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– No lo incline demasiado. ¡Así! Está preciosa.

– No está mal -dijo Koichi, frotándose la barbilla, cual hombre que supervisa la puesta a punto de su coche favorito-. ¿Qué tal un poco de maquillaje?

– Espere un momento… -La propietaria se dirigió apresurada hacia la trastienda.

Junko esperó a que desapareciese para volverse hacia Koichi.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -siseó.

– Estás genial -sonrió este, impasible.

– ¡No soy un maniquí!

– ¿No quieres estar guapa cuando veas a Kazuki Tada? ¿No quieres que, aunque sea por un segundo, se arrepienta de haberte dejado marchar?

Junko quería propinarle un puñetazo pero, en ese preciso instante, la propietaria regresó con un lápiz de labios rosa.

– Esto es lo que mejor le va a su tono de piel. ¡Perfecto! -exclamó cuando dio un paso hacia atrás para observar su obra.

Koichi hizo una reverencia exagerada y dijo:

– Bueno, ¿nos ponemos en marcha?

En el aparcamiento del hotel, Junko gruñó cuando se abrochó el cinturón de seguridad.

– No creas que voy a olvidar esto.

Koichi soltó una carcajada.

– Mira, te lo pido de rodillas, no vayas a quemar la tienda. La propietaria se encarga personalmente de la importación de modelos, y la gran mayoría no puede comprarse en ninguna otra parte de Japón.

– Eres de lo que no hay, ¿lo sabías?

– Pero ¿de qué hablas? -Se volvió hacia ella, sorprendido-. Ahora se te ve mucho mejor.

– Empujar a una persona a hacer algo parecido…

– Sí, pero es así como me gano la vida, ¿recuerdas?

Junko aguantó la respiración y mantuvo la boca cerrada. Koichi daba marcha atrás en el estrecho espacio del aparcamiento y tenía la mirada puesta en el retrovisor.

«Yo quemo personas, y él las mueve como si fueran soldaditos de plomo», pensó Junko.

Había esperado que el coche de Koichi fuera un llamativo modelo de importación, pero era un práctico todoterreno. A juzgar por las pequeñas manchas de óxido que lucía la carrocería, lo tenía desde hacía tiempo. Las ruedas eran bastante más grandes de lo normal, y daba la impresión de que se levantaban muy por encima del resto de conductores.

– Apuesto a que no esperabas que condujese una tartana como esta -bromeó Koichi mientras salían del aparcamiento.

– No es una chatarra aunque tampoco es tu estilo.

– Tienes razón, pero es lo mejor para conducir por carreteras de montaña, incluso por la nieve. Cuando no estoy trabajando, me voy de la ciudad, así que mi coche ha de ser práctico.

– ¿Tienes casa en algún otro sitio?

– Bueno, más de una. De hecho, cuando te llamé el otro día lo hice desde el lago Kawaguchi. Ya se está bajo cero por allí, y todo está congelado: el lago, las carreteras…

El tráfico era muy denso. Estaban metidos en un cuello de botella. El coche avanzaba y se detenía, avanzaba y se detenía. La pila de bolsas de la tienda crujía en el asiento de atrás.

– ¿En qué parte de Shibuya dices que vive Kazuki Tada?

– En Sangubashi -contestó Koichi brevemente.

– ¿Con una mujer, cierto?

– Llevan viviendo juntos una temporada.

– ¿Y son pareja?

– Bueno, no puede tratarse ni de su madre ni de su hermana pequeña porque ambas están muertas.

– No tiene gracia.

Tal vez Koichi se percatara del cambio de tono en la voz de Junko, porque se disculpó de inmediato.

– Lo siento.

Guardaron silencio un momento, atrapados en el atasco.

– Su hermana pequeña se llamaba Yukie -dijo Junko-. Y era una niña preciosa.

– ¿Viste alguna foto?

– Sí, le pedí a Tada que me la mostrara.

Había visto varias, pero la que recordaba con más claridad era la tomada en el patio de la guardería. Yukie iba disfrazada y estaba bailando. Sus pequeñas manos quedaban extendidas cual hojas de arce japonesas, y tenía la cabeza enhiesta mientras cantaba algo.

– ¿Tienes hermanas pequeñas? -preguntó Junko.

– No.

– Pues para un hermano mayor, el amor por una hermanita ha de ser muy especial y distinto del amor que puede sentirse por una amante o una pareja.

– Probablemente tengas razón.

Permanecieron callados al menos diez minutos. El tráfico empezó a descongestionarse y se hizo más fluido de repente.

Frente al asiento en el que se acomodaba Junko, colgaba un payaso con cara graciosa que llevaba un traje de lunares y un sombrero rojo.

Había una abeja en su enorme nariz redonda, y este la observaba con los ojos torcidos.

Con la mirada rezagada en el payaso bailarín, Junko dijo en voz baja:

– No lo entiendo. -Koichi no respondió, pero la miró-. Quise preguntarles… Antes de asesinarlos les pregunté: «¿Por qué habéis hecho algo tan horrible a Yukie? ¿Cómo habéis podido ser tan crueles? ¿Olvidasteis acaso que era un ser humano, como vosotros?».

– ¿Y qué te dijeron? -preguntó con suavidad Koichi.

– No respondían. -Junko negó lentamente con la cabeza-. Solo me rogaban que no les matase.

– ¿Ninguno dijo nada?

– Ninguno. -Junko lo miró-. Aunque ahora que lo pienso, Masaki Kogure se comportó de otro modo.

– ¿Qué dijo?

– Me preguntó: «¿Y a ti qué te importa? ¿Qué tiene eso que ver contigo? Ya ni siquiera me acuerdo de lo que pasó». Y por la expresión de su cara, supe que estaba diciendo la verdad.

»Fue como acercarse a un hombre que aguarda en la parada del autobús para regresar a casa después de un día de trabajo y decirle: «Disculpe, pero esta mañana cuando se subió al autobús, pisó una hormiga». «No me diga. No tenía ni idea. ¿Y quién la ha nombrado a usted portavoz de las hormigas?»

– Rogando por sus vidas -masculló Koichi, con las manos aún en el volante-. Nunca me ha pasado nada parecido. Yo siempre oigo gritos. Un montón de gritos.

– ¿Gritos?

– Sí. Gritos del tipo: «¿Qué me está pasando?». Creo que ocurrió hace unos dos años. Había un tipo al que empujé hacia una máquina, una trituradora. Estaba encendida, y las cuchillas giraban sin parar. Era un violador. Procedía con suma cautela, por lo que llevaba años cometiendo crímenes sin ser molestado por la justicia. De modo que no me supuso ningún inconveniente hacer lo que hice.

Junko enmudeció y observó su perfil.

– Estaba bajo mi control absoluto. Avanzaba hacia la trituradora, acercándose con tranquilidad, como si se dirigiese al cuarto de baño.

Yo seguí empujándolo hasta que pasó la barrera de seguridad. Bajo él, las cuchillas de la trituradora seguían girando, así que le di otro empujón. Dio un paso hacia adelante y quedó en el borde. Entonces, hice que girara unos cuarenta y cinco grados. Y en ese momento, lo dejé. Me retiré. Era la primera vez que lo hacía.

Koichi se aclaró la garganta.

– El tipo volvió en sí, pero no pudo mantener el equilibrio. Gritó como un poseso cuando cayó. Y sus gritos siguieron oyéndose diez segundos más mientras la cuchilla lo despedazaba.

– ¿Qué decía?

– Sus palabras eran bastante incoherentes, pero parecía estar desconcertado. «¿Qué es esto? ¿Qué me está pasando?». Desde ese momento, cuando tengo que empujarlos hacia el final, lo dejo unos segundos antes para poder escuchar lo que dicen cuando saben que van a morir. Como tú, quiero saber lo que piensan.

– ¿Y alguna vez has conseguido respuestas?

– Me di cuenta de que lo único que hacían era formular preguntas: «¿Por qué yo?» -sonrió Koichi-. Se olvidaban de lo que habían hecho para merecer ese castigo.

– Entonces, ¿no muestran remordimientos, ninguna sensación de culpabilidad? ¿No se odian por lo que han hecho?

– No -dijo a modo de conclusión-. Así que al final decidí que pertenecían a una única categoría de seres humanos: los que no tienen conciencia. Sin embargo, también existen otras categorías; míranos, nosotros somos sus antítesis.