Koichi aún no había encendido el coche, y se quedaron allí sentados, en la oscuridad. Apenas podía distinguir el perfil de su acompañante con la luz que se filtraba por la ventanilla.
– Tú le has regalado su felicidad -afirmó este, aún mirando hacia adelante-. Tada te dijo que no ejecutaras a Masaki Kogure. Llegó incluso a intervenir para que no lo hicieras. Sin embargo, dudo que la razón por la que está sonriendo y riendo como lo hace ahora se deba a que haya pasado mucho tiempo, sino a que tú borraste a Masaki Kogure de la faz de la tierra y vengaste la horrible muerte de Yukie. En cierto modo, el hilo de su vida quedó cortado en un momento dado. Pero tú lo remendaste. Lo ayudaste a retomar el camino.
Koichi giró la llave con energía y encendió el motor. Junko permaneció inmóvil, en silencio. Quería echarse a llorar, pero sus ojos, secos, estaban huérfanos de lágrimas. La tristeza no lograba subyugar a la soledad.
Koichi se puso a tararear una canción sin armonía.
– «No somos más que un par de bomberos solitarios. Rescatas a una preciosa doncella de un edificio en llamas y te dice: ¡Te debo la vida!… Y entonces, su media naranja aparece corriendo, y entre lágrimas y abrazos, se marchan juntos. Y tú… regresas solo a casa. No hay fuego encendido en la cocina. Envuelto por la oscuridad, reparas en tu gatito que se acerca maullando por comida.»
– ¿Qué es eso? ¿Eres consciente de que no tienes oído musical? -Junko soltó una risilla.
– Sí, lo sé.
El coche se puso en marcha, y el motor emitió un rugido. Justo en ese momento, Junko, que miraba distraída a la ventana de la casa, vio que Tada descorría las cortinas y asomaba el rostro.
Probablemente no estuviera mirando por ninguna razón, quizá solo hubiese oído el sonido del motor frente a su casa. Sin embargo, en la distancia, más allá de los cristales y el espacio que los separaba, los ojos de Tada se posaron en los de Junko.
Quizá el destello en los ojos de ella fuera la luz que iluminara las reminiscencias de Tada y de haber apartado la mirada, tal vez no la hubiese reconocido. ¿O sí? Sea como fuere, Tada esbozó una mueca de sorpresa, y Junko pudo ver que sus labios se movían cuando el coche se apartó del bordillo de la acera.
Junko miró hacia atrás. Tenía la sensación de que su corazón era arrastrado hacia esa ventana que se alejaba poco a poco. De súbito, la puerta del edificio se abrió de par en par, y Kazuki Tada echó a correr, con los pies descalzos. Gritó algo, y empezó a perseguirlos. El ruido del motor ahogaba sus palabras. Cuando Junko lo vio por el retrovisor, tuvo la sensación de estar presenciando la carrera del protagonista de alguna película muda. Les hacía gestos con las manos y corría tras ellos bajo las tinieblas. Junko, espectadora exclusiva, se aferró al asiento mientras contemplaba la escena.
Frente a ellos, apareció un paso a nivel. La luz roja destellaba y la señal de alarma repicaba. La barrera negra y amarilla inició su descenso, bloqueándoles el camino.
Koichi pisó a fondo el acelerador. Junko pudo oír el sonido de la barrera rozando la parte trasera del coche cuando atravesaron las vías, dando tumbos.
Junko aún se giraba sobre su asiento, mirando hacia atrás. Tada se detuvo al otro lado de las vías, incapaz de proseguir su carrera. Estaba gritando algo, quizá el nombre de Junko. Entonces, apareció el tren, borrando a su paso la presencia de Tada. El rugido retumbó en los oídos de Junko.
Llegaron a un semáforo que estaba a punto de ponerse en rojo. El coche se detuvo ante el paso de peatones.
Con la mirada aún al frente, Koichi dijo:
– No podía detenerme ahí.
Junko también volvió la cara al frente. Se abrochó el cinturón de seguridad, emitiendo un clic metálico.
– Idiota -repitió brevemente. Y una vez más, Koichi no quiso preguntar a quién se refería.
Koichi aparcó frente al apartamento de Junko en Tayama, y empezó a sacar las bolsas de la compra que estaban apiladas en el asiento trasero.
– No -espetó ella-. ¿No te he dicho ya que no tengo por qué aceptar regalos tuyos?
Koichi señaló el jersey que Junko llevaba.
– Bueno, ¿y qué me dices de eso?
– Lo lavaré y te lo devolveré.
Le dio la espalda y se dirigió hacia la escalera.
– Espera un momento -gritó el chico-. Olvidas esto…
Junko se volvió para decir que no había olvidado nada cuando un abrigo de ante negro cayó sobre ella. Lo atrapó en un acto reflejo. Aún llevaba puesta la etiqueta.
– Te llamaré mañana -dijo Koichi, antes de meterse de nuevo en el coche y cerrar la puerta. Junko se quedó allí plantada, observando el vehículo alejarse. Aunque no tuviese motivo para hacerlo, no se marchó hasta verlo girar la esquina y desaparecer.
A la mañana siguiente, poco después de las diez, la despertó el timbre de casa. Abrió la puerta a un repartidor que cargaba con la pila de bolsas de la tienda.
– Entrega para Junko Aoki -dijo mientras la ayudaba a meter las bolsas en el apartamento.
– Idiota -masculló y sonrió muy a su pesar. El repartidor parecía algo desconcertado.
Comprobó el remitente en el resguardo donde figuraba la dirección y el número de teléfono de Koichi Kido. Vivía en Yoyogi, en lo que debía de ser todo un rascacielos. El número de su apartamento era el 3002.
Apiló las bolsas en un rincón y, después, marcó el número de teléfono. Escuchó siete tonos hasta que Koichi respondió. Su voz sonaba algo soñolienta y Junko se acordó que Koichi había tenido que cumplir una misión de madrugada.
– Buenos días -dijo-. Me gustaría unirme a vuestra organización.
Capítulo 23
Tras un largo combate contra la indecisión, Chikako redactó su informe. Lo incluyó todo, desde los últimos datos sobre los posibles incendiarios hasta los desconocidos «guardianes» de los que había hablado la señora Kurata. Decidió que lo esencial era dejar a un lado sus ideas e impresiones, y reflejar fielmente las opiniones de las personas interrogadas en el marco de la investigación. Chikako terminó su informe de diez páginas tres días después de la hospitalización de Kaori Kurata.
Clasificar cronológicamente los sucesos y con todo lujo de detalles era algo a lo que estaba acostumbrada. Lo que más tiempo le llevó fue buscar informes objetivos, bases científicas sólidas y otro tipo de bibliografía para documentar esa capacidad sobrenatural de provocar incendios, teoría a la que tan obcecadamente se aferraba Makihara.
La detective intentó localizar grupos en la universidad, e incluso llegó a llamar a su hijo por si este sabía algo. Su hijo pareció verdaderamente preocupado por ella. «Mamá, ¿te encuentras bien? ¿Estás segura de que este trabajo no te estresa demasiado?». Superada la preocupación inicial, lo único que obtuvo como respuesta fue una sonora carcajada. Chikako no le dijo nada, a pesar de que el asunto no era para tomárselo a risa.
Cuando fue a entregarle su informe al capitán Ito, estaba tan nerviosa como el día en el que puso su primera multa por una infracción de tráfico. El capitán se lo había solicitado extraoficialmente y, puesto que su protegida, Michiko Kinuta estaba involucrada, Chikako supuso que su superior querría tomarse unos minutos para discutir el caso. También estaba preparada para eso.
Sin embargo, nada salió según lo previsto. Cuando llegó a la comisaría, Ito estaba al teléfono, y solo dedicó un breve asentimiento de cabeza al verla. Ella se quedó allí esperando, con el informe en la mano hasta que él hizo un gesto de evidente enfado para que dejara lo que fuese sobre su mesa. Chikako tuvo la impresión de que la persona que lo llamaba, a quien Ito hablaba con deferencia, estaba enfurecida por el motivo que fuese, e Ito pagó su mal humor con la sumaria respuesta que dirigió a la detective. Dudando de la urgencia de la tarea que le había encargado, regresó a su mesa, desalentada.