hasta el borde y dejó que la energía manase. De inmediato, el diminuto cuarto de baño se convirtió en una sauna.

Se enjugó el sudor de la cara y salió del cuarto. Su albornoz estaba húmedo. Quería abrir la ventana y dejar que entrase algo de aire fresco.

En el instante en el que tendió la mano hacia la ventana, el teléfono sonó. A punto estaba de descolgar cuando sintió una punzada en el hombro convaleciente. Junko se detuvo durante un segundo, examinó brevemente su hombro y después su brazo. Tomó el auricular con la otra mano.

– Junko Aori, ¿verdad? ¿La pillo en buen momento?

De repente, Junko tuvo la sensación de que el dolor lancinante de su hombro había sido una señal de advertencia.

– ¿Quién es? -preguntó, aferrándose con fuerza al auricular. El vapor que se había escapado del cuarto de baño lo hacía resbaladizo.

– No puedo darle mi nombre sin más. -Era un hombre con voz relajada y dulce. No parecía ser muy joven. Se trataba más bien de la voz de alguien que entendía su poder y la responsabilidad que este conllevaba. A Junko le recordó a un médico. Hacía años que no venía a uno, pero le constaba que los galenos hablaban así.

«No te preocupes, Junko. Tu madre se pondrá bien».

«Es hora de llamar a la familia de tu madre y a sus amigos, y ponerles al corriente de su estado. Desde luego, haré todo lo que esté en mis manos, pero tiene el corazón muy débil.»

Recordaba muy bien esas voces.

– Oiga, ¿todavía está ahí? -preguntó el hombre del teléfono, despertándola de su flash-back-. La llamo porque quiero hablarle de los Guardianes.

Estaba convencida de haber oído algo parecido recientemente… «Claro, la otra llamada.» Al acordarse, su timbre de voz ascendió ligeramente.

– Recibí una llamada de un joven, y mencionó esa misma palabra. Dijo algo sobre que no debería haberme llamado aún.

El hombre parecía sorprendido y algo disgustado.

– Ese imprudente… ¿Ya la ha llamado?

– ¿Tiene usted algo que ver con él? Dijo: «estamos impresionados con el modo en que trabaja». ¿A qué se refería? ¿De qué va todo eso de los «Guardianes» de los que tanto hablan?

Es el nombre de nuestra organización.

– No me suena. No sé quiénes son ustedes ni a qué grupo representan.

– Soy consciente de ello. -Junko podía distinguir un ligero tono socarrón-. Esa es la razón por la que la llamo. Nos gustaría conocerla. ¿Le interesaría reunirse con nosotros?

– ¿Y por qué exactamente debería reunirme con usted y conocer su organización? -A Junko le sonó a una de estas pesadas bromas telefónicas, de modo que preguntó, escéptica-: ¿Intentan vender algo? ¿Es una especie de fraude piramidal?

Su interlocutor estalló en escandalosas carcajadas. Su voz perdió nitidez y Junko supuso que había apartado el auricular de su boca.

– ¿De qué se ríe? Le estoy haciendo una pregunta muy sencilla.

– Lo lamento. -Cuando acercó el auricular, Junko supo que intentaba reprimir la risa-. Sé que no accederá a vernos simplemente porque la hemos llamado y le hemos pedido que lo haga. Hoy prefiero limitarme a hacerle un obsequio. Acéptelo y dígame si le agrada. Volveré a contactar con usted, digamos, en unos cuantos días.

– ¿De qué está hablando?