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– Por favor, pasen y tomen asiento. -Sus palabras fueron lo suficientemente agradables pero reflejaban un considerable cansancio.

– Traeré algo de beber. ¿Tomarán café? -Fusako Eguchi asomó la cabeza brevemente por la puerta que conducía hasta la cocina. No tardó en reaparecer empujando un carrito en el que se disponían unas cuantas tazas y café recién hecho. Hizo la más imperceptible de las reverencias ante el saludo de Chikako y se marchó de la habitación en cuanto todos estuvieron servidos. Los presentes se aferraron a sus respectivas tazas, como un preludio formal antes de iniciar una reunión que se anunciaba particularmente difícil.

Kaori era una niña tan bonita que Chikako supuso que la madre debía de ser muy atractiva, pero se había quedado corta. Su belleza era tal que la detective se quedó pasmada. Ella jamás se había considerado una mujer particularmente atractiva, pero incluso Michiko Kinuta, que sí era una mujer hermosa, palidecía ante la madre de la pequeña Kaori.

Su aspecto era modesto; su maquillaje, discreto. No poseía los rasgos angulosos de las modelos; las facciones de su rostro eran suaves y sus ojos de un clásico japonés. Quizás su expresión facial resultara demasiado relajada, y algunos dirían que apagada. No obstante, la señora Kurata era el tipo de mujer por la que la mayoría de personas, tanto hombres como mujeres, siente una instintiva protección. De repente, Chikako comprendió la simpatía por la familia Kurata que subyacía en las palabras del informe redactado por Michiko Kinuta y en la atención llena de diligencia manifestada por Fusako Eguchi.

Sentadas la una junto a la otra, la señora Kurata y Kaori no parecían madre e hija, sino hermanas de una familia numerosa. Las dos compartían la misma piel traslúcida y también cierta tensión que deslucía sus rasgos y producía un efecto casi doloroso.

Michiko habló como si fuera su deber romper el incómodo silencio.

– Detective Ishizu, la familia Kurata está considerando mudarse de apartamento.

Chikako disimuló con sumo cuidado su sorpresa y lanzó una mirada de soslayo a Makihara. No hacía ni treinta minutos que habían mencionado esa posibilidad.

«Probablemente nos digan que van a mudarse.» Makihara pronunció aquellas palabras casi con frialdad. «Dirán que quieren marcharse para alejarse del pirómano y que no van a revelar su nueva dirección. Pero, en realidad, es su secreto lo que quieren mantener oculto.»

– ¿Planean marcharse lejos? -preguntó Chikako a la señora Kurata que, a su vez, miró a Michiko del modo que los sospechosos de las películas se remiten a sus abogados en mitad de un interrogatorio. Más específicamente, miró la boca de Michiko. Quizá fuera alguna especie de código secreto.

– No lo sé… -respondió con evasivas. Dicho esto, se aferró a su taza de café como si ésta pudiera proporcionarle algo de apoyo-. Es solo que, con todas esas cosas horribles que están pasando, ya no nos sentimos seguros viviendo aquí. También pensamos que una casa con jardín sería un entorno más saludable para Kaori.

Chikako lanzó una sonrisa a la pequeña.

– Supongo que eso significa cambiar de colegio. ¿Vas a echar de menos a tus amigos?

La niña apartó la mirada, sin responder. Apretó con fuerza la mano de su madre.

– Disculpe -dijo Makihara antes de ponerse de pie.

Cruzó la habitación y se encaminó directamente hacia el lugar donde el jarrón de flores artificiales ardió en la primera visita de Chikako. En lugar de flores, una lámpara con pantalla de un elegante cristal ahumado decoraba la mesa.

– Fue aquí donde ocurrió el incidente. ¿Estoy en lo cierto? -Makihara permaneció de cara a la pared mientras formulaba su pregunta-. ¿Ha aplicado una nueva capa de pintura a esta pared, señora Kurata?

Michiko abrió la boca para responder pero la señora Kurata no le dio tiempo a tomar iniciativa alguna. Parpadeó antes de responder en un hilo de voz:

– Sí.

– Ha de resultar bastante engorroso hacerlo cada vez que se produce un incendio. Y también bastante caro.

– Es preferible a que cualquiera salga herido.

– Es cierto. Sin embargo, cuando el incendio se produjo en el colegio, ¿no fue un alumno ingresado en el hospital? Eso es lo que dice el informe.

La señora Kurata enmudeció, como si entendiera adonde pretendía llegar Makihara. El detective aún estaba de cara a la pared, como examinándola.

– ¿Y se hizo usted cargo de los gastos de su hospitalización?

Michiko miró a la señora Kurata, atónita. Ésta se quedó paralizada durante un instante. Kaori seguía con la cabeza gacha.

Chikako no daba crédito. Se preguntaba de dónde habría sacado Makihara toda aquella información.

– Esos gastos corrieron a su cargo, ¿no es cierto? -Makihara se volvió finalmente para mirar a la señora Kurata.

– En efecto -contestó ella con un tono aún más débil.

– ¿Por qué?

– ¿Qué quiere decir?

– No había ninguna necesidad, ¿verdad? Kaori también fue víctima del incendio aunque saliera ilesa, ¿no?

– Lo hicimos porque alguien provocó el fuego para herir a Kaori. El otro niño no era más que un inocente espectador, además de amigo de mi hija.

– Entiendo.

– Y su familia no tiene muchos recursos.

– ¿Pese a mandar a su hijo a una escuela privada?

– Lo cierto es que las cosas están yéndoles mal.

– Entiendo -repitió Makihara, esta vez más para sí mismo que otra cosa. En su tono no se apreciaba sarcasmo, pero Chikako reparó en que la señora Kurata alzaba la barbilla, como si se preparara para defender su posición hasta el final. Entonces, cuando desvió la mirada de la señora Kurata hacia su hija, Chikako se quedó sin respiración.

Kaori estaba pálida como un fantasma. Había estado muy callada y apagada, pero unos segundos atrás, tenía buen color y los ojos despejados. Ahora un velo enfermizo cubría el rostro de la pequeña: una mirada nublada y perdida; las mejillas, desprovistas de rubor.

¿Qué le ocurría? ¿Por qué le entristecía tanto saber que su madre había pagado el tratamiento médico de su amigo?

– ¿Kaori? -preguntó Chikako de forma titubeante. Makihara se dio la vuelta y se acercó a grandes zancadas hacia el otro lado de la habitación. Se plantó junto a la silla de Michiko y se inclinó para mirar a la niña a la cara.

– ¿Es muy duro que gente extraña entre y salga de tu casa, verdad? -Su tono fue tan dulce que parecía otra persona distinta-. Si os mudáis, todo irá mejor. Tu madre y tu padre están haciendo todo lo posible para protegerte. Nosotros también hacemos lo que podemos para mantenerte a salvo. No te preocupes.

Kaori levantó lentamente la cabeza. Parecía temer que si se movía con demasiada rapidez, algo estallase en su interior. Al final, miró a Makihara a los ojos.

– Por cierto, ¿qué te ha pasado en el dedo? -sonrió el detective.

El pulgar derecho de Kaori quedaba cubierto por una venda. Era de color carne, por eso Chikako no había reparado en ella.

– Oh, se le fue la mano cortándose las uñas -respondió su madre por ella-. Tiene la manía de cortárselas de noche. Incluso sabiendo que da mala suerte.

– Ya veo que es usted supersticiosa -repuso Makihara, aún con una sonrisa-. En el pasado, cuando apenas había luz, era fácil cortarse demasiado las uñas si lo hacías después del atardecer. Por esa razón solían decir que si te cortabas las uñas de noche, no vivirías más que tus padres. Pero hoy en día, ya nadie cree en esas cosas.

– ¿Está seguro? No entiendo por qué no ha de tener sentido hoy en día.

– Otro refrán empapado de superstición reza así: «quien juega con fuego, acaba quemándose».

La señora Kurata se quedó de piedra. Kaori se libró del abrazo de su madre y se inclinó hacia Makihara, mirándolo muy atentamente. Tenía los ojos tan entrecerrados que parecían dos finas ranuras. Chikako sintió que el corazón le latía con fuerza. Aquello no pintaba nada bien.