– Siempre temí que tuviera algo -repuso finalmente.
– ¿A qué se refiere con «siempre»?
– Desde que Kaori era un bebé. No, en realidad, empecé a temerlo cuando todavía estaba embarazada.
Chikako apartó la mirada de la señora Kurata y se concentró en Makihara. No sabía qué quería decir, pero estaba segura de que el detective sí lo había comprendido bien. ¿Cuando estaba embarazada? ¿Antes de que Kaori naciera? ¿Acaso insinuaba que un niño podía prender fuego a las cortinas desde el vientre de su madre?
La señora Kurata levantó la cabeza y se dirigió a Makihara. Ambos tenían los ojos entrecerrados y estudiaban la expresión del otro, como si buscaran algo.
– Kaori afirma haber visto algo en usted. El recuerdo de un niño pequeño que, ardía. Que otra niña le había prendido fuego. Y también que usted era demasiado joven, y estaba gritando.
Chikako recordó el ataque de Kaori y las palabras que había pronunciado, una por una.
«¿Quién es? ¿Quién es ese chico?»
«¿Lo conoces?»
«¡ Dímelo, dímelo!»
– ¿Murió ese niño? -preguntó la señora Kurata.
– Sí -contestó a secas Makihara.
– ¿Era pariente suyo?
– Mi hermano pequeño. Ocurrió hace dos décadas. Tenía ocho años.
– Entiendo. -La mujer se llevó la mano a la cara-. Lo siento mucho. Supongo que ese día quedó grabado a fuego en su memoria, ¿verdad? Eso explicaría por qué Kaori pudo leerlo con tanta facilidad. No es una capacidad que mi hija controle del todo. Un complemento… Eso es. Puede que reaccionara con tanta violencia al ser un recuerdo que la afectaba directamente.
– ¿Se refiere a sus poderes piroquinéticos?
La señora Kurata no parecía capaz de responder a una pregunta tan directa. Se llevó la mano hacia la frente, ocultándose parcialmente la cara.
– Kaori dice que cree en su poder, que está asustado, y que por esa misma razón podemos confiar en usted -prosiguió-. Según ella, tal vez pueda ayudarnos y, al menos, no pretende utilizarnos. Por eso afirmó que no corríamos peligro al sincerarnos con usted. Y no ha ocurrido nunca antes.
Chikako, acomodada en el asiento del conductor, era consciente de que ella no encajaba en el concepto de Kaori Kurata de «alguien en el que podemos confiar». La única razón por la que estaba presente era porque se había encontrado junto a Makihara en el momento oportuno, y se sintió algo incómoda escuchando los delirios de la señora Kurata. No obstante, también era consciente de que era la única en todo aquello que podía mirar la situación desde un punto de vista objetivo, al margen, por lo que se obligó a prestar atención.
– Yo… confío en mi hija. Y esa es la razón por la que voy a contarles algo -explicó la señora Kurata que suspiró y se frotó la frente con la palma de la mano. Entonces, levantó la cabeza, tal y como lo hace un niño valiente, decidido a dar la cara-. Yo también tengo ciertos poderes.
Chikako se quedó atónita, pero Makihara ni pestañeó.
– Así como mi madre. Quizás sepan que esos poderes son hereditarios. Ignoro si solo pasan de mujer a mujer, pero en mi familia, ocurre así.
– ¿De qué tipo de poder estamos hablando? -preguntó Makihara, obviamente estimulado por aquella revelación.
– Mi madre podía mover objetos de vez en cuando, pero no era su principal capacidad. Podía leer a las personas con una precisión pasmosa. O sus recuerdos -sonrió, dándole algo de calor a su expresión-. La abuela de Kaori era enfermera de urgencias. Era muy buena en su trabajo. Incluso cuando sus pacientes eran traslados inconscientes, le bastaba con rozarlos para saber lo que les había sucedido. Recuerdo muy bien una anécdota. Mi padre la relataba una y otra vez, cargado de orgullo. Un día, trajeron a un niño pequeño en ambulancia. Había perdido el conocimiento, apenas respiraba y estaba empapado en sudor. Antes de desmayarse, había estado vomitando y quejándose de fuertes dolores estomacales. El médico le diagnosticó infección gastrointestinal. Es un tipo de dolencia bastante frecuente en niños de esa edad. Sin embargo, mi madre vio lo que realmente había pasado en cuanto levantó al pequeño de la camilla. Se había intoxicado al tomar un frasco de aspirinas infantiles que confundió con golosinas.
»Mi madre era inteligente, así que escogió con sumo cuidado sus palabras cuando le tocó explicar al médico su error de diagnóstico. Este ordenó de inmediato que se le practicara un lavado de estómago. El niño estaba recuperado a la mañana siguiente. Por aquel entonces, mi padre trabajaba como médico en el mismo hospital y cuando oyó que el médico de urgencias se deshacía en elogios por la sosegada reacción de mi madre, le trajo a casa un bonito ramo de rosas. Y a mí, me dijo que era la mejor madre de todo Japón.
Aquellos dulces recuerdos acabaron de borrar los signos de fatiga del rostro de la señora Kurata.
– ¿Su familia es propietaria de un hospital, verdad? -preguntó Makihara.
– Sí. Mi padre dirigía una pequeña clínica que heredó de mi abuelo. Mi madre y él la ampliaron y, hoy en día, es una prestigiosa residencia. No hay duda de que el don de mi madre tuvo que ser una gran baza para conseguir ese resultado.
– ¿Cómo están sus padres ahora?
La señora Kurata negó con la cabeza, en un gesto melancólico.
– Ambos fallecieron. Sucedió antes de que Kaori naciera. Mi hermano tomó el mando de la clínica, y yo entré a formar parte del equipo directivo.
– Según nos cuenta, poseer poderes no impidió que su madre tuviera una vida feliz.
La señora Kurata asintió.
– Será la excepción que confirma la regla. En realidad, tuvo que ocultarlo a su propia familia.
– ¿Su padre no estaba al tanto?
– No. Y yo tampoco supe nada. Por lo menos hasta que mi comportamiento dejó presagiar que también poseía poderes. Fue entonces cuando me lo contó todo. Mi hermano pequeño sigue sin saber nada del don que poseemos las mujeres de la familia. Ha tenido dos hijos, así que quizá viva tranquilamente sin llegar a enterarse nunca. Disculpe, ¿le importaría darme otro cigarrillo?
Las manos de la señora Kurata ya no temblaban con tanta intensidad como antes.
– Mis padres salieron adelante sin ningún problema. Jamás he conocido a un matrimonio que se profesara tanta devoción y confianza. Estoy segura de que a mi madre le costó horrores ocultar algo tan importante al hombre de su vida. Pero estaba asustada.
– ¿Asustada?
– Sí. Estoy convencida de que la mortificaba pensar que los sentimientos de mi padre hacia ella cambiarían de saber lo que era capaz de hacer. En fin, mi madre podía leer los recuerdos de la gente. ¿Está usted casado, detective Makihara?
– No.
Se volvió hacia Chikako, y le lanzó una mirada cargada de disculpas por haberla ignorado hasta ese momento.
– ¿Y usted?
– Sí, casada y con un hijo que va a la universidad.
– Entonces, estoy segura de que podrá entenderme. No importa lo unida que esté una pareja, siempre hay cosas que uno se guarda para sí mismo. Respetar los secretos del otro puede suponer uno de los pilares básicos de la confianza. A mi madre le inquietaba que si un día, sin quererlo, salía a la luz algo relacionado con sus poderes, pudiera alzar una barrera entre ellos. No podía decirle la verdad porque lo amaba demasiado.
Chikako no dijo nada, aunque la señora Kurata tampoco parecía esperar respuesta alguna de la detective.
– ¿Cuándo se dio cuenta de que usted también era especial? – preguntó Makihara.
– A los trece años. La misma edad que tiene Kaori ahora.
– ¿Y qué tipo de poder posee?
La señora Kurata los miró a ambos antes de responder.
– Puedo… mover cosas… un poco.
– Telequinesia. Su madre también la tenía, ¿cierto?
– Sí, pero el poder de mi madre era más potente. Lo mío no es muy trascendente: cuando siento una emoción muy fuerte, como tristeza, rabia o conmoción, las cosas pueden caer de la mesa. Las sillas se vuelcan, los cristales se agrietan. Eso es todo.