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Al final, resultó imposible presentar cargos contra Masaki Kogure o ninguno de los miembros de su banda.

«Y fue ahí cuando entré en escena.»

Fue esa la razón que empujó a Junko a ir a visitar a Kazuki Tada, el hermano mayor de la tercera colegiala asesinada. Ella se llamaba Yukie, y era una chica preciosa.

Si la ley no podía juzgar a un monstruo como Masaki Kogure, buscaría una alternativa. Junko decidió ofrecerse a Kazuki Tada para ser el brazo de la justicia.

Podía ayudarlo a vengar a su hermana, juntos ejecutarían a Kogure. Ya estaba predestinada a conocer a Tada porque los dos trabajaban para la misma compañía. A principios de otoño de aquel mismo año, Kazuki Tada y ella tramaron un plan para dar caza a Masaki Kogure. Lo habían seguido, en coche. Lo único que Junko tenía que hacer era apuntar su energía hacia él desde el asiento del copiloto del vehículo de Tada.

Junko observó como ardieron el pelo, la camisa y la piel de Kogure. Este soltó un grito, se desplomo y rodó sobre sí mismo para sofocar las llamas. Pero en este instante, el plan dio un drástico giro. Kazuki Tada había cambiado de opinión y justo antes de que Junko pudiera rematar al criminal, Tada puso en marcha el coche y se alejó a toda velocidad. No estaba dispuesto a mancharse las manos de sangre, a ponerse a la misma altura de Kogure.

Junko no podía entenderlo. ¿Cómo podía compararse con alguien como Kogure? Jamás había torturado a nadie, no había hecho mal por placer. Ejecutar a Masaki Kogure, el autor de tantas atrocidades, no era sino un deber sagrado. Sin embargo, su aliado renunciaba a cumplirlo.

Ambos siguieron su propio camino y Junko reemprendió la búsqueda sola. No volvieron a verse hasta mucho después, cuando Junko finalmente ajustó sus cuentas con Masaki Kogure, en lo que llegó a conocerse públicamente como los crímenes a orillas del río Arakawa. Fue a ver a Kazuki Tada. Quería informarle de que el trabajo estaba hecho. Pero cuando dio con él, una noche lluviosa y cubierta de niebla, Tada ya se había enterado del asunto. Insistió en que cesara su persecución de la banda de Kogure, pero Junko no estaba dispuesta a abandonar su misión y, descorazonada, se marchó una vez más.

Aquella fue la última vez que lo vio. Prosiguió con la búsqueda de los otros miembros de la banda, por su cuenta. Kogure había sido su objetivo principal y puesto que ya lo había quitado de en medio, había llegado el turno de los demás. No le costó averiguar sus identidades. Dado que Kogure había mencionado el nombre de sus compinches en muchas entrevistas y en su consabida autobiografía, Junko llevó a cabo ciertas pesquisas y contrató a un detective privado para que hiciese el resto del trabajo. Al final, logró localizar a todo el grupo.

Sin embargo, la espeluznante muerte de Kogure provocó una preocupación que se extendió como la pólvora entre los pandilleros. No tardó en especularse que alguien quería cobrarse su venganza por los asesinos de las colegialas. Empezaron a planear la huida; algunos se mudaron y abandonaron la ciudad; otros llegaron a cambiar de identidad. La partida de caza planeada por Junko sufrió de estos contratiempos.

Aun así, se las arregló para dar con el nuevo líder de la banda, un chico de diecinueve años; también con el conductor del vehículo con el cual perseguían a sus presas, un joven de dieciocho. Se encargó de ambos. El primero ardió junto a toda su casa. La investigación correspondiente archivó el caso como «sospechoso». Los padres del joven, que no se encontraban en el domicilio en el momento del incendio, celebraron el funeral de su desaparecido hijo por todo lo alto. Junko asistió. El padre pronunció un discurso lleno de elogios por la memoria del difunto vástago, provocando la indignación de Junko, a quien no le habría molestado quitarlos también de en medio. Al escuchar la apología fúnebre de esa escoria, se acordó de tres declaraciones conseguidas por la policía; tres testimonios de jóvenes ajenos a los safaris que habían escuchado cómo ese chico, ese modelo de virtud fanfarroneó de las atrocidades que había perpetrado. Según estos testimonios, confesó que encontró un placer casi orgásmico al atar a la primera víctima de su matanza, una chica de dieciséis años, antes de clavarle un picahielos en el ojo.

En cuanto al conductor, a Junko le pareció legítimo que ardiera en su coche. El vehículo, envuelto en llamas, no se detuvo hasta impactar contra un poste y quedar destrozado. Pero milagrosamente, el objetivo sobrevivió. Que supiera Junko, el chico seguía con vida, aunque en estado vegetativo.

Solo quedaba Hitoshi Kano.

Aquel astuto joven se había mudado y continuaba con su vida sin ser molestado por nadie; borrón y cuenta nueva. Junko sabía lo que le había hecho a las niñas secuestradas, y también que éstas no habían sido sus únicas víctimas. Estaba al tanto de todo. Antes de asesinar al nuevo líder de la banda, utilizó su energía para romperle las piernas y dejarlo inmovilizado. Fue así como pudo someterlo a un sucinto interrogatorio.

Entre sollozos, lo confesó todo. Admitió sus crímenes. Aquellas colegialas no fueron las únicas víctimas que dejó en su sangrienta estela. Había más mujeres; crímenes que no llegaron a salir a la luz. Explicó que, en la banda, Hitoshi Kano era un consagrado experto en perpetrar crueldades. Era aquel que siempre se apuntaba al viaje, aquel que esperaba con ansia a que le llegase el turno de torturar a las rehenes.

Junko se negaba a considerar completo su deber para con las colegialas hasta que no se deshiciera del muy hijo de puta.

Y por fin había dado con él.

Guardianes. Protectores. Junko cerró los ojos y reflexionó. ¿Cuando el hombre del teléfono utilizaba el «nosotros» para referirse al grupo, hablaba de otros que poseían los mismos poderes que ella? De ser así, ¿a quiénes más estarían protegiendo?

A Junko le entristecía saber que no era capaz de proteger a nadie. Podía curar pero no prevenir el mal. Si algún abyecto demonio andaba cerca, siempre lo atacaría de frente. El problema radicaba en que el mundo estaba plagado de demonios, y Junko únicamente podía estar en un lugar a la vez. Solo le era posible actuar a posteriori. Debía contentarse con ponerse en marcha una vez ocurriera una tragedia, y deshacerse del monstruo que la había causado.

Se quedó en el cuarto de baño hasta altas horas de la madrugada. Aún tenía mucho calor cuando finalmente se metió en la cama. Le costó mucho conciliar el sueño.

Cuando cerraba los ojos, no era el rostro de Hitoshi Kano el que veía sino el de Kazuki Tada. Qué extraño. Pensaba que ya no sentía nada por aquel hombre. Se había sentido atraída hacia él. Era trabajador y sensible, y tenía que admitir que se había ofrecido a ayudarlo en su venganza porque le gustaba.

No obstante, ahora todo era diferente. Él no había podido entenderla, aunque no podía culparlo por ello. Venían de mundos diferentes. Él no podía aceptar a Junko. Y alegó que prefería no vengar la muerte de su hermana pequeña a convertirse en un asesino.

¿Por qué consideraba ese hombre que se hacía llamar Guardián que tener noticias de Kazuki Tada sería un regalo para ella? Junko no quería verlo. No había motivo para hacerlo.

Casi había amanecido cuando cayó en una ligera duermevela. No sabía si estaba dormida o despierta. La única certidumbre que tenía era el peso del cansancio y la incapacidad de moverse.

Entonces, tuvo una pesadilla. Algo que había ocurrido hacía muchos años, cuando todavía era una niña. Había prendido fuego accidentalmente a alguien y entre lágrimas, intentó disculparse: «lo siento». Un niño pequeño envuelto en llamas, danzaba en un círculo de fuego, de gritos de dolor mientras su cuerpo se calcinaba. Volvió a la mente de Junko la imagen de sus ojos paralizados por el espanto.

Había alguien más con él. Aquella persona tendió la mano hacia el chico en llamas y gritó algo. Él… Sí, era otro niño que gritaba, presa del pánico. Luego, lo oyó llorar. Pero reparó en Junko e intentó alcanzarla. Junko corrió con todas sus fuerzas. «Lo siento. Lo siento. Jamás volveré a hacerlo. ¡Déjame en paz!»