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Kano y su amiga estaban convencidos de que un tal Hashiguchi, otro miembro de la organización, la había animado a unirse. Estaban actuando como unos ingenuos, ni siquiera le habían pedido ningún tipo de identificación. Junko les dio el primer apellido que le vino a la cabeza, redujo sus intervenciones a un mínimo y dejó que ellos sacaran sus propias conclusiones. No cabía duda de que veían en Junko a una chica ingenua que acababa de llegar a la gran ciudad, y puede que tampoco la consideraran demasiado inteligente. En otras palabras, se habían construido una imagen de Junko que la favorecía: una víctima indefensa. Estaban seguros de que podían sacarle todo el dinero que quisiesen con un simple discursito.

Hitoshi Kano, vestido con una camiseta arrugada y unos pantalones de algodón, había crecido mucho desde la última vez que Junko lo había visto. Se había teñido el pelo de castaño, y llevaba el corte típico de las estrellas de cine. A todas luces, pretendía parecerse a los tipos duros de las películas. Llevaba un brillante pendiente en la oreja izquierda, y su apariencia resultaba mucho más sofisticada del retrato que se hacía de él en la famosa autobiografía de Masaki Kogure.

Hacía demasiado calor en la habitación. La chica se quitó el jersey y se quedó en camiseta de manga corta. No se había presentado, pero Kano la llamaba «Hikari».

– Si aceptas las condiciones de adhesión, solo tienes que poner tu sello y firmar el impreso. Puedes traer la solicitud aquí o remitirla por correo.

Hitoshi Kano le lanzó una sonrisa atractiva y radiante. Parecía un joven tan agradable.

– Puedes ingresar la tasa inicial de doscientos mil yenes en esta cuenta bancaria o traerlos en efectivo junto con el impreso debidamente cumplimentado. Si optas por lo último, te daré un recibo y tu tarjeta de miembro en el acto. Pero eso sí, tendrás que ponerte en seguida a trabajar. Sé que Hashiguchi puede ser un verdadero negrero.

A juzgar por lo que ambos decían, el tal Hashiguchi tenía unos treinta años y regentaba un restaurante. Se sacaba un dinero extra reclutando a nuevos miembros para el Círculo S, aprovechándose de la gente que trabajaba para él, proveedores o camareros a quienes no resultaría muy difícil convencer si se les amenazaba con el despido. Tanto Kano como Hikari suponían que ella era una de sus camareras.

Junko ya había tramado un plan. Quería deshacerse de Hitoshi Kano ahí mismo, en su estudio. Podría hacerlo sin que nadie se percatase de nada. El único problema era la tal Hikari. Junko le agradecía que la hubiese ayudado a entrar. Quería evitar matarla. En la medida de lo posible…

Por otro lado, no le hacía mucha gracia que la considerara una víctima y tampoco sabía qué intenciones guardaba Hikari con su estratagema. ¿De dónde habría sacado el dinero para pagarse su jersey de marca y su flamante Mini? Lo habría ganado engatusando a otros, ¿no? Eso no era algo que Junko pudiese pasar por alto.

Era obvio que la chica estaba enamorada de Kano, y Junko estaba segura de que desconocía su pasado criminal. Quizá debiera contarle qué tipo de persona era Hitoshi. Pero si Hikari se enteraba del propósito que perseguía, no podría dejarla marchar. Sería demasiado peligroso hacerlo.

No lograba tomar una decisión. Las sienes empezaron a palpitarle, aviso previo de que la energía necesitaba ser liberada. La fuerza, entidad viviente, no tenía problemas a la hora de tomar decisiones. El instinto la empujaba a arremeter contra el objetivo que tenía delante y poco le importaba las dudas que albergaban el corazón de Junko.

Necesitó años para aprender a controlar su energía. Tras aquella noche del parque en la que quemó vivo a un niño pequeño, trabajó sobre ese control, y el número de accidentes se redujo considerablemente. Ahora se había convertido en una adulta. Estaba segura de su dominio sobre sí misma, de que su energía obedecía su voluntad.

No obstante, desde el incidente en la fábrica abandonada de Tayama, empezaba a sentir dudas al respecto. Sobre todo en situaciones como en la que se encontraba. «No quiero matarla, pero mi energía sí desea hacerlo. ¿Quién toma las decisiones aquí? ¿Quién ejerce un dominio sobre el otro? ¿Yo, o mis poderes?»

¿Cuánta gente había matado Junko en la fábrica, la cafetería y la licorería? Y todo en un periodo de veinticuatro horas.

Tampoco es que le hubiese quitado el sueño. Después de todo, no eran más que los daños colaterales en el marco de una misión de rescate, una batalla librada para exterminar el mal. Hasta ese momento, Junko estuvo convencida de que era ella quien llevaba el control. Pero ahora que volvía la vista atrás, su confianza en sí misma empezaba a flaquear. «¿Realmente quise hacer todo aquello? ¿Era eso lo que yo deseaba?».

Entonces, sintió un escalofrío al recordar el sueño que había tenido la noche previa a su visita a la fábrica abandonada. Las llamas se abalanzaron sobre Junko y le ascendieron por el brazo. Se había despertado aterrada, y su primera reacción había sido comprobar que su pijama, las mantas o el colchón no estuvieran ardiendo. En ese instante, se preguntó, «¿Estaré perdiendo el control?»

¿Cómo saber lo que estaba pasando? Tal vez no había motivo por el que inquietarse. O quizás la energía ganaba más poder, más inteligencia, más independencia. ¿Sería posible que cada vez que Junko pasaba a la acción, sus poderes entorpecieran su capacidad de juicio, y no se diera cuenta de la matanza que estaba llevando a cabo? Puede que eso explicara por qué últimamente se precipitaba a la hora de juzgar a sus adversarios en el campo la batalla.

La energía era como el perro guardián que crece, aprende y, finalmente, acaba mordiendo a su dueño. Como si estuviera dotada de personalidad propia, y supiera que podía someter a Junko cuando quisiera. Aunque de momento, todavía estaba encadenada.

– ¡Eh!

Junko oyó esa voz. Parecía lejana. Parpadeó. Había estado frotándose la sien con el dedo, pero se detuvo.

– ¿Te encuentras bien? Te has puesto pálida. -Hitoshi Kano se inclinó hacia ella y la miró a la cara. Junko se apartó rápidamente. Estaba a menos de un metro de ella y parecía dispuesto a acortar la poca distancia que los separaba. Junko temía que al menor contacto, incluso si su aliento la rozaba, la energía manaría sola para destrozarlo. Y no era el momento oportuno.

– Lo siento. Se me ha ido el santo al cielo.

– ¿Estabas soñando? -sonrió Hitoshi Kano.

– Quizá.

– Hashiguchi agota a sus empleados. Tengo las vitaminas perfectas para ti. Te daré unas cuantas. Algunos de nuestros miembros afirman que estos estimulantes logran mayor efecto que cualquier maquillaje.

Su voz la engatusaba muy sutilmente. Junko se estremeció de rabia, pero se las arregló para esbozar una sonrisa.

– Hitoshi siempre tan atento con las niñas bonitas -mascullo Hikari y le propinó una palmada en la espalda-. Quieres ser agradable con todas. Me sacas de quicio.

– A ti te molesta todo -rebatió este.

– ¡Sí, claro que sí! ¡Discúlpeme, señor! -Hikari levantó la mirada hacia el techo y se puso de pie-. Voy a ver a tu tío. Tengo que tomarle el pedido para ese preparado de vitaminas naturales.

– ¿Hace muchos pedidos? -preguntó Hitoshi.

– Media docena cada vez. No está nada mal, ¿no crees?

– ¡Pues vaya chollo tienes!

Hikari se echó a reír y se puso los zapatos.

– ¡Ya te digo! -Se volvió para mirar a Junko-. Te llevaré a la estación, así que espera a que vuelva. Mientras, Hitoshi te dará más detalles.