»Yo le dije que los acompañaría. Sin embargo, ella me pidió que no me preocupase. De todos modos, yo tenía trabajo allí y no podía escaparme tan fácilmente. Así que el plan era que el niño y ella pasaran la noche en un hotel y en cuanto el asunto quedase zanjado, regresaran a casa. Cuando llegó la fecha fijada, el tipo vino a recogerlos. Parecía contentísimo, con el niño en sus brazos y Kayoko a su lado. Y así, se marcharon juntos a Tokio.
Tomaron un vuelo que salía temprano desde Kyushu. La madre y el niño volverían a casa del abuelo al día siguiente, por la tarde.
– Pero… Creo que sucedió pasado el mediodía. Me llamaron al trabajo. Me puse al teléfono; era un detective del distrito norte de Hachioji. De ahí eran los suegros. Aquello me atravesó como un rayo. Tuve la sensación de que caería muerto al suelo. Quise colgar antes de que el detective dijera nada. Pero no lo hice.
El agente le comunicó la pérdida de su hija Kayoko y de su nieto.
– Ese cabrón llevaba un cuchillo escondido y los apuñaló al llegar a la habitación del hotel. La limpiadora halló sus cuerpos sin vida a la mañana siguiente. Dijeron que Kayoko debía de haberse defendido con uñas y dientes, porque todo estaba lleno de sangre.
Izaki tragó saliva, con dificultad. Parecía estar eligiendo las palabras apropiadas para contárselo a Chikako. El resto las escondía en los abismos de su corazón roto.
– Ella recibió veintiséis puñaladas. El forense me dijo que primero asesinó a Kayoko. La asestó una cuchillada en el costado y, entonces, cuando cayó al suelo, se montó a horcajadas sobre ella y la apuñaló una y otra vez. Los huéspedes de la habitación de al lado oyeron llorar a mi nieto. Debió de presenciar todo lo ocurrido y sus llantos apagaron el ruido de la disputa entre sus padres. Después de eso, el bastardo le asestó dos puñaladas, una en el abdomen y otra en el cuello.
La policía emprendió la búsqueda del marido de Kayoko de inmediato. El recepcionista del turno de noche del hotel lo recordaba perfectamente. Justo después de la medianoche, había acompañado a su mujer e hijo al hotel. Kayoko pasó por recepción para coger la llave y, acto seguido, los tres subieron a la habitación. El empleado recordaba que él llevaba al pequeño en los brazos y que había dicho algo acerca de acompañarlos hasta la puerta de la habitación.
«¡Solo déjame que lo lleve en brazos hasta arriba, por favor!». Chikako pudo imaginar al infanticida escupir subterfugios por el estilo. Kayoko había emprendido el largo viaje hasta Tokio porque quería tener un gesto de sinceridad con su familia política y convencerlos de que nada podría salvar su matrimonio. Tanto daba el arrepentimiento o el importante cambio que pretendía haber experimentado su marido, Kayoko no estaba dispuesta a ser tan estúpida como para regresar a su lado. Con lo cual, abrumado por la humillación y la ira, debió de planear asesinarla en cuanto pudiera alejarla de su protector padre.
– Lo encontraron al día siguiente -continuó Izaki-. En un hotel para hombres de negocios del centro de la ciudad. Un empleado que había visto su fotografía en televisión, lo reconoció. «Estoy preparado para entregarme. Llame al director del hotel, quiero que sea él quien me lleve a comisaría.
»Según me dijeron, confesó entre lágrimas. Alegó que cuando Kayoko insistió en el divorcio y se negó a entregarle al niño, perdió las ganas de vivir. Añadió que su intención era morir con ellos.
Al parecer, lucía docenas de cortes superficiales en las muñecas.
– Propina veintiséis cuchilladas bien profundas a su mujer, ¿y él solo se hace unos arañazos? -rió Izaki con ironía. El cigarrillo que llevaba en la mano se partió por el filtro, y los trocitos se esparcieron por toda la mesa. Olía a tabaco, pero no a humo.
– Lo llevarían ante el juez, ¿verdad? -preguntó Chikako, instándolo a proseguir.
– Lo condenaron a trece años de cárcel -contestó Izaki. Entonces, su tono se alzó un poco cuando agregó-: Se convirtió en un prisionero modelo. Bueno, no por mucho tiempo.
Chikako lo miró algo desconcertada.
– Diez meses después de que lo encarcelaran, se colgó en los aseos de la prisión. Cortó una sábana en tiras y las ató para hacer una soga. Para entonces, yo ya estaba en Tokio, de modo que el día de su entierro, me acerqué a ver su tumba.
Chikako no preguntó por qué lo había hecho, y en su lugar, dijo:
– Pero… ¿Cómo es que ninguno de nosotros nos enteramos de la noticia? Ocurrió aquí, en Tokio.
– Claro, pero al tener lugar fuera del área central, el caso fue asignado a un distrito de la periferia. No conocíamos a nadie allí, y era un caso cerrado de antemano: al contar con las confesiones del principal sospechoso, jamás se creó ningún equipo de investigación. Además, en aquella época, la ciudad estaba sumida en un buen ajetreo con todo tipo de casos de gran calado, por lo que los medios apenas hablaron de la muerte de Kayoko y del pequeño.
Izaki sacudió los restos de tabaco de su dedo, y bebió su té frío.
– Perdóname por no haber contactado contigo ni con ninguno de los compañeros del distrito. No quería removerlo todo una y otra vez. Ya no era padre, ni abuelo, ni siquiera policía. Tuve la sensación de volverme invisible, un fantasma, una sombra. Me pareció más oportuno darle un giro radical a mi vida y convertirme en una persona totalmente diferente.
Con dificultad, Chikako se obligó a esbozar una sonrisa. Sentía que si ninguno de los dos sonreía pronto, no podrían ser capaces de hacerlo nunca.
– A mí no me pareces ningún fantasma -dijo con sosiego-. Al menos, tienes mejor aspecto que cuando te marchaste.
– Eso es gracias a mi nuevo trabajo.
– Sí, ya lo veo. Creo que acertaste al retomar el mismo tipo de actividades.
– ¿Retomar el mismo tipo de actividades? -preguntó Izaki, con semblante serio.
– Sí. ¿Acaso no tiene tu agencia, Kanto, el mismo espíritu que la policía? Después de lo que has sufrido, sigues siendo un policía, Izaki.
– En realidad, es una gran satisfacción trabajar ahí porque somos más activistas y agresivos en nuestro trabajo que la policía -explicó con una sonrisa aunque se tratara de un comentario bastante mordaz.
– Y por eso las chicas de la oficina te llaman capitán Shiro. Sigues siendo tan popular como siempre -bromeó Chikako antes de sonreír ante un ruborizado Izaki-. ¿Alguien del cuerpo te recomendó para el puesto? -Chikako formuló aquello casualmente, pero su respuesta tardó unos segundos en llegar.
– No. Desde que me jubilé, no he tenido contacto con los compañeros, ni con los que se han retirado ni con los que siguen en activo -repuso Izaki, con desasosiego y la mirada fija en su taza vacía-. De modo que conseguí el trabajo sin la ayuda de nadie.
– Ah, ¿con que fue así? No es el tipo de trabajo que se oferta en los clasificados de los periódicos, ¿no? Pensé que quizá tuvieras algún enchufe en la policía.
– No, no, ¡qué va! Al principio, trabajaba en una agencia de seguridad, después fui trasladado a esta empresa, que es filial de la primera.
Chikako sintió una vaga sensación de inconsistencia ante la rotunda negación de Izaki. Los agentes que se jubilaban anticipadamente solían acabar trabajando en agencias de seguridad, y generalmente había una fuerte interconexión entre ambas profesiones. Confiar en esas conexiones no era ni singular ni vergonzoso. Es más, ¿por qué ése énfasis en que no estaba en contacto con nadie?
«¿Cómo llegó a entonces a enterarse de que fui trasladada al departamento de policía de Tokio?».
Izaki miraba de soslayo el reloj, al parecer, dispuesto a marcharse. Parecía comprobarlo a cada segundo que pasaba. Chikako cambió de tema para entretenerlo más tiempo.
– Me he enterado que debido al caso de Natsuko, habéis tenido algún que otro problema con la prensa.