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Por la manera en la que estaba amueblada, la habitación parecía más bien un salón. Un sofá de cuero quedaba dispuesto frente a una pequeña cama blanca, que había junto a la ventana. Kaori Kurata estaba sentada en ella, recostada sobre varias almohadas. Su madre aguardaba a su lado.

La niña reparó en los detectives con semblante asustado. Su madre se levantó de un salto para interceptarlos, pero antes de que pudiera decir nada, Makihara preguntó, con tono amistoso:

– Kaori, ¿cómo te encuentras?

La niña se concentró un momento en el detective, sin responder. Entonces, miró a su madre que fue quien intervino.

– Por favor, márchense. Mi hija aún no está recuperada para hablar con la policía. -Su voz fue apagándose a medida que formulaba su frase.

– Solo hemos venido a ver cómo se encuentra -repuso Chikako con tono conciliador-. Queríamos asegurarnos de que ni Kaori ni usted habían sufrido ningún daño.

Su dulce respuesta pareció confundir a la señora Kurata. Ésta dejó caer la mirada y apretó los puños antes de pedirles de nuevo que se marchasen.

Makihara miró a la señora Kurata a los ojos.

– Hoy no hemos venido a hablar con su hija, sino con usted, señora -dijo sin rodeos.

Aquello pareció perturbar aún más a la señora Kurata. Retorció las muñecas como si estirara una toalla invisible.

– ¿Conmigo? ¿Sobre qué?

Kaori tendió su delicada mano y acarició el brazo de su madre. La señora Kurata dejó de mover las manos, pero los dedos le temblaban.

– Mamá -dijo Kaori con tono bajo, pero sorprendentemente firme-. Mamá, puedes confiar en ellos. Es seguro hablarles.

Chikako se quedó sin aliento. Makihara no demostró ninguna reacción y permaneció inmóvil junto a la puerta.

– Él lo sabe. Puede sentirlo. He tenido una visión, así que puedes hablar con él. Mamá, tenemos que contárselo a alguien. No podemos seguir así para siempre.

No quedaba rastro de la princesita histérica que se aferró a Michiko mientras imprecaba a Chikako. La detective reparó en el brillo rebosante de salud que resplandecía en sus ojos, un detalle que descubría por primera vez en la niña.

– Kaori… -La señora Kurata apretó la mano de la pequeña. Era la hija quien daba fuerzas a la madre.

Kaori se volvió hacia Makihara. Su voz era la propia de una niña, pero destacaba por una determinación poco común en alguien de su edad.

– Detective, sabe que hay personas que pueden provocar incendios, ¿verdad?

Makihara asintió en silencio mientras Kaori clavo la mirada en Chikako quien, de súbito, sintió que se le secaba la boca.

– Esta detective cree que yo provoqué todos esos incendios. Y es cierto. Pero quiero que sepa que no lo hice a propósito ni tampoco por diversión. Esa es la razón por la que me enfadé tanto. Y también explica lo que ocurrió a continuación con el jarrón de flores.

Conforme Kaori hablaba, las palabras se enlazaban con más rapidez hasta confundirse en un potente caudal.

– Siempre ha sucedido así. Yo… Yo nunca pretendí provocar un incendio. ¡Ocurre sin más! A veces pasa cuando una persona que no me gusta se acerca demasiado a mí, o alguien me dice algo cruel. Sin embargo, otras veces, no tiene por qué haber ningún detonante. Si hace mal tiempo, si un examen no me sale bien, o si me duele la tripa. Incluso por pequeños detalles como esos, estalla el incendio. ¡No puedo controlarlo!

La señora Kurata abrazó a Kaori y le acarició el pelo.

– No tienes por qué hablar de eso ahora. Deberías estar descansando.

La respiración de la niña era entrecortada, pero cerró la boca y hundió la cabeza entre los brazos de su madre. La señora Kurata le dio un fuerte abrazo y, a continuación, se volvió hacia Chikako y Makihara. Tenía los ojos enrojecidos y unas profundas líneas le surcaban las mejillas. Daba la impresión de haber envejecido diez años de repente.

– No podemos hablar aquí. Mi marido está de camino… Y también la empleada de la casa. Vayamos a otro sitio.

La señora Kurata parecía enormemente preocupada de que alguien los viera, hasta tal extremo que los detectives accedieron a bajar al aparcamiento del hospital y encerrarse en el coche de la señora Kurata en busca de algo de intimidad. El lujoso vehículo de importación, de un gris oscuro, aún despedía el olor a recién estrenado. Chikako se sentó en el asiento del conductor mientras que Makihara y la madre de Kaori se acomodaban en la parte de atrás.

– ¿Le importaría conducir mi coche? -La señora Kurata seguía obsesionada con la idea de que alguien los viera-. Intente aparcar en un sitio que quede algo escondido, porque cuando mi marido llegue, aparcará en esta zona.

– ¿Existe alguna razón por la que no quiere que su marido nos vea hablando? -La señora Kurata no respondió de inmediato a la pregunta de Makihara. Su mirada se perdió un momento, como si le preocupara algo bien distinto. No obstante, asintió lentamente.

– Mi marido… no entiende a Kaori.

– ¿Se refiere a que no entiende sus sentimientos? ¿O sus poderes?

– Ambas cosas. Al fin y al cabo, lo uno es indisociable de lo otro -contestó ésta, dejando caer la cabeza.

Mientras Chikako maniobraba muy despacio el coche nuevo – para zurdos, además- la señora Kurata sacó un pañuelo de su bolso y se enjugó los ojos.

– ¿Qué le parece este sitio? -Chikako intentaba expresarse con la mayor afabilidad posible-. Pasaremos algo de frío hasta que la calefacción se haga notar. ¿Le apetece alguna bebida caliente mientras tanto?

– No, gracias. Pero, por casualidad ¿no tendría un cigarrillo?

Makihara sacó el paquete de tabaco del bolsillo de su abrigo y se lo ofreció. A la madre de Kaori le temblaban tanto las manos que le costó muchísimo extraer un cigarrillo y dejar que Makihara le ofreciera fuego después.

– Gracias. -Finalmente, dio una profunda calada, exhaló y tosió un poco-. En realidad, no he fumado nunca. Me dio por hacerlo cuando Kaori empezó a provocar todos esos incendios.

– Para fingir que una colilla mal apagada era la causa de todo, ¿no es así?

– Sí. -Se cubrió la boca y estalló en convulsivas carcajadas-. Debe de sonar estúpido. Mi hija deja un rastro de fuego tras ella, ya sea en la escuela, en la calle, en cualquier sitio. Pero al menos, quería que los incendios que se iniciaban en casa parecieran fruto de un descuido mío.

Chikako pudo sentir que la determinación de la mujer flaqueaba. Se la veía agotada y al límite. Estaba tan débil que se podía venir abajo en cualquier momento. Al mirarla, la detective quiso creer cada palabra que le dijera: que su hija era capaz de provocar un incendio solo con pensarlo, que podía quemar objetos y herir a las personas. Chikako quería creer de corazón que aquel poder estaba causando una gran pena y confusión tanto en la madre como en la hija, y que no tenían a nadie a quien recurrir.

Pero, por otro lado, la mente racional de la detective insistía en que una solo alimentaba las ilusiones de la otra, y que únicamente un médico especializado en ese tipo de trastorno podría prestarles ayuda. Sin embargo, en aquel preciso momento, Chikako era incapaz de posicionarse, y dado que no sabía fiarse o no de ese testimonio, le resultó imposible formular preguntas dignas de las técnicas de interrogatorio. Recordó la segunda regla del veterano policía que la instruyó en este campo: nunca plantees una pregunta cuya respuesta no puedas anticipar. Al no poder observar esta regla de oro del oficio, prefirió guardar silencio.

Con una precisión nerviosa, la señora Kurata dejó su cigarrillo, casi sin tocar, en el cenicero del coche. Makihara reparó en el gesto.

– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó con mucho tacto. Chikako nunca había presenciado un interrogatorio que empezara de esta forma-. ¿Cuándo se dio cuenta de que su hija poseía ese tipo de poder?

La señora Kurata miraba el cigarrillo roto en el cenicero, con gesto atormentado.